No hay cárceles para la autonomía. Ni contextos que la hagan imposible. La experiencia de la Corriente Villera Independiente en la Villa 31 (Retiro) en Buenos Aires, enseña que aún en las más difíciles condiciones materiales y navegando contra la corriente, se puede colocar la autonomía en el centro de las construcciones colectivas.
“Esto es algo limpio”, dice Dora. Cuando pronuncia “limpio”, la sonrisa ilumina su rostro y contagia una potente paz interior. “No le debemos nada al gobierno. El médico, las promotoras, todo lo hacemos sin esperar una moneda. Esto es limpio, es genuino, no está contaminado”.
Dora nos recibe en la Casa de las Mujeres de la Villa 31 bis, un espacio creado por la Corriente Villera Independiente para albergar mujeres que sufren violencia doméstica. La acompañan Graciela, que es promotora de salud formada en el Centro de Salud Comunitaria, su hija Mónica, Celina y Lupe, dos bolivianas que aprenden a leer en la Primaria Popular, y media docena de mujeres que trabajan para inaugurar la casa.
La Villa 31 o Retiro tiene una larga historia. En la década de 1930 los inmigrantes polacos que escapaban del hambre crearon un conjunto de viviendas precarias cerca del puerto. La villa miseria, o villa a secas, es un barrio irregular tipo favela. Con el desarrollo industrial llegaron inmigrantes del norte argentino. En 1976, año del golpe de Estado militar, las villas de la ciudad de Buenos Aires tenían 213.000 habitantes, casi el 10% de la población de la capital.
La dictadura erradicó violentamente a más de 150.000 vecinos, pero desde 1983 comenzaron a repoblarlas. En 2001 tenían unos 100.000 habitantes y según el censo de 2010 ya viven 163.000 personas. “Las villas son el único territorio de la ciudad en los que se verifica un crecimiento demográfico significativo”, asegura el investigador Pablo Vitale[1]. Hoy están habitadas casi en su totalidad por argentinos del norte, paraguayos, bolivianos y peruanos.
Las villas son barrios autoconstruidos por sus propios habitantes en terrenos ocupados, con viviendas precarias y pocos servicios. Habitualmente los vecinos se “cuelgan” de la luz y el acceso al agua potable ha sido posible por las presiones sobre el municipio. Otros servicios como la recogida de basura y el saneamiento son precarios e insuficientes.
En la capital de Buenos Aires hay 21 villas, aunque el número tiende a crecer por la permanente expulsión de personas de las áreas rurales por los monocultivos de soja. Observando el mapa de la ciudad, se las encuentra mayoritariamente en la zona sur, la más popular, pero la Villa 31 está en pleno centro, en el principal foco de la especulación inmobiliaria (Puerto Madero) y pegada a las estaciones de autobuses y trenes.
Las villas tensionan el concepto de “periferia urbana”. Aunque estén en el centro de una gran ciudad como la capital argentina, son periferia material desde el punto de vista del acceso a los servicios, el empleo y la infraestructura. Pero son a la vez periferia simbólica porque en ellas viven los marginalizados por el modelo extractivista, los más pobres, los que tienen la piel del color de la tierra.
Sin embargo, las villas han demostrado ser los espacios de mayor continuidad en la resistencia al modelo[2]. Por la pobreza extrema de sus habitantes, por la riqueza que los rodea, que los lleva a tomar conciencia de la desigualdad, pero sobre todo por el prolongado compromiso de una parte de la sociedad: sacerdotes que se fueron a vivir a las villas, universitarios y estudiantes que se comprometen con los más pobres y dedican buena parte de su tiempo a hermanarse con ellos.
Salud comunitaria
Para llegar al Centro de Salud Comunitaria hay que recorrer media villa por calles que las lluvias transforman en barrizales. Vale la pena caminar despacio para observar las telarañas que forman los cables de luz, detenerse en las viviendas de varios pisos, todas con escaleras externas en forma de caracol, disfrutar los vivos colores de las fachadas, las tiendas donde las mujeres y los chicos no pierden detalle del andar de los forasteros.
Con Hernán pasamos a saludar a las mujeres que se apiñan frente al comedor popular, cada vez más concurrido a medida que se acerca el mediodía[3]. Mientras esperamos al doctor, me explica cómo funcionan los comedores: “Los alimentos se los sacamos al gobierno con piquetes. Hay unas 70 familias por comedor que trabajan por grupos de seis a ocho en forma voluntaria y rotativa una vez por semana, así garantizan un plato de comida para la familia”.
El “doctor” es un flaco alto que llega en bicicleta y se presenta como Guido. El centro de salud es una habitación de cinco metros por cinco con suelo de cerámicas y azulejos en las paredes; luce limpia, iluminada y prolija. La camilla, la balanza y los estantes repletos de medicamentos nos reciben junto a un cartel que reza: “Centro de Salud Comunitaria El Che”.
Guido abre el candado, arrima una silla y suelta palabras a borbotones. “El centro lo abrimos el 21 de setiembre de 2012, pero empezamos con asambleas en mayo y junio para conocer las problemáticas de salud en el barrio y ver cómo podemos intervenir. Se trata de que los vecinos tomen en sus manos la salud y nosotros les damos una mano en lo que sabemos”.
Están formando doce promotores de salud (casi todas mujeres de 25 a 40 años) que recorren las casas para controlar el peso de los niños, hacen encuestas sobre los principales problemas sanitarios y atienden el consultorio. La villa tiene dos sectores separados por una autopista aérea: la Villa 31 tiene 15.000 habitantes y es la más antigua; la Villa 31 bis tiene 20.000, donde trabaja la Corriente Villera con 20 merenderos, seis comedores populares, tres cuadrillas de trabajo, el centro de salud, la primaria popular y el centro de mujeres[4].
Como buena parte de los universitarios que acuden a las villas, Guido comenzó su militancia en la facultad. Trabaja como médico y en su tiempo libre atiende el centro de salud pero también participa en una cátedra de salud comunitaria cuyos estudiantes hacen prácticas en las villas. “Por un lado formamos promotores de salud en el barrio, hacemos control de niños, pediatría y medicina general de adultos, pero también salimos a hacer campañas de salud casa por casa”, explica.
En toda la villa el gobierno dispone de un solo dispensario de salud para 35.000 habitantes, instalado en un extremo de la villa. “Los del fondo no llegan porque dan pocos turnos y no pueden cruzar todo el barrio a las 3 de la mañana. Entonces anunciamos que vamos a estar en la casa de una compañera o en un comedor popular para hacer control de peso de los niños. El centro lo abrimos lunes, jueves y sábados”.
Los problemas respiratorios son los que más afectan a los niños por la humedad y porque hay muchos contaminantes ambientales que provocan asmas y bronquitis por plomo, metales pesados y otros tóxicos en el suelo y en el aire, producto de la quema de basura. Las casas tienen problemas de ventilación y de hacinamiento y toda la villa sufre con el agua porque no es potable. Quienes pueden, compran agua envasada.
En el centro se turnan tres médicos titulados, cuatro estudiantes avanzados y las doce promotoras. Atienden a unas 200 personas por semana entre las que acuden al centro y las que visitan en sus casas. “Hacemos rifas y fiestas para pagar el alquiler y los medicamentos los proveen los visitadores médicos y médicos amigos pero la mayor parte los conseguimos con piquetes en Disprofarma (centro de distribución de productos farmacéuticos). El Estado no nos da nada”, asegura Guido.
Los del centro de salud estatal no salen al barrio pero les piden ayuda para atender a la población. “Están muy ligados al modelo médico hegemónico contra el que tratamos de luchar, ellos van con guardapolvos blancos y nosotros nos vestimos como cualquier vecino porque no queremos poner esa distancia entre el depositario del saber y la gente común”.
Guido dice que los médicos a menudo se burlan de las creencias de los vecinos, sobre todo de peruanos, paraguayos, bolivianos e inmigrantes del norte argentino. “Hay modos de abordar enfermedades propias de otra cultura. Si una madre me dice que no le da de mamar al hijo porque tiene susto, yo no le puedo negar eso, porque para ella existe y hay que ver cómo contenerlo y trabajarlo”.
“La idea de la gente es que el médico es el que sabe y esa lógica hegemónica está muy legitimada en la sociedad, por eso les pedimos que no nos digan doctor, que nos llamen por el nombre”. Con el objetivo de afirmar la autoestima de los vecinos, el centro de salud va incorporando saberes tradicionales como el uso de hierbas medicinales. Para dar el ejemplo, los médicos se encargan de barrer el centro de salud, aunque a los usuarios no les parece bien.
El centro es gestionado por los propios vecinos. A fines de 2012 hicieron una asamblea para trazar un balance colectivo de los problemas del centro de salud. Luego de la fiesta y de los juegos para los niños, llegó el momento de reflexión. “Una de las críticas fue que no abrimos un día que se había inundado el barrio y nos pidieron que aunque llueva y se inunde debemos abrir el centro de salud”.
“La salud y la violencia de género están muy relacionadas”, dice Graciela, una joven promotora que nos acompaña dos cuadras más allá hasta el Centro de las Mujeres. “Si hay violencia de género no hay salud porque la violencia enferma. Las mujeres somos la clave del barrio, aunque en la Corriente Villera hay tanto hombres como mujeres”.
En el camino explica que en la villa se eligen 120 delegados y diez consejeros por voto secreto. La Corriente consiguió casi la mitad de los delegados y cuatro de los cinco consejeros de la Villa 31 bis. Considera que todo el trabajo que hacen es para crear “poder popular”. “El 8 de marzo hicimos por primera vez una marcha en el barrio contra la violencia contra las mujeres. Queremos ir corriendo a los punteros de los partidos y crear con la gente situaciones de poder que permitan ir mejorando la salud, la educación. Compramos un camión para traer las garrafas de gas y venderlas al precio real, porque los cobran el doble del precio oficial”.
En el camino hacia la Casa de las Mujeres pueden verse, colgados de los postes de luz, pequeños carteles hechos a mano que dicen: “Donde el pueblo manda el gobierno obedece”. Llegamos a una amplia sala con revoque a la vista sin pintar. Los materiales y herramientas de construcción delatan un trabajo aún sin terminar. Nos recibe un grupo de mujeres de mediana edad. Dora nos indica sentarnos.
“Acá empezamos la lucha hace muchísimos años porque no había ni agua, sólo una canilla comunitaria donde todos los días nos peleábamos con los vecinos para cargar agua. Y ahí empezamos”. Dora relata cómo fueron aprendiendo que las necesidades de todos son las mismas, que todos pasan semanas sin luz cuando los nudos de cables entran en cortocircuito y que las ambulancias no ingresan al barrio por el mal estado de las calles.
Explica las razones que las llevaron a crear la Casa de las Mujeres: “La casa fue decidida por las necesidades de las compañeras, porque vamos a una marcha y al día siguiente la mujer viene golpeada porque llegó tarde. Hacemos talleres una vez por semana a los que asisten hasta 30 mujeres, un trabajo educativo para que cada una sepa que no está sola. Cuesta mucho reconocer que el que más te quiere te golpea. Es doloroso para el que cuenta y para el que escucha”.
Defienden el aborto legal, seguro y gratuito, y debaten sobre sexualidad con apoyo de las promotoras de salud, y de derechos con asesoramiento de abogadas militantes. Abrirán el centro tres días por semana con juegos para niños y talleres para mujeres. El local lo construyeron de forma voluntaria, hombres y mujeres del movimiento, y decidirán el nombre en asamblea.
Pero lo más interesante es cómo protegen a las mujeres golpeadas. “Estamos formando un grupo de seguridad para proteger a la mujer que venga a buscar refugio, un grupo de mujeres capacitadas en un curso de dos meses de autodefensa”, dice Dora. Graciela agrega que “se forman cuadrillas para recorrer el barrio explicando el trabajo que hacemos, llevando pecheras que dicen Mujeres en Lucha”.
En un rincón, Celina y Lupe, dos bolivianas de 54 y 42 años, explican que en la Primaria Popular están aprendiendo a leer, porque hasta el año pasado no podían firmar las horas de trabajo que hacían en la cooperativa que construye la red de saneamiento. Pasaron de campesinas en Sucre a villeras en Buenos Aires, huyendo de la pobreza y la marginación, algo que sólo pueden hacer colectivamente.
Graciela intenta sintetizar los pasos de sus vecinos hasta insertarse en la organización: “Primero la gente se acerca al comedor popular por el plato de comida y de allí empiezan a conocer el movimiento, los comedores se reúnen por zonas y ahí salen las ideas generales y empiezan a vincularse con la sala de salud, la casa de las mujeres y con las cuadrillas de trabajo. Después vienen las asambleas con gente de otros barrios que integran la Corriente Villera”.
Las personas que vienen de afuera del barrio, como médicos y abogados, “se llevan con otra forma de mirar y adquieren experiencia en los barrios, pero nosotros también aprendemos mucho de ellos. Es una común unión entre el de afuera y el de acá adentro. Incluso trabajamos juntos con ferias y rifas para reunir plata para los alquileres de los locales”.
Pensar-nos en movimiento
Cuando Dora dice: “No le debemos nada al gobierno, todo se hace por voluntad, sin esperar una moneda y eso lo hace limpio al movimiento”, está hablando de otra forma de hacer política. Podemos hablar de una ética que consiste en no repetir el estilo de los punteros, esos personajes que lucran con las necesidades de la gente y se ofrecen como mediadores ante el Estado. Una cultura clientelar, corrupta y viciada.
Hay algo más, sin embargo, que trasciende la ética. Desde la revuelta del 19 y 20 diciembre de 2001, que fue el momento de mayor visibilidad y potencia del movimiento piquetero, la mayor parte de las organizaciones se disolvieron o se incorporaron al proyecto oficialista o kirchnerista. Las organizaciones que optan por este camino tienen la vida más fácil y sus dirigentes pueden acceder a cargos públicos en el gobierno.
Mantenerse en el llano, junto a la gente, y seguir luchando por sus necesidades, es un desafío mayor. Conseguir los alimentos, las medicinas, el acceso a la educación y a todos los servicios que los más pobres necesitan con urgencia, y hacerlo a través de la acción directa y no de los canales clientelares, supone mucho esfuerzo, un activismo permanente y creativo, y a menudo asumir el riesgo de hacerlo por fuera de los cauces legales.
Desde el punto de vista de la autonomía y el cambio social, la experiencia de la Villa 31 bis (que no es excepcional en Argentina ni en América Latina) enseña varias cuestiones en las que parece necesario detenerse.
La primera es que la autonomía debe ser integral; de lo contrario corre el riesgo de quebrarse. Hay espacios culturales o educativos autónomos, así como experiencias de trabajo y de salud autónomas. Lo interesante del trabajo de la Corriente Villera en Retiro es que hay una vocación de abordar todos los aspectos de la vida. Desde la alimentación y el ocio hasta el trabajo y la salud.
Conocemos muchos discursos que hablan de autonomía y pocas prácticas autonómicas. Lo más valioso es cuando un amplio grupo de personas hacen una parte creciente de sus vidas en espacios que no están controlados ni por el Estado ni por el mercado, sino por ellas mismas. Hay vecinas que almuerzan en el comedor popular, sus hijos acuden al merendero, por la noche estudian en la primaria o en el bachillerato, se atienden en el centro de salud y se socializan en la casa de mujeres.
Es cierto que son espacios precarios, que tienen algún vínculo con el mercado o el Estado, pero esos vínculos son mínimos, marginales. Lo central es que son emprendimientos que se sostienen por la ayuda mutua, la autogestión, la cooperación y el hermanamiento de la gente.
Esos vínculos entre personas son la base sobre la que se construye lo nuevo, en espacios que no son de nadie sino propiedad colectiva. Los cimientos del mundo nuevo no son los discursos de los dirigentes, sino prácticas no capitalistas (en el sentido de que no buscan la acumulación de capital) en espacios colectivos.
La segunda cuestión es que los espacios de autonomía pueden construirse aún en el seno de las grandes ciudades. En general conocemos espacios autónomos en las áreas rurales, de la mano de indios y campesinos: Juntas de Buen Gobierno en Chiapas, asentamientos Sin Tierra en Brasil, por poner apenas dos ejemplos. En las ciudades este tipo de espacios son más difíciles de sostener y menos frecuentes. Por eso es tan importante registrarlos.
Lo tercero es que los espacios de autonomía necesitan dotarse también de formas de poder, para tomar decisiones y hacerlas cumplir. En este caso se trata de las asambleas que son el organismo básico y fundamental del poder popular, tal como lo formulan los miembros de la Corriente Villera Independiente.
El cuarto tema se relaciona con la confluencia de militantes estudiantiles y universitarios con militantes populares. Esa común unión o comunión, como dijo Graciela, sólo es posible como hermanamiento, o sea desde una lógica de horizontalidad que, ahora sí, es fundamental y decisiva. No debería haber jerarquía entre profesionales y sectores populares. Ambos son portadores de saberes distintos. Ambos se necesitan para cambiar el mundo.
Por eso hermanarse. Los universitarios aportan conocimientos científicos y político-ideológicos, pero aprenden los saberes populares que son despreciados en aquellos ámbitos, y que van desde las cosmovisiones no occidentales hasta saberes organizativos no jerárquicos inspirados en el fogón. Pero los saberes de cada quien no se transmiten de forma racional sino a través de la convivencia y la experiencia en espacio-tiempos compartidos.
Estos cuatro aspectos también se relacionan con la autonomía. Que no es un fin en sí mismo, sino un modo de defender la diferencia –cultural y social, pero ahora también política- que anida en los sectores populares. Autonomía para defender nuestra diferencia del mercado y del Estado, y para caminar hacia un mundo nuevo que es, sobre todo, diferente al actual.
Raúl Zibechi es analista internacional del semanario Brecha de Montevideo, docente e investigador sobre movimientos sociales en la Multiversidad Franciscana de América Latina, y asesor a varios grupos sociales. Escribe el “Informe Mensual de Zibechi” para el Programa de las Américas www.americas.org/es.
Referencias:
Nuestra Voz, periódico del Movimiento Popular la Dignidad, octubre-noviembre de 2012, Buenos Aires, No. 7.
Entrevista a Guido, del Centro de Salud Comunitaria, Villa 31 bis, Buenos Aires, 25 de abril de 2013.
Entrevista en el Centro de Mujeres, Villa 31 bis, Buenos Aires, 25 de abril de 2013.
[1] Pablo Vitale, “Crónicas de la necesidad y la resistencia”, en Nuestra Voz No. 7, noviembre 2013, p. 9.
[2] Para la historia de Villa 31 y de su principal referente, el padre Mugica, ver Raúl Zibechi “Buenos Aires: los más pobres resisten la ´limpieza social´”, Programa de las Américas, 15 de octubre de 2008.
[3] Hernán Ouviña es doctor en Ciencias Sociales, profesor universitario y miembro del Movimiento Popular La Dignidad.
[4] La Corriente Villera Independiente se formó en mayo de 2012, tiene presencia en 15 villas de capital y está vinculada al Movimiento Popular La Dignidad.