*Publicado originalmente por la AmericasMexicoBlog, 25 de Enero, 2011.
Fue una misa admirable para un hombre admirable.
La noticia de la muerte del obispo Samuel Ruiz se esparció rápidamente la mañana de ayer. Tenía 86 años de edad y casi 51 años de haber sido ordenado como obispo de la Diócesis de San Cristóbal. A eso de las 2:30 de la tarde la iglesia en la Ciudad de México se encontraba repleta de un grupo inusual de líderes religiosos, activistas por la paz y personajes que han marcado la política mexicana a través de los años. Todos recordaron su trabajo al lado de Tatik (“padre” en tzeltal) con una mezcla agridulce de nostalgia y gratitud.
Me encontraba sentado en la banca, escuchando las primeras frases de “métale a la marcha, métale al tambor, métale que traigo un pueblo en mi voz…”, observando los rostros leales de los cientos de personas que compartieron, en diversas ocasiones, la vida cabal y plena de Don Sam, El caminante. La historia que transformó para siempre a México llenaba el salón.
El obispo Raúl Vera recordó que Samuel Ruíz llegó al estado de Chiapas a enfrentar una realidad que pocos habían imaginado, una realidad que muchos en México no sabían que existía. Empezó a viajar a los lugares más recónditos de la región —tarea nada fácil— y observó con sus propios ojos las cicatrices de los látigos de los finqueros en las espaldas de los indígenas. También escuchó historias de las jóvenes que rutinariamente eran obligadas a “probar” (perder) su virginidad en manos de los propietarios de las plantaciones en la víspera de sus bodas; práctica que ejemplificaba las condiciones feudales que sufrían algunos de sus feligreses. Se encontró un sistema de opresión y brutalidad que cambió su vida y decidió transformarlo mediante la palabra de Dios y un intenso compromiso social.
Cabe mencionar que el obispo Raúl Vera conoció a su contraparte cuando la iglesia, en un intento de atenuar su influencia radical, lo mandó como asistente de Ruíz en 1995. Sucedió todo lo contrario. En lo que Vera describe como una experiencia de conversión, él también confrontó las mismas condiciones que habían guiado a Don Samuel a abrazar y promover una iglesia de y para los pobres, y pronto se convirtió en un aliado más en devolver la iglesia al pueblo y dar su justo lugar a los indígenas en la iglesia y en la sociedad. Hasta hoy, Don Raúl permanece como fiel cómplice del trabajo de Don Samuel. Ahora en Coahuila, su voz se escucha fuerte en defensa de los derechos humanos mientras México atraviesa una nueva fase de violencia y represión.
Enseguida el padre Heriberto Cruz relató que la reflexión de algunos feligreses, iniciada en gran medida por Don Samuel y su experiencia en Chiapas en los primeros días, no sólo se centró en la preocupación tradicional de cómo la iglesia podría aliviar la carga de sus miembros. Ruíz y otros comenzaron a preguntarse qué papel jugaba la iglesia en la opresión y cómo romper con ese rol. El resultado fue una crítica profunda de los métodos tradicionales de evangelización que reprimían la cultura indígena. Ruíz comenzó a aprender el tzotzil y el tzeltal y se familiarizó con otras lenguas indígenas de la región. Insistió también en el respeto a las culturas indígenas, otro factor que le traería problemas con algunos miembros de la iglesia, quienes criticaban lo que ellos percibían como un sincretismo excesivo en su práctica teológica.
Don Samuel Ruiz formó parte y lideró un movimiento dentro de la Iglesia Católica basado en la teología del Concilio Vaticano II que proponía una mayor participación laica, la “opción por los pobres”, que atendía la necesidad de servir a los históricamente oprimidos, y la idea de que la iglesia no puede ignorar la injusticia sin convertirse en su cómplice.
Estos principios guiarían sus actos. Como mediador en los levantamientos de los indígenas zapatistas de 1994, Ruíz ayudó a crear las condiciones necesarias para el nuevo movimiento indigenista que marcó no sólo a México, sino al mundo. Su trabajo como líder de la Comisión Nacional de Mediación (CONAI) dio lugar a un diálogo sin precedentes que se tradujo en los Acuerdos de San Andrés sobre Derechos y Culturas Indígenas, ratificado y más tarde violentado por el gobierno federal. Dichos acuerdos son un homenaje a su trabajo y a la labor de decenas de líderes indígenas. También son un trágico recordatorio de que la palabra de los poderosos no es confiable. Pero el espíritu de emancipación y el diálogo pacífico codificado en los Acuerdos sobrevive en las personas reunidas en la misa de Don Samuel Ruiz, uno de los principales arquitectos del proceso de paz, y entre los miles de indígenas que esperaban por sus restos en su querido estado de Chiapas.
Don Samuel insistió en que la iglesia de los pobres necesitaba una organización de derechos humanos en Chiapas que confrontara las extremas violaciones de derechos humanos que allí tomaban lugar. En 1989, fundó el Centro Fray Bartolomé de las Casas para los Derechos Humanos. La misión del Centro es “caminar junto y al servicio de los pobres y marginados que buscan superar sus situaciones socioeconómicas y políticas tomando dirección y fuerza entre ellos para contribuir a la creación de una nueva sociedad donde las personas y sus comunidades puedan ejercer plenamente sus derechos.” La misión encarna la firme creencia de que la iglesia no puede separarse de la lucha por la justicia social y que debe desempeñar un papel de apoyo en lugar de pronunciarse desde lo alto.
Estas creencias solían poner el obispo Ruiz en conflicto con las personas de poder en el gobierno y en la jerarquía de la Iglesia Católica Romana. También lo hicieron blanco de los caciques locales que mandaron en Chiapas con mano de hierro y regían sobre las vidas de los habitantes indígenas. Enfrentó agresivos ataques contra su persona con magnanimidad y pacientemente continuó con su trabajo desde abajo. La Diócesis se convirtió en un ejemplo del liderazgo de los pueblos indígenas para definir una nueva iglesia y luchar por la justicia a lado de las comunidades indígenas. El levantamiento zapatista de 1994 catapultó su trabajo al escenario mundial, mientras la gran lista de demandas ignoradas de los pueblos indígenas pasó a ser el lente mediante el cual se concebía una nueva sociedad.
Hubo, por supuesto, esfuerzos para desmantelar los profundos procesos de empoderamiento de las poblaciones indígenas dentro de la iglesia y dentro de la sociedad. El gobierno mexicano envió tropas y lanzó ofensivas militares contra las comunidades mucho tiempo después de la tregua acordada con el EZLN. Mientras tanto, el Vaticano comenzó a atacar a los diáconos indígenas dentro de la iglesia, práctica que buscaba romper las distancias entre las comunidades indígenas y una jerarquía lejana y privilegiada, y literalmente cambiar el rostro de la iglesia. La oposición de la jerarquía católica a que se nombrara el obispo Vera para dirigir la diócesis de San Cristóbal tras la jubilación de Don Samuel, lo cual hubiera sido una elección natural debido a su experiencia y compromiso en la región, se consideró como una indicador de la intención de reprimir el movimiento religioso progresista en Chiapas. Recientemente un plan para dividir la Diócesis de San Cristóbal ha levantado sospechas de que la jerarquía pretende debilitar la única diócesis que se guía por la decisión del Concilio Vaticano II de promover una relación más cercana entre la iglesia y el contexto político y social de sus feligreses.
Un profundo sentimiento de pérdida embargaba a aquéllos que asistieron a la misa, pero hubo pocas lágrimas. A través de los años, en varios momentos muchos temían que Don Samuel se convirtiera en un mártir y no llegara a morir de causas naturales. Recibió amenazas de muerte y creó enemigos entre aquellos que detestaban la idea de una iglesia que defendiera los derechos de los pobres y los pueblos indígenas, esto debido a que el poder y la riqueza de estas personas dependían de la preservación de condiciones similares a la esclavitud.
El obispo Ruíz tomó la decisión de arriesgar su propia vida. Su muerte a los 86 años puso fin a un largo peregrinaje terrenal que fue consistente y efectivo en las convicciones que defendía y que inspiró y tocó la vida de miles de personas que continúan un trayecto similar. La liturgia del lunes no hizo hincapié en la perdida, sino que destacó lo significativo de su vida y la creencia católica de que trascendió a una esfera superior.
Los restos mortales del obispo Samuel Ruiz fueron enviados a San Cristóbal, Chiapas para ser enterrado en la Catedral. Seguramente serán bien acogidos por los indígenas que acompañó por tantos años de su vida. Unos quince mil indígenas bajaron de las montañas para despedirlo cuando Ruíz partía de Chiapas, dando testimonio de las relaciones que forjó y el papel que desempeñó en sus vidas y en el movimiento para su liberación.
Esta última despedida nos recuerda que el profundo compromiso de Don Samuel con los derechos indígenas y la justicia social no se limita a un momento folklórico del pasado colorido de México, ni es su vida sólo un capitulo claramente escrito de nuestra historia religiosa y social. Su vida no es un legado. Algo que no ha muerto no deja herencia.
Aunque muchas de las personas que asistieron a su misa fúnebre han pasado a otras batallas y frentes, la muerte de Don Samuel es un recordatorio de las enormes tareas que quedan pendientes. El obispo Vera comenzó la misa declarando que “en estos tiempos oscuros, una estrella se ha levantado.” Las sombrías inclinaciones de cabeza entre los allí congregados —en su mayoría defensores de los derechos humanos y católicos que trabajan con los pobres— reflejaban el consenso general de que el ejemplo de Don Samuel da esperanzas y fuerza frente a uno de los peores momentos en la historia reciente de México para los pobres, indígenas y marginados.
Este recordatorio viene acompañado de un sentido renovado de responsabilidad para actuar. Nos anima a ver a través de la oscuridad de los tiempos y buscarnos los unos a los otros, al igual que él ayudó a unir los muchos y diversos individuos que lo honraron ayer. La muerte del “Obispo de los pobres” nos insta a seguir en el camino que él comenzó y a crear nuevos senderos de paz y de justicia.
Laura Carlsen es directora del Programa de las Américas del Center for International Policy en www.americas.org.