Por Olivia León
Desde el 2006, México vive una guerra conocida por insensata. La declaratoria de guerra contra las drogas por el expresidente Felipe Calderón (2006-2012) no solo llevó al país a un ciclo de violencia e inseguridad, sino que también marcó el inicio de un proceso de militarización que ha afectado varios sectores de la sociedad.
Calderón presentó las drogas como el nuevo enemigo público, un problema que hasta entonces no tenía la magnitud que él le atribuía. Esta estrategia, impulsada también por Estados Unidos, permitió desviar la atención pública hacia una supuesta crisis de inseguridad vinculada al tráfico y consumo de drogas. Sin embargo, lejos de resolver el problema, la violencia aumentó, sumiendo al país en una crisis de derechos humanos.
Desde entonces, las fuerzas armadas han tomado un papel cada vez más protagónico en tareas que antes correspondía a civiles, no solo en seguridad pública, sino también en áreas administrativas. La presencia de grupos armados no estatales (grupos de crimen organizado y autodefensas, por ejemplo) y la incapacidad estatal de responder ante eventos de violencia han sido consecuencias de esta militarización.
CONTEXTO
Dieciocho años después de la declaratoria de guerra por Felipe Calderón, hoy el mapa político, económico y social en el país también se ha complejizado. Por un lado, las instituciones públicas (debilitadas) se encuentran en una constante lucha de poder territorial. Existen complicidades entre elementos del Estado y el crimen organizado que se entrelazan, permitiendo la expansión del último. Agentes del Estado protegen y colaboran con grupos del crimen organizado, lo que agrava la situación de impunidad y seguridad en lo local y a nivel nacional.
En un contexto de tanta desigualdad, también éste es un factor que toca entender. En México, el hombre más rico del país posee lo mismo que la mitad más pobre de la población, unos 63.8 millones de personas. En México, estos niveles de pobreza y desigualdad se convierten en terreno fértil para que jóvenes se vean tentadxs a unirse al crimen organizado o al Ejército, reproduciendo, así, una lógica y narrativa bélica a lo largo del país. La investigadora Karina García ha identificado patrones comunes entre exmiembros del crimen organizado: pobreza, marginación, violencia y falta de educación formal. Estas condiciones crean un ciclo de violencia que es difícil de romper, donde la violencia se convierte en un camino para alcanzar poder y dinero, con una narrativa machista que glorifica la agresión y la dominación. Encuentra que existe una narrativa de reproducción de la violencia que es aspiracional, es decir que lxs jóvenes buscan tener más dinero y estar mejor posicionadxs que antes. Además el machismo se suma a la mezcla: “El discurso del narco también produce la idea de que “un hombre de verdad” tiene que ser agresivo, violento y mujeriego.”
EL AVANCE DE LA MILITARIZACIÓN EN MÉXICO
Por muchos años, las funciones militares en México se vieron limitadas a su mandato constitucional de defensa ante enemigos externos y ante desastres naturales. Sin embargo, en las últimas décadas hemos visto la exacerbación del proceso de militarización bajo el argumento de que las fuerzas armadas son las únicas que pueden mantener la seguridad pública frente al crimen organizado.
Desde 2006, el número de militares en las calles ha aumentado significativamente, mientras que el número de policías ha disminuido. Esta militarización de la seguridad pública se ve reflejada en el aumento en las funciones y el presupuesto de las instituciones militares, que en el sexenio de AMLO se expandió hacia la participación en la distribución de bienes y servicios, la construcción de infraestructura, el control migratorio y la administración de aeropuertos, entre otras tareas fuera de las tareas tradicionalmente militares.
Según los reportes anuales de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), en 2001 se desplegaron 19,893 elementos, en 2006 fueron 37,253 y en 2011, 52,690. El último informe que publicaron, en 2019, reportó el mismo número. La administración de AMLO desapareció a la Policía Federal, de orden civil y creó a la Guardia Nacional (en papel definida civil, pero el 82% gestionada y operada por militares), que hoy tiene las facultades de actuar, junto con los militares, en contra de grupos de crimen organizado. Por el contrario, desde el 2006, la cifra de policías desplegados en el país ha disminuido de unos 434,000 efectivos a 231,491 policías activos en 2019, según datos del INEGI. En los años siguientes, se observó una disminución en el número de policías, llegando a 225.544 en 2020 y a 221.281 en 2021. Para el 2023, el personal total de miembros de la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) fue de 143, 169 (sin contar a la Ciudad de México). El incremento de la presencia militar en terreno, el incremento de capacidades logísticas y administrativas y el aumento de presupuesto militar han ido en paralelo con el debilitamiento administrativo, logístico y en capacidades de buena parte de la seguridad pública con mando civil.
Todo ello es parte de un ciclo: al adquirir nuevas capacidades, los militares tienen mayor visibilidad y poder económico, social y político, y dicha ampliación de capacidades y de poderes implica incluso más poder político y la proliferación de valores y prácticas militares en esferas originalmente civiles.
EL IMPACTO EN LAS MUJERES Y POBLACIONES VULNERADAS
Una de las principales críticas que se le ha hecho a esta guerra es el impacto que ha tenido en la vida de las mujeres y otros sectores históricamente vulnerados. Desde 2006, hemos visto un cambio significativo en la frecuencia y el tipo de violencia que sufren las mujeres en el país. Mientras que de 2000 a 2006, 3 de 10 homicidios de mujeres fueron a mano armada, entre 2018 y 2020 esta violencia aumentó: 6 de cada 10 casos se perpetraron con arma de fuego. Este cambio está relacionado con la militarización y el flujo de armas, y la masculinidad militarizada, valores y normas dominantes en instituciones sociales que mantienen el orden social y político patriarcal así como con la expansión de valores militares que asocian la masculinidad con la violencia.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos (CoIDH) condenó el actuar de las fuerzas armadas mexicanas por desapariciones forzadas (Radilla Pacheco, 2009), ejecuciones extrajudiciales (Trueba Arciniega, 1998), tortura y violación de derechos procesales(Cabrera García y Montiel Flores, 2010) y agresiones sexuales en Fernández Ortega y otros (2010), Rosendo Cantú (2010) y Alvarado (2018). Además de demostrar el actuar violento e indiscriminado de las fuerzas armadas, estos casos paradigmáticos también reflejan la ausencia de mecanismos de rendición de cuentas por parte de la sociedad civil e incapacidad de la justicia ordinaria ante la institución militar nacional. Como lo ha señalado la Corte Interamericana en sus resoluciones, estos casos muestran las fuertes limitaciones institucionales que hay en las labores de investigación y para brindar justicia a nivel local y nacional en México.
4. FEMINISMOS ANTE LA MILITARIZACIÓN
Desde hace décadas, feministas y pensadoras han desafiado y cuestionado el poder militar y se han posicionado contra la guerra y la militarización. Recientemente, Silvia Federici llamó a un alto total a la guerra:
“Yo tengo el corazón roto con lo que está ocurriendo en Palestina y en otras tantas partes del mundo, es terrible. Si somos coherentes con lo que se dice cada 8 de marzo, cuando expresamos nuestra solidaridad con las mujeres de todo el mundo, debemos rechazar y oponernos cualquier tipo de guerra, debemos oponernos al incremento de gasto militar y a la ampliación de ejércitos. Cada vez vivimos en ciudades más militarizadas, más securitarias y punitivistas. El movimiento feminista debería dejar de perseguir a las mujeres que ejercen el trabajo sexual y centrarse en generar un movimiento que diga claramente ‘no’ a la guerra. No hay nada más violento que una guerra.”
Cynthia Enloe y Rita Segato han explorado cuáles son los efectos directos e indirectos de políticas de militarización en la vida cotidiana de las mujeres y ya han señalado cómo este tipo de dinámicas de poder y violencia estatal alimentan al patriarcado, ya que transforma las relaciones de género. Ann Tickner describió cómo la militarización y las políticas de seguridad militarizada tienen en sus raíces una profunda masculinidad, así como sus efectos en las mujeres y otros grupos históricamente vulnerados.
Las feministas del sur global han señalado que las experiencias latinoamericanas, africanas, asiáticas y caribeñas desafían las perspectivas feministas hegemónicas del norte global. Así, el feminismo desde el sur global incluye una contextualización histórico-cultural. Por ejemplo, Mohanty propone analizar, también, las estructuras de dominación y la historia colonial que moldean las realidades de las poblaciones, además de las desigualdades de poder por género. Rita Segato coloca como eje central la perspectiva política y contextual para entender las diferentes formas de articulación de poderes en la sociedad.
O sea: desde los feminismos hemos visto una crítica a las instituciones Estatales que perpetúan las violencias de forma sistémica, y las feministas del sur global han señalado la importancia de desmantelar, también, los desbalances de poder que hoy atraviesan territorios y poblaciones racializadas, de pueblos originarios, de zonas rurales, de mujeres y comunidades rurales, migrantes, jornaleras, trabajadoras del hogar y disidencias en estos territorios, como en América Latina. La militarización, sostiene Segato, es la continuación de prácticas coloniales de ocupación y de explotación: por un lado por su presencia físico y, por el otro, por la imposición de un modelo de desarrollo occidentalizado. Es crucial señalar que la opacidad de la que goza este cuerpo estatal permite y alimenta dinámicas de violencia sin que la sociedad civil conozca los detalles sobre qué, cómo y por qué, así como si cumplieron o no con los objetivos operativos. Desde aquí, nos toca señalar, deslegitimar y desmantelar este cuerpo estatal que históricamente ha violentado los territorios y los cuerpos de quienes han habitado estas tierras con cuidado y respeto. También, es fundamental exigir procesos participativos, transparentes y de rendición de cuentas como parte de las agendas feministas a lo largo de la región.
UNA AGENDA DE SEGURIDAD PARA MÉXICO
Hoy tenemos a un país con más de 115 mil personas desaparecidas y con una tasa de 24 homicidios por cada 100 mil habitantes. Además, hoy México sigue siendo un actor fundamental para la producción y tráfico de sustancias ilegales en el mundo.
Dieciocho años de guerra contra las drogas han demostrado que la estrategia militarista, prohibicionista y punitiva no han servido para disminuir el tráfico ni el consumo de drogas y han sido la causa del aumento en la violencia. Sin embargo, los tomadores de decisiones en el país invierten cada vez más en esta estrategia importada desde Estados Unidos. La promesa electoral de AMLO fue la del apoyo a los colectivos de búsqueda de personas y a los movimientos por la paz. Sin embargo, su administración decidió aumentar las capacidades operativas y presupuestales del Ejército en lugar de fortalecer más otras políticas que podrían construir una ruta más justa hacia una paz duradera junto con la sociedad afectada. Aunque los programas sociales enfocados en combatir la pobreza y la falta de oportunidades, particularmente de jóvenes en riesgo de ser reclutados por el crimen han avanzado con una asignación presupuestal significativa, no constituyen por sí solos una política de seguridad.
Desde hace décadas, la sociedad civil ha proporcionado una serie de propuestas alternativas para una estrategia de seguridad sostenida, integral y que atienda las problemáticas desde la raíz. Entre ellas, están los controles en la frontera del norte para limitar la entrada de armas ilegales a México; el fortalecimiento presupuestal y técnico hacia los cuerpos policiales municipales, estatales y a nivel federal; la gradual desmilitarización de la seguridad pública; campañas sostenidas de prevención de violencia en general y violencia de género en particular; la regularización de la marihuana para reducir el mercado ilegal y poder atender delitos de alto impacto; brindar atención con perspectiva de salud y de reducción de riesgos y daños a personas consumidoras de sustancias psicoactivas; y la implementación de un sistema de cuidados integral que proteja la dignidad de las personas independientemente de su identidad sexo-genérica, edad, ocupación o nacionalidad.
Varios medios de América Latina y el mundo han visto con buena cara la próxima llegada de una mujer a la presidencia de México. Desde aquí, sabemos que su género no implica una compatibilidad directa con las demandas de activistas, de mujeres, de feministas ni que privilegie los intereses de grupos históricamente vulnerados. Sin embargo, dentro de dos semanas, Claudia Sheinbaum tendrá la oportunidad de demostrarse aliada de la agenda progresista y feminista en México y en América Latina. Para ello, hará falta establecer diálogos participativos con grupos de feministas, defensorxs de la tierra y del agua, medios de comunicación, activistas, migrantes y otros tantos grupos de la sociedad civil que históricamente han sido expulsados de los espacios de toma de decisión.
Desde los feminismos hemos reconocido la urgencia por crear nuevos caminos hacia otra política y esta necesidad va mucho más allá que solo un cambio de sexenio.