“¿Te hubieras imaginado de verme aquí?”, dice con una sonrisa Myrna Lazcano Olivares, sentada a mi lado en su casa de Nueva York. “No, de verdad, no me lo esperaba”, le contesto sintiendo su mano apretar la mía.
La historia de Myrna es la historia de un dolor que se convirtió en una lucha tenaz y exitosa. Separada por sus hijas a causa de las leyes migratorias de Estados Unidos, logró reunirse con ellas y tal vez crear un antecedente jurídico que permita a otros padres que se encuentran en la misma situación –unos 200mil hasta 2012- logren juntarse otra vez con sus hijos. Y lo hizo entregándose voluntariamente a la Policía Migratoria de Estados Unidos.
Conocí a Myrna al principio de abril, cuando me subí a la Caravana por la Paz, la Justicia y la Dignidad, que viajó desde Honduras hasta Nueva York para pedir a la ONU el fin de la guerra a las drogas. Sentada a mi lado durante un largo viaje en autobús en territorio mexicano, Myrna me contó que migró a Nueva York desde Puebla en 1998. Allá encontró a un hombre y nacieron sus dos hijas, Heidi y Michelle.
Después de 15 años de vivir en Nueva York, Myrna viajó a Puebla para visitar a su mamá. Allí se topó con una situación de violencia y la falta de oportunidades económicas. Sin papeles, tomó la difícil decisión de volverse a Estados Unidos “de mojada”.
“Michelle [su hija menor] iba a cumplir seis años y le había prometido que íbamos a cortar su pastel juntos. Tenía la necesidad de llegar a Nueva York”, recuerda la mujer.
Durante su camino por el desierto de Arizona, Myrna fue interceptada por una patrulla fronteriza, llevada a un centro de detención de migrantes y al fin deportada a su patria con las manos y los pies esposados y con la orden de no regresar a Estados Unidos durante 10 años. Mientras, su esposo y sus hijas, de nacionalidad estadounidenses, seguían en Nueva York.
Al contarme su historia, a pesar de la tristeza y de las lagrimas que escurrían en su rostro, Myrna retomó fuerza cuando habló de su trabajo de defensora de derechos humanos en la Asamblea Popular de Familias Migrantes (APOFAM).
“Toda esta frustración ahora se convierte en lucha. Sé que puedo aportar algo a mi comunidad y por el resto de los niños que se han quedado sin sus padres por causa de las deportaciones. Una madre nunca se cansa de luchar para estar con sus hijas”, dijo.
Leyes injustas, familias rotas
Las leyes migratoria de Estados Unidos son una barrera que impide a las mujeres deportadas reunirse con sus familias, mientras que la inseguridad que se vive en México es lo que las obstaculiza en traerlas al país.
Angélica María Díaz, otra integrante de APOFAM que participó en la Caravana por la Paz, la Justicia y la Dignidad, tuvo su primera hija en Estados Unidos. Después de seis meses de vivir allá, en 1995 se mudó con su marido y su bebé a Tacupa, en Michoacán, donde nació otra niña.
“Todo estaba bien, hasta que empezó a llegar mucha gente armada”, relata Angélica. “A los 14 años mi hija mayor era muy perseguida y amenazada por personas que la querían obligar a llevar droga a unas casas solas, donde habían personas armadas. Tenía mucho miedo y yo no sabía qué hacer”.
Siendo que la muchacha tiene nacionalidad estadounidense, Angélica decidió mandarla a vivir en Estados Unidos con su hermana, donde hoy trabaja y estudia medicina. También la otra hija migró y Angélica, a pesar del dolor de vivir lejos de ellas, prefiere que se queden allá para protegerlas de la violencia, y para darles mejores posibilidades de estudios.
La fuerza de la solidaridad
Cuando la Caravana por la Paz, la Justicia y la Dignidad llegó al puerto fronterizo de Nuevo Laredo (Tamaulipas) para cruzar la frontera con Texas, Myrna se veía nerviosa y preocupada. Con gran alegría ya se había reencontrado con sus hijas en Monterrey, después de tres años de no verlas. Ahora estaba a punto de enfrentar el día más difícil.
Myrna se encaminó por el puente internacional enseñando un cartel que decía “Mis hijas me extrañan y no son culpable de que yo sea migrante”. Sus hijas caminaban a su lado y los integrantes de la caravana detrás de ella, mientras que los medios de comunicación le seguían cado paso. Una vez alcanzada la línea que señalaba el comienzo del territorio estadounidense, se entregó a las autoridades y entregó su petición de asilo político.
Los activistas que acompañaban el caso de Myrna se esperaban que hubiera sido detenida en la frontera durante un par de semanas, y de allí trasladada a un centro de detención.
“Por lo regular es ese el proceso, aunque típicamente más cruel, ya que se aísla la persona completamente de la comunidad y muchas veces ni siquiera se sabe su paradero por días o semanas”, explica Juan Carlos Ruiz, sacerdote de la Iglesia de Sion de Nueva York, y defensor de derechos de los migrantes que acompañó el caso de Myrna.
Sin embargo, cuando los integrantes de la Caravana terminaron los tramites migratorios y lograron reunirse en Laredo (Texas), llegó la noticia inesperada–en pocas horas, Myrna habría sido liberada. Sus hijas se abrazaron y lloraron, esta vez de felicidad.
“A Myrna le otorgaron un estatus condicional por un año, dándole el tiempo para que pueda presentar los documentos necesarios para su estadía en los Estados Unidos de Norteamérica”, explica Juan Carlos Ruiz. “El escenario es esperanzador ya que creemos que hay amplía evidencia de que las condiciones violentas y la política de impunidad que se está viviendo en México no son apropiadas”.
Ahora, sentada en su casa de Nueva York, rodeada por su familia y sus cosas, Myrna relata lo que pasó en la estación fronteriza entre Tamaulipas y Texas donde un hombre le advirtió, “A los mexicanos no le damos asilo. Si cruzas la puerta te vamos a arrestar”.
Entonces, mientras más de cien personas de la Caravana gritaban “¡No estás sola!”, de repente, le preguntó: “¿Usted piensa ir hasta Nueva York?”
“Sí, pensaba llegar allá con la caravana”, le dijo Myrna, y se sorprendió cuando le contestó, “Sí,–le dijo—“usted se va a ir hasta Nueva York”.