Horas antes de que amanezca, frente al parque de la colonia Lázaro Cárdenas, Valle de San Quintín, hombres y mujeres embozados con paliacates se arremolinan en torno a los camiones destartalados que los esperan para llevarlos a los surcos. Trabajan a cambio de una paga irrisible por diez horas de trabajo, ya sea en el corte de fresa, arándano, mora, cereza, pepino, tomate, nopal o apeo de cebollas.
Así inician las jornadas todas las madrugadas. Las cinco de la mañana es buena hora para alcanzar trabajo menos pesado y mejor pagado que es de ciento cincuenta pesos al día, lo mínimo es de cien pesos para los que no alcancen los camiones que van a Rosario, que es donde pagan más.
“Vamos saliendo y pagando, la paga es de ciento cincuenta pesos,” ofrece uno de bigote que busca llenar su camión antes de que sean las seis de la mañana.
Cerca de ahí, varios hombres cuchichean en voz baja antes de decidir a cuál camión abordar. Primero comisionaron a uno de sus compañeros para que investigue en los camiones, cuánto es la paga y el lugar de trabajo. Una vez que el comisionado regresó con la información abordaron al camión.
“¿Dónde va ser el jale?” pregunta Pedro, encargado del grupo conformado por Juan, Luis, Raúl, Nicolás y Mirna. Todos llegaron embozados con lámparas en mano desde la colonia Nuevo México.
“A Rosario. Vamos a tapar cintas. Sí, terminamos como a las tres de la tarde,” contesta sonriente el de bigote, mientras anima a los demás a subir el camión 36.
Día después, Juan contaría que esa vez no taparon cinta, sino que los llevaron al corte de ejote, pero que ya no había, porque era repizca. “Es culero el dueño del rancho donde fuimos el martes. Como no había ejotes decidimos no trabajar, eso enojó al patrón y nos empezó a gritar ‘hijo de su puta madre, trabajen por eso los traje, a chingarle pinches huevones’ soltó el señor. Las mujeres si se asustaron mucho, así que decidieron trabajar, por setenta pesos”.
La historia de abuso patronal no es de ahora en Valle de San Quintín, el maltrato en los surcos se hizo costumbre para los jornaleros que se envejecieron sin alcanzar jubilación. Aquí no hay derecho de antigüedad, lo de saliendo y pagando es la nueva forma de explotación laboral, porque los patrones no tienen compromisos laborales con los trabajadores.
Acá los jornaleros prefieren trabajar bajo esta condición porque en su lugar de origen no hay ni empleo, y si los hay, el salario es por debajo de cien pesos. Guerrero, Oaxaca, Chiapas y Veracruz son estados que expulsa en su mayoría a la población indígena al norte del país.
En los días que trabajé de jornalero en saliendo-pagando encontré a menores de edad en los surcos. Como nadie les pide identificación ni otros documentos oficiales, ellos se camuflajéan con paliacates y ropa ancha que los hacen ver como adultos para pasar desapercibidos, aunque los patrones no les importan mucho eso. De todos modos, no hay contrato laboral.
No solo hay chavillos en los surcos, también corren de un lado a otro con sus pesados botes de tomate o pepino mujeres embarazadas y unos que otros ancianos que a duras penas caminan, por cincuenta o sesenta pesos cuando muy bien les va.
Para las mujeres es más pesado la jornada. Ellas se levantan a las tres de la madrugada, desde esa hora inician sus rutinas en cocina: preparar tacos de fríjoles y huevos (dieta diaria), de ahí servir el desayuno para el esposo, hijos mayores o hermanos que van a los campos, dejar comida para los pequeñines que van a las escuelas, y después de eso a correr a los camiones que los esperan.
No basta con eso, en los surcos son acosadas por los mayordomos (capataces), patrones y de vez en cuando por sus compañeros. Si una de ellas se envalentona a denunciar los acosos es más probable que sea despedida sin liquidación.
Así las cosas en San Quintín, donde un grupo de diez agro-empresarios explotan a más de 70 mil jornaleros que viven en condiciones paupérrimas en los 280 kilómetros del Valle. Estos agroindustriales conformaron el Concejo Agrícola de Baja California.
Mauricio Castañeda Castro, dueño del rancho Berry Veg de Baja, S.A. de C.V; Conrado González Sandoval del rancho Don Juanito; Felipe Ruiz Esparza Arellano del rancho Seco o rancho Magaña–él pidió la intervención de la fuerza pública federal y estatal el 9 de mayo de 2015 para desalojar a los jornaleros que protestaban por aumento salarial. En la refriega cientos de colonos de la colonia Lomas de San Ramón fueron brutalmente golpeados. El argumento del cacique fue que los jornaleros intentaron incendiar su rancho.
Otros de los explotadores de Valle son: Julio Meza Virgilio propietario del rancho Agrícola Santa Mónica; Hugo Becerra Ramírez de rancho Nuevo Produce, S.A. de C.V; Agustín Penagos, SPR Olivarera de Baja California; Ramón Silva Martínez, Sociedad Agrícola Bella Vista, SPR de RL; Gilberto Olmos, rancho Calandrias; y Salvador García Gutiérrez, poseedor de rancho San Vicente Camalú, SPR de RL.
Corte de chile en Rosario
El lunes, cuarto día de mi estancia en San Quintín. Mi despertador sonó a las cuatro de la madrugada para ir a mi nueva jornada. Antes de llegar al parque donde más de cincuenta camiones esperan a los jornaleros, pasé donde la señora Débora por mi itacate. Ahí varios hombres flacuchos esperan lo suyo. Ni uno sabía cuál sería su destino de ese día.
Con los pasos más alargados que de costumbre llegué donde volví a escuchar “ciento cincuenta pesos, saliendo y pagando”. Esta frase suena a canto mañanero para los jornaleros que suben a los camiones con ranchos desconocidos.
Al llegar a los camiones veo a cientos de hombres y mujeres formados esperando su turno para abordar, entre empujones y gritos pelean los asientos. Allí no hay caballeros, nadie cede sus asientos, así que todos viajan parados o colgados de la puerta. Algunos empiezan a sacar sus tacos y entre pláticas comen y beben sus tasas de café.
“Come chavalo, ahora que se puede, porque no creo que nos dé tiempo de almorzar cuando lleguemos a Rosario, es algo retirado,” recomienda un muchacho delgado de unos 25 años a su amigo que lo acompaña.
Entre los jornaleros de ese día, se distinguía a varios adolescentes por sus formas de hablar, un lenguaje propio de los chavos en San Quintín: “A ver cómo nos va ahora, ayer si echamos barra (relajo) durante el día, ya ven el mayordomo que nos tocó no se agüitaba”, suelta un moreno que se apura a encender su cigarrillo.
“Voy a ser feliz / contigo o sin ti / ya he sufrido tanto y decidí / que voy ser feliz / contigo o sin ti / yo no sabía olvidar / pero aprendí…” retumba en el camión mientras pasamos en la gasolinera Los Pinos, propiedad del rancho Los Pinos o de los hermanos Rodríguez, las muchachas repiten a coro la vieja canción del cacique de Juliantla, Guerrero. Joan Sebastián.
Mientras el ruletero pone música grupera de los noventa, en la última fila de los asientos, un grupo de chavos encienden su primer cigarrillo de mariguana. Esto no parece preocuparles a los que ahí viajan, uno que otros muy discretos aspiran el humo que huele a petate viejo o a orégano, sin dejar de acompañar a sus artistas del momento.
Después de una hora de viaje, entre olor a mariguana y canto en el camión llegamos al ejido el Rosario. Ahí un viejo mal encarado nos recibió; a los jornaleros ni un saludo de buen día, pero al chofer del camión la bienvenida fue cálida.
“Qué bueno que llenaste el camión,” dijo el viejo.
“Se quedaron varios que ya no alcanzaron subir. Hubieras dicho antes para decirle a mi compañero para que echara un viaje,” contestó el chofer, mientras se sobaba la panza.
La plática entre el viejo y el chofer continúaba, mientras que los jornaleros que no pudieron almorzar en el camión durante el trayecto, sacaron de su mochila sus tacos para comer. Lo hacen parados y rápidos, antes de que el patrón los vea. Dos o tres mordidas y un sorbo de agua o café fue suficiente, a guardar las bolsas de las comidas y a esperar órdenes.
“Tú y tú, fórmense ahí!” ordena el viejo.
Unos 15 o 20 hombres fueron elegidos. Hasta esa hora no se sabe si el viejo es mayordomo general o mayordomos de cuadrilla. Lo cierto es que los jornaleros seleccionados no cortarán chile, sino que harán a otro trabajo distinto a lo que fueron llevados por ciento veinte pesos.
Cuando los seleccionados fueron enviados a realizar otro trabajo, el viejo nos entregó un bote de 20 litros a cada uno. “Hoy vamos a cortar chile, ya saben cómo se hace, así que no estén preguntando. La paga es siete pesos por cada bote que llenen. Si hacen 20, pueden ganar ciento cuarenta pesos, así que apúrenle, llegaron tarde y todavía no empieza” regaña ahora el viejo que está enfundado en su chamarra de mezclilla.
Tomé mi bote y empecé a pizcar. A mi lado derecho va una muchacha delgada, de unos ciento cincuenta centímetros de estatura, usa paliacate rosa mexicana que le cubre todo el rostro, una gorra azul y sudadera gris, la capucha sirve a la vez un segundo gorro, botas negras y pantalón rojo. Después de dos surcos, me dijo que es madre soltera, además su nombre– Margarita Solano.
Para una madre jornalera su cotidianidad es “ir al trabajo para dar de comer a sus hijos,” dice Lucila Hernández, líder indígena en San Quintín, “dejándolos solos con un adulto mayor, o el hermano más grandecito, en riesgo de maltrato, de abuso y hasta de muerte, o quedarse y desfallecer de hambre junto a ellos”.
Al surco de lado izquierdo, va Rubén. El, igual que Margarita, anda cubierto de pies a cabeza, como tratando de ocultar su edad. Es más callado. Con un poco de ayuda con su surco se animó a hablar, dijo que es de Olinalá, Guerrero y que tiene 16 años. Además fue papá a los 15 años, por eso se vio obligado trabajar de jornalero.
La gran mayoría de los muchachos que trabajan en saliendo y pagando tienen pareja como Rubén, muchos están juntados con mujeres que les rebasan en edad.
Entre plática con los compañeros de los surcos supe que el viejo gruñón es el dueño del cultivo y es el que más maltrata a sus trabajadores. El nunca contrata a los jornaleros de manera directa, siempre lo hace a través de los transportistas o camioneros. Así, él evade cualquier demanda laboral que se les presente.
A mediodía el mayordomo de cuadrilla gritó lo más que pudo: “Vamos a comer, ya es hora”, así que todos dejamos la tarea y nos encaminamos al camión donde dejamos las mochilas.
Acá, no hay carpas o mesas que sirvan de comedor como en otros ranchos. Los jornaleros buscan algunas piedras donde sentarse a comer. Todos comimos desganados, el cansancio y los tacos fríos hicieron que le perdiéramos sabor a la comida.
Por más que le apuré, no logré más que cortar nueve botes de chile, así que hice mi cuenta de cuánto iba a ganar ese día. Ya formados para abordar el camión el viejo me extendió un sobre con 63 pesos, del cuál iba pagar mi comida del día, por el itacate y la comida caliente que me sirvió la señora Débora, fue 150 pesos.
De regreso a la colonia Lázaro Cárdenas, el conductor de nuevo puso música, ahora de Marco Antonio Solís. El olor a cannabis brotó en los asientos de atrás y las chicas a todo pulmón cantaban. En una parada los chavos bajaron a comprar cervezas y chuchería, en ese recorrido la mayoría gastó todo su dinero, llegaron a la casa como salieron, sin nada de dinero.
Saliendo y pagando, trabajo de golondrinos
Lorenzo Rodríguez me recibió en la casa de su suegro el domingo, una semana después que llegué al Valle. Luego de saludar entró a la cocina a preguntar a su esposa si ya estaba listo el almuerzo, pidió que pasara a la casa, a su compañera le dijo que avisara en cuanto estuviera servido la mesa. Salió arrastrando dos sillas.
“Pasa al patio mientras terminan de cocinar,” dijo alargando la mano con una silla.
Él es un muchacho de apenas 27 años de edad, con una hija de dos años y un largo recorrido en los surcos. El 28 de noviembre de 2015 fue electo secretario general del Sindicato Independiente Nacional Democrático de Jornaleros Agrícolas–el más joven de los líderes sindicales en el país.
El novel dirigente sindical habló esa mañana con el reportero de la lucha de los jornaleros en el Valle de San Quintín, así como de su experiencia en el sindicato.
Entre la plática, Lorenzo contó que estudió un año en el Colegio de Bachilleres de Baja California. Antes de juntarse con Otilia Velazco, ahora su esposa, fue migrante en los Estados Unidos donde regresó para seguir de jornalero, primero en Berry-Mex, luego rancho Los Pinos y después recorrer casi todos los ranchos trabajando como golondrino, así como él lo dice a los que se alquilan en saliendo y pagando.
Cuando habla de saliendo y pagando, lo primero que dice es que “es un tema muy complejo”, luego empieza a hilar su idea.
“Se podría decir que tiene su pro y su contra, pero si se analiza bien lo de saliendo y pagando, en realidad no les beneficia, la mayoría de los jornaleros viven al día, a mucho les ayuda cuando van llegando, sin embargo, esto es muy distinto, aquí no hay de otra, trabajar por cien o ciento cincuenta pesos si corres con suerte”.
En Oaxaca, terminó la secundaria. Al terminar la clausura, empacó sus ropas para viajar a San Quintín, donde le dijeron que estaba el paraíso laboral. Pero no fue así, en cuanto llegó al Valle, empezó a trabajar por la mañana en Berry-Mex, al terminar la tarea, por la tarde se iba a la escuela.
A los 15 años de edad, se metió a los surcos como jornalero: “Yo no quería ser Jornalero, por eso estudiaba mi bachillerato aquí en el Valle, siempre desee estudiar leyes para defender a la gente, pero no me alcanzaron las cuerdas y dinero”.
Aún no termina de gesticular la última palabra que está por soltar cuando sale su esposa a decirle que ya está listo el almuerzo. “Vamos” contesta y pide que pase al comedor.
En un cuarto que sirve de cocina y a la vez de comedor, la esposa de Lorenzo sirve pollo frito y salsa verde. Regresa a la estufa a voltear la tortilla de harina que dejó en el comal antes de llevar los platos a la mesa.
Entre la plática, Lorenzo cuenta de los surcos: “Saliendo y pagando no es ni una garantía de trabajo, ahí no piden documentos, pero tampoco te dan seguro social o derecho de antigüedad, pero a los jóvenes si les sirve cuando quieren trabajar, muchos con apenas 14 años, otros que trabajan por este concepto son los centroamericanos y de los estados del Sur que van llegando al Valle”.
Situación de la mujer en los surcos
Mientras cortamos fresas en el rancho El Molino, Adela, una mujer de 145 cm de estatura, con unos kilos demás en el cuerpo, cubierta con paliacate morada y un gorro que le cubre del sol, platica despreocupada de su vida como jornalera. “Llegue hace 30 años, cuando apenas tenía 12 años y desde entonces trabajo de jornalera, siempre lo hago de saliendo y pagando”.
Agrega, “Esto es Canería, se hace para rebanar la cola de las fresas. Se les quita la coleta verde, con este cuchillo filoso, hay que tener cuidado en este trabajo porque es muy peligroso, aquí los accidentes son constantes durante el día, las fresas pasan por estos dos agujeros de la cuchilla, muchos de los trabajadores abandonan la jornada cuando se accidentan y se van a sus casas para curarse porque la empresa no paga servicio médico”.
Con Adela seguimos platicando. Ese día escuché historia desgarradora que la jornalera contó, cuando trabajó en Berry-Mex en temporada de fresas.
“Cuando cortamos fresas, el rancho ponía una mesa alargada y dos revisadores, quienes procuran que las frutas no estén maltratadas y vayan bien colocadas en los básquets que contienen cada caja (12 por caja), los revisadores tardan en revisar la caja, porque son muy meticulosos en su revisión”.
La revisión es rápida, mientras no esté el mayordomo general o el dueño. Aquí en el rancho el Molino, Carlos Haifer revisa que las fresas vayan bien cuidadas, él es dueño del rancho y se aboca a supervisar que los trabajadores cumplan con los estándares de calidad que le demanda Driscoll’s, una trasnacional que compra todos los frutos rojos que se cultivan en el Valle.
“¿Cuánto tiempo tardas en ir y venir con tu caja?” le pregunto a Adela.
-Los revisadores pueden tardar de diez a quince minutos en aprobar las cajas, esto provoca que haya filas esperando su turno. Si hay una o más fresas maltratadas, lo regresan para ordenarlo de nuevo, mientras perdiste una hora en lo que esperaste formado para entregar.
“Sí el jornalero reincide ¿qué le hacen?” quiero saber.
“El mayordomo general ordena al de cuadrilla romper la tarjeta donde se anotan las cajas que cortó en la jornada, eso significa que el trabajador o trabajadora es despedido sin la paga. Esto pasa en Berry-Mex y otros ranchos, hasta ahora no me ha tocado esto aquí”, agrega.
Escuchar a Adela en los surcos me llevó a buscar a las jornaleras para conocer su situación en el Valle, platiqué con cien de ellas, ochenta dijeron haber sido víctimas de acoso sexual, por los mayordomos de cuadrillas, general y patrones en los surcos y veinte confesaron haberlo sufrido por sus compañeros.
A las jornaleras les piden regalos, cervezas, carne y panes del Sur, de Oaxaca son las preferencias, además de sexo para que las puedan emplear en los surcos. Así lo escribe una jornalera en una tarjeta que entregó al reportero: “Mejor conocido como Don Paz, de la colonia Benito Juárez trabaja con rancho Don Juanito, siempre pide un 24 de cervezas para dar trabajo, a las mujeres les dice que si se portan bien con él van a ganar sin trabajar”.
El resultado final de las entrevistas con las jornaleras, es la siguiente: rancho Don Juanito ocupa primer lugar en acoso sexual y maltrato verbal; le sigue Berry-Mex que concentra la demanda de las jornaleras por carga de tarea y acoso; en tercer lugar, se ubica rancho de Chava García; el cuarto lugar es para rancho Los Pinos que tiene quejas de carga de trabajo y maltrato, en ese orden siguen las demás empresas, las mujeres que se quejaron son trabajadoras eventuales.
Lucila Hernández insiste mucho sobre el salario de las jornaleras: “Una jornalera necesita 160 pesos a la semana para el pago de una guardería de la Secretaría de Desarrollo Social (SEDESOL), aparte llevarles un lonche (tacos) y artículos personales. Esto casi suma 250 pesos por niño. Si son más de dos niños resulta imposible cuidarlos. Por eso suceden las tragedias como la que acaba de pasar donde dos niños murieron, otro muy grave”.
Después de una semana de jornada recorrí el Valle, de El Rosario a Punta Colonet. En el recorrido se puede constatar la falta de guarderías, y las que hay no tienen el horario que las jornaleras necesitan, de cuatro y media de la mañana a siete de la noche.
Último día en el rancho los Eucaliptos
Los tractoristas, garrafas en mano, llenan los tanques de los tractores. Cerca de ahí unos muchachos desayunan tacos de frijoles, y para desatorarse la comida beben café unos, otros refrescos y agua. La jornada aún no inicia, pero los gritos se arrecian entre maquinistas y camioneros.
Juan Jiménez, al escuchar el grito del mayordomo general, apresurado guardó su comida en una mochila negra, que a unos metros el olor a “queso rancio” del bolso rebaza la frontera entre los alimentos de los jornaleros.
Un día antes, Juan me platicó de ese rancho. Dijo que la paga es de doscientos pesos y que es más tranquilo el trabajo. “Ahí pagan bien vato loco; además puedes echar barra, bueno tus doscientos varos si lo sacas. Ayer cortamos pepinos, pero también hay mora, ahí sí conviene porque te pagan más, joms”.
Él vive en el ejido General Leandro Valle a quinces minutos a la colonia Lázaro Cárdenas, en un cuarto de tres por tres. Originario de la comunidad ñuu de Cuanacaxtitlán, municipio de San Luis Acatlán, Guerrero, Juan llegó primero en 2013 al Valle, después de haber trabajado en el corte de tomate en Sinaloa donde escapó de la guardia que custodiaban la empresa agrícola.
En mayo regresó a Guerrero para inscribirse en la Universidad Autónoma de Guerrero (UAG), pero no alcanzó fichas que la máxima casa de estudio dispuso en su portal de internet. Esto lo obligó a regresar a San Quintín. En ese viaje de regreso viajé con él.
Cuando pasamos en Cruz de Elota, municipio de Mazatlán, Sinaloa, me contó de cómo vivió en ese campo agrícola.
“La paga de aquí es peor que en San Quintín–por cortar una cubeta de tomate te pagan cincuenta centavos. En temporada de lluvia trabajas entre el lodazal y si no logras tu tarea al otro día te castigan, así que tuvimos que escapar en la cajuela del camión con otros paisanos. Ellos regresaron al pueblo y yo me fui a la Baja a buscar a mi jefa”.
Quedé de esperar a Juan el viernes en la contra esquina del 67 Batallón de Infantería, no sin antes el me marcaría para avisar que su camión salió de Leandro Valle.
Cinco minutos de espera fue suficiente. El camión se detuvo y él salió a indicar que abordara, en cuanto subí ojee de un lado a otro para buscar un espacio donde sentar, pero no había cupo.
Después de medio almorzar nos indicaron que abordáramos el camión para ir al área de trabajo, mientras el mayordomo general seleccionaban unos hombres que llevará a hacer otra actividad distinta a la nuestra, además de salario.
“¿Dónde vamos, mayor?”, preguntó Juan.
“Tú súbete y no hagas preguntas”, regañó el mayordomo, mientras contaba a los que subían al camión.
Llegamos a la malla sombra, ahí un muchacho de unos 160 cm. nos recibió junto con el mayordomo general. Entre los dos hicieron el registro, y conforme avanzamos nos entregaban una cubeta, una tijera, un pedazo de cartón, el número que nos corresponde de la lista y una tarjeta de donde anotar los botes de pepinos que cortemos.
“¿Cómo te llamas?”, me preguntó el muchacho, con un español golpeado.
“Juan Antonio García”, contesté.
“Ten. Este es tu número y la tarjeta, cada vez que vacíes tu bote de pepino, pasa conmigo para que perfore tu tarjeta”; ordena en un español que suena más a Centroamérica que de la Montaña de Guerrero.
En cuanto entraron todos los jornaleros a la malla sombra, inició la carrera por los pepinos. El silencio se apoderó en lo surcos, sólo se oía tac tac tac de los botes cuando caían los pepinos y el paso alargados de los peones.
En la plataforma donde está montada la tara de tres metros de largo y dos de ancho se depositan los pepinos. Arriba dos hombres vigilan que no vaya fruto tierno, cuando alguien llega con su bote medio lleno lo regresan o si hay tiernos hacen lo mismo, el grito es ensordecedor: “Hijo de puta, fijen bien lo que están haciendo, corten buenos o le quitamos su bote”.
El corte duró dos horas. Por ser repizca, no todos lograron la meta–el más rápido cortó más de 50 botes, los más lentos sólo cortaron 25 botes. En mi caso alcancé llenar 36 botes.
En cuanto entraron todos los jornaleros a la malla sombra, inició la carrera por los pepinos. El silencio se apoderó en lo surcos, sólo se oía tac tac tac de los botes cuando caían los pepinos y el paso alargados de los peones.
El mayordomo preguntó a los jornaleros si querían seguir con otra tarea o preferían comer primero, todos dijeron que a comer.
Salimos de la malla, nos fuimos al camión por las mochilas donde teníamos la comida. Los jornaleros buscaron donde sentarse, pero no encontraron, la mayoría optó por sentarse en alguna sombra a comer, sin importar que a unos metros hubiera excrementos.
Mientras comían, llegó una camioneta de doble cabina. Se estacionó en la entrada de la malla sombra. Los jornaleros se acercaron a comprar refrescos y dulces, Juan preguntó si quería cervezas, le dije que no. Después quise saber si ahí se venden bebidas alcohólicas, a lo que él contestó que el de la camioneta siempre vende cervezas.
Media hora después llegó el muchacho de español golpeado con unas escaleras, unas chuecas y otras de plano que no sirvían. Los peones escogieron la mejor pero no había más. “Esta escalera no sirve, si me caigo ustedes no van a pagar la curación si me los rompo”. “Es lo que hay”, contestó el mayordomo.
Tomé una escalera y regresé al surco a desbrotar la planta de pepino. Juan me ayudó terminar mi surco, mientras eso ocurría el olor a mariguana se expandió en la malla sombra, y el grito surgió entre los trabajadores, “Inviten, no sean culeros”, gritó uno, “sólo un toque”, revira otro en la esquina. Ahí donde fuman anda puros adolescentes.
Por el surco me pagaron 40 pesos y por los 36 botes, 81 pesos, en total la paga del día fue de 121 pesos, aunque sólo me pagaron 120, el peso se perdió en la cuenta de la contadora de la empresa.
Salimos de trabajar ese día, con un abrazo. Con nostalgia despedí a Juan Jiménez quien se quedó en el Valle, a redoblar esfuerzo porque debe de pagar renta, comida y pasaje por mil pesos que gana a la semana. Ahí, de los 70 mil trabajadores del campo, un promedio de 50 mil pagan rentas y servicios médicos. Los gruesos de los jornaleros actuales son jóvenes.
Este reportaje forma parte de la serie “De la pobreza a los surcos” sobre el trabajo jornalero en el norte de México y la pobreza extrema de las comunidades del sur de donde salen los y las jornaleros. Para ver los otros reportajes de la serie escritos por Kau Sirenio dar click AQUÍ.
Kau Sirenio Pioquinto, (Cuanacaxtitlán, Guerrero), periodista ñuu savi (indígena). Fue reportero del periódico El Sur de Acapulco y La Jornada Guerrero, locutor de programa bilingüe Tatyi Savi (voz de la lluvia) en Radio y Televisión de Guerrero y radio Universidad Autónoma de Guerrero XEUAG en lengua tu’un savi. Actualmente es reportero del semanario Trinchera.