La ampliación de derechos que se registra en casi todos los países de América Latina, es desafiada por el crecimiento de la represión policial e institucional. Desde México y Guatemala hasta Argentina y Brasil, las fuerzas represivas están fuera de control.
“Las prácticas policiales violentas son contradictorias con una política de ampliación de derechos”, se titula un informe del Centro de Estudios Sociales y Legales (CELS), presidido por Horacio Verbitsky[1]. El informe destaca “hechos graves de violencia institucional” en varios barrios de Buenos Aires, así como “la violencia dentro de las cárceles y comisarías” y el retorno de la represión a la protesta social.
En su análisis, el CELS pone al descubierto “la falta de una reforma estructural del sistema de seguridad” que está centrado, en el caso de Argentina, en el “control de la calle” sin abrir un debate sobre “cómo debe ser un sistema de seguridad democrático”. El caso de Argentina, por cierto, puede servirnos como ejemplo de un deterioro de los derechos humanos en toda la región, que tiene en México y Guatemala sus expresiones más preocupantes.
Llegados a este punto, se trata de comprender que las violaciones no son ocasionales ni puntuales, en un continente que vive un proceso de creciente militarización y paramilitarización de la vida cotidiana. En Uruguay ese deterioro se expresa en la tortura a los menores de edad detenidos por pequeños delitos[2]. En Brasil la masacre de habitantes de las favelas se ha vuelto sistemática, como lo revelan las Maes de Maio que, en plena democracia, contabilizan por lo menos una matanza anual desde 1990[3].
En México y Guatemala los asesinatos de indios, comuneros, mujeres y pobres, son moneda corriente. Los medios suelen atribuir estos hechos al narcotráfico o a desbordes puntuales de las fuerzas del orden. Sin embargo esa explicación parece insuficiente. O, peor, encubre la realidad.
Para explicar el deterioro de los últimos años, me parece adecuado tomar el caso de Argentina, por dos razones. La primera porque existen organismos de derechos humanos independientes que desde el fin de la dictadura (1984) vienen registrado cuidadosamente las violaciones estatales e institucionales. En segundo lugar, porque desde 2003 los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández se han empeñado en la defensa de los derechos humanos, en aclarar las violaciones y evitar la represión.
El informe de la Coordinadora Contra la Represión Policial e Institucional (Correpi), bajo el título “Una sociedad de privilegios de sostiene con represión”, recoge los casos de “gatillo fácil” (asesinatos policiales), muertes en cárceles y comisarías así como las víctimas de la represión de la protesta. Hubo 4.011 asesinados hasta noviembre del año pasado: el 47% tenían entre 15 y 25 años, el 27% de 26 a 35 años (ver gráficos)[4].
Pero más sintomático, y realmente preocupante, es el cuadro donde se registra la evolución de asesinatos policiales por gestión de gobierno. En los diez años del gobierno de Carlos Menem (1989-1999) hubo un promedio de 58 asesinados por la policía cada año. Su gobierno fue salvajemente neoliberal, privatizó todas las empresas estatales que fueron entregadas (casi regaladas) a empresas extranjeras. Fue un gobierno represivo y antipopular.
Pero en los diez años de Kirchner y Fernández (2003-2013), hubo un promedio de 232 muertos por año por la policía, o sea cuatro veces más (ver recuadro). Sin embargo, estos gobiernos se tomaron en serio los derechos humanos, pasaron a retiro a una parte de la cúpula policial por corrupción y se empeñaron en no reprimir, basados en lo que el CELS denomina como “control político” de las fuerzas de seguridad.
Extractivismo y violencia
Sin embargo, se produce un retroceso que abarca toda la última década. Una situación semejante, no puede ser atribuida a cuestiones coyunturales, la mala gestión de un ministro o un repliegue ocasional del control estatal hacia los uniformados. Encuentro tres razones de peso para explicar esta involución, que trascienden la Argentina y, con matices y diferencias en cada lugar, son aplicables a toda la región. La primera es el modelo económico-social, la segunda la autonomía de los aparatos represivos y la tercera el temor ante la protesta de los sectores populares.
El período en que vivimos ha sido definido como una economía de acumulación por desposesión o despojo que, de modo natural, se apoya en la violencia institucional y no institucional. El robo a las personas y a la naturaleza sólo se puede hacer por la violencia. El objetivo es la desaparición de pueblos enteros para apropiarse de la naturaleza, para convertirla en mercancías, como ha sido denunciado por el Subcomandante Insurgente Marcos en su texto “Cuarta guerra mundial”.
“La Cuarta Guerra Mundial está destruyendo a la humanidad en la medida en que la globalización es una universalización del mercado, y todo lo humano que se oponga a la lógica del mercado es un enemigo y debe ser destruido. En este sentido todos somos el enemigo a vencer: indígenas, no indígenas, observadores de los derechos humanos, maestros, intelectuales, artistas”[5].
A diferencia de lo que sucede con la acumulación por despojo en las zonas urbanas y de clases medias, donde asume la forma de privatizaciones, para los sectores sociales donde nunca operó la inclusión ni se beneficiaron con el “bienestar”, el modelo extractivo funciona para conquistar territorios, destruir enemigos y administrar los espacios conquistados subordinándolos al capital. Indígenas, negros y mestizos, campesinos sin tierra, mujeres pobres, desocupados, trabajadores informales y niños de las periferias urbanas, sufren este tipo de despojo.
En la América Latina india/negra/mestiza, históricamente el principal modo de disciplinamiento no fueron el panóptico ni los satanic mill, sino la masacre o la amenaza de masacre (léase exterminio), tanto en la colonia como en el período republicano, en dictaduras o en democracias, hasta el día de hoy. La organización Maes de Maio, creada por las madres de los 500 asesinados por los aparatos represivos en São Paulo en mayo de 2006, señala que entre 1990 y 2012 se produjeron 25 masacres contra habitantes de favelas, o sea jóvenes/negros/pobres.
Esta realidad tiene que ver con el modelo extractivo, pero también con el tipo de Estado que se ha construido en la región. El Estado-nación latinoamericano tiene una genealogía diferente a la europea, como nos recuerda Aníbal Quijano. Aquí no se registró la democratización de una sociedad que pueda expresarse en un Estado democrático; las relaciones sociales se fijaron sobre la colonialidad del poder establecida sobre la idea de raza, convertida en el factor básico de la construcción del Estado-nación, como viene señalando Aníbal Quijano.
El actual modelo productivo agudiza el hecho colonial: la división de nuestros países en “zonas del ser” y “zonas del no-ser”. En las segundas la vida de las personas no cuenta, la represión no es ocasional sino la norma y para hacer valer sus derechos no pueden acudir a una institución estatal, sino levantarse, rebelarse, como lo muestra claramente lo sucedido en México luego de la desaparición de 43 normalistas en Ayotzinapa.
Un Estado de policía
Hay algo más, que no suele tenerse en cuenta. El tipo de Estado adecuado a esta “cuarta guerra mundial”, es un Estado débil frente a las transnacionales y un Estado fuerte frente a los sectores populares. En paralelo hay una degradación del Estado: no incluye sino que ofrece políticas sociales; las policías se han autonomizado del Estado pero son funcionales a un Estado mínimo ante el capital y máximo ante la protesta social.
En Argentina hubo una huelga policial en la provincia de Córdoba, en diciembre de 2013. Los policías se acuartelaron, dejaron las calles vacías donde la violencia delictiva provocó desbordes violentos contra los vecinos ya que la fuerza policial “liberó zonas para que se produjeran saqueos en diferentes barrios de la capital”. Según el CELS, lo sucedido en Córdoba fue “una amenaza a la gobernabilidad”.
La Correpi asegura que son “asonadas policiales” con un “carácter eminentemente mafioso, como lo pretendidos ´saqueos´ paralelos a los acuartelamientos”[6].
Salvo excepciones, los gobiernos ceden a las huelgas policiales para no verse desestabilizados. En algunos casos son pedidos de aumento salarial, que habitualmente son rechazados cuando los formulan los sindicatos del sector público. En otros, como sucedió en la ciudad de Olavarría en la provincia de Buenos Aires, presionan para impedir que la justicia se pronuncie contra policías que cometieron abusos y asesinatos.
La falta de control político sobre las policías, es un problema estructural que lleva a que “las fuerzas de seguridad se autonomicen y sostengan prácticas discriminatorias y violatorias de derechos”, como sostiene el CELS en su documento.
Lucha social y autonomía
Hay una relación estrecha entre represión y los ciclos de protesta. Para la Correpi, es una “represión preventiva”, dirigida siempre a los más pobres que suelen ser los que más necesitan hacer valer sus derechos. El CELS destaca “un grave retroceso en los modos de gestión política del conflicto social” a raíz de la actuación policial en la ocupación del barrio Papa Francisco, una toma de 700 familias en la periferia de Buenos Aires.
El primer salto represivo en Argentina se produjo en 1989, cuando arreciaron luchas sociales en el marco de la hiperinflación. El segundo fue a raíz del ciclo piquetero contra los efectos de la desindustrialización y en particular luego del levantamiento del 19 y 20 diciembre de 2001. El salto represivo nunca retrocedió a los niveles anteriores.
En el caso mencionado del barrio Papa Francisco, el CELS asegura que la policía y el poder judicial criminalizaron a los referentes al prohibirles ingresar al barrio, “medida que debilitó la organización comunitaria y favoreció la permanencia de bandas criminales”. En este punto vale resaltar que las fuerzas represivas establecen alianzas tácitas con el crimen organizado, en contra de los movimientos populares.
De ese modo arribamos a lo que un trabajo realizado por militantes de la Universidad de Córdoba, denomina como un Estado de Policía, formalmente legal, pero dedicado a generar excepciones como criterio de gobierno y mantener a raya a las “clases peligrosas”. Se trata de una vasta gama de intervenciones que van desde las políticas de responsabilidad social empresarial –que avalan la evasión impositiva- hasta la intervención policial/militar dirigidas al control territorial armado, donde el cuerpo policial es encargado de administrar y gestionar cosas y cuerpos de modo exclusivo y excluyente[7].
En síntesis, ampliación formal de derechos pero, de modo simultáneo, intensificación de la represión. Lo que está en debate, es hasta qué punto se puede confiar en los estados como guardianes de los derechos. Este fue el debate planteado durante el XI Foro de Derechos Humanos realizado en la Universidad Iberoamericana de Puebla, entre el 14 y el 17 de octubre.
Diversos colectivos y analistas destacaron la importancia de la autonomía como forma de autoprotección, ya que se constató que no se pueden tener derechos sin poder para hacerlos respetar. La autonomía es el camino para recuperar los poderes populares que fueron escamoteados por un “Estado de derecho” que, en los hechos, o no funciona o lo hace en contra de los más débiles.
En ese encuentro, el padre Solalinde relató cómo trabajan para proteger a los migrantes centroamericanos, uno de los colectivos más desprotegidos en su paso por México. La creación de albergues y de asesorías juega un papel en este proceso de autoprotección colectiva.
Las mujeres de Fundem (Fuerza Unida por Nuestros Desaparecidos en México) que recibieron el Premio Tata Vasco por la defensa de los derechos humanos, mostraron dos hechos innegables: que bajo estos regímenes cualquier persona puede ser desaparecida o violentada y que la protección, búsqueda y denuncia no pueden esperar por las instituciones sino deben ser realizadas por los propios afectados.
El abogado chileno Roberto Garretón, quien se desempeñó en la Vicaría de la Solidaridad bajo la dictadura de Pinochet, recordó que incluso bajo la más feroz represión, fue posible disminuir el impacto represivo, tanto de la represión directa como de sus consecuencias en las víctimas. Algo similar puede decirse de la experiencia de Madres de Plaza de Mayo en Argentina.
La recuperación de esas experiencias y prácticas de solidaridad y apoyo mutuo, autónomas respecto al régimen en cada momento, pueden ser vitales para la defensa de la vida. Si nos guiamos por la experiencia del pasado, pueden volver a ser pequeños muros contra la impunidad y la represión.
[1] http://www.cels.org.ar/ 30 de agosto de 2014.
[2] Ver http://brecha.com.uy/primera-causa/ 25 de setiembre de 2014.
[3] Ver http://maesdemaio.blogspot.com/2012/02/httpwww.html
[4] Ver Informe Anual en Boletín Informativo N° 705 en http://correpi.lahaine.org/?p=1240
[5] http://palabra.ezln.org.mx/comunicados/2003/2003_02_b.htm
[6] Declaración de Correpi, 9 de diciembre de 2013.
[7] María Ferrero y Sergio Job (2011) “Ciudades made in Manhattan”, en Núñez, Ana y Ciuffolini, María (comp.) Política y territorialidad en tres ciudades argentinas, Bueno Aires, El Colectivo.