Las mujeres detrás los surcos de San Quintín

Mientras cortamos fresas en el rancho El Molino, Adela, una mujer  rolliza de un metro y medio de estatura, cubierta con paliacate morado y un gorro que la protege del sol, platica despreocupada de su vida como jornalera.

“Llegué hace 30 años, cuando apenas tenía 12 años y desde entonces trabajo de jornalera, siempre lo hago de ‘saliendo y pagando’”. Luego Adela explica, “Esto es Canería, es para rebanar la cola de las fresas. Se les quita la coleta verde, con este cuchillo filoso, hay que tener cuidado en este trabajo porque es muy peligroso, aquí los accidentes son constantes durante el día, las fresas pasan por estos dos agujeros de la cuchilla, muchos de los trabajadores abandonan la jornada cuando se accidentan y se van a sus casas para curarse porque la empresa no paga servicio médico”.

Adela cuenta que trabajó en BerryMex: “Cuando cortábamos fresas, el rancho ponía una mesa alargada y dos supervisores, quienes procuran que las frutas no estén maltratadas y vayan bien colocadas en los básquets que contiene cada caja (12 por caja). Los supervisores tardan en revisar la caja, porque son muy meticulosos en su revisión”.

La revisión es más rápida, mientras no esté el capataz general o el dueño. Aquí en el rancho El Molino, Carlos Haifer revisa que las fresas vayan bien cuidadas. El es dueño del rancho y se aboca a supervisar que los trabajadores cumplan con los estándares de calidad que le demanda Driscoll’s, una trasnacional que compra todos los frutos rojos que se cultivan en el Valle.

-¿Cuánto tiempo tardas en ir y venir con tu caja? -le pregunto a Adela.

-“Los supervisores pueden tardar de 10 a 15 minutos en aprobar las cajas, esto provoca que haya filas esperando su turno. Si hay una o más fresas maltratadas, lo regresan para ordenarlo de nuevo, mientras perdiste una hora en lo que esperaste formado para entregar. Pero si regresas con las fresas maltratadas el mayordomo general ordena al de cuadrilla romper la tarjeta donde se anotan las cajas que cortaste en la jornada, eso significa que el trabajador o trabajadora es despedido sin la paga, esto pasa en BerryMex y otros ranchos, hasta ahora no me ha tocado esto aquí” agregó.

Escuchar a Adela en los surcos me llevó a buscar a las jornaleras para conocer su situación en el Valle. Platiqué con cien de ellas. Ochenta dijeron haber sido víctimas de acoso sexual, por los capataces de cuadrillas y patrones en los surcos y veinte confesaron haberlo sufrido por sus compañeros.

Una jornalera me escribió una tarjeta donde me relató su experiencia: “Mejor conocido como Don Paz, de la colonia Benito Juárez que trabaja en el rancho Don Juanito, siempre pide un 24 de cervezas para dar trabajo. A  las mujeres les dice que si se portan bien con él van a ganar sin trabajar”. La mayoría de los acosos sexuales ocurren justamente en ese rancho Don Juanito, pero en otros ranchos también se dan estos casos.

Lucila Hernández insiste mucho sobre el salario de las jornaleras: “Una jornalera necesita 160 pesos a la semana para el pago de una guardería de la Secretaría de Desarrollo Social (SEDESOL), aparte llevarles un lonche (tacos) y artículos personales. Esto casi suma 250 pesos por niño. Si son más de dos niños resulta imposible cuidarlos. Por eso suceden las tragedias como la que acaba de pasar donde dos niños murieron y otro está muy grave”.

En el Valle de San Quintín hay guarderías pero ninguna abre a las cuatro de la mañana, hora en que las mujeres empiezan a trabajar. Para las mujeres es más pesada la jornada–se levantan a las tres de la madrugada para cocinar: preparar tacos de frijoles y huevos (dieta diaria), luego le sirven el desayuno a su esposo, hijos mayores o hermanos que van a los campos. Luego ellas también se apuran para llegar a los camiones que las transportarán a los ranchos.

Inés, la partera

Un abanico no es suficiente para refrescarse, el calor no cesa y más en ese cuartito que asfixia a los que entran a saludarla. Sus mandíbulas se mueven bastante rápido ante tantas preguntas que le llueven, su brazo derecho hace lo propio para ahuyentar a las moscas que interrumpen la plática. Ese día se habla todo, sobre todo de mujeres y de los jornaleros, durante ese tiempo no desdobló las piernas que mantuvo cruzadas a la orilla de su camastro.

Con una risotada de oreja a oreja, a sus 70 años Inés López Lázaro sabe muy bien lo que es vivir donde la explotación es el pan de cada día. Aunque presume de vez en cuando de los partos que les tocó atender desde que llegó a Las Pulgas, lugar que se convirtió en el campo agrícola más reconocido en el país desde los años treinta, y de cuando se sembraron los primeros trigos y de ahí siguieren otros cultivos.

“¿Qué te puedo decir? Me siento bien por lo que hice, en Las Pulgas atendí 78 partos, todos los niños están vivos” comenta con una calma que invade su hogar.

Entre la plática surgen sus recuerdos del campamento Las Pulgas. Llegó por primera vez cuando salió huyendo de la pobreza de Santa Inés del Monte Xachila, Oaxaca a mediados de los setenta con la ayuda de su hermano mayor quien nunca regresó a su pueblo. Eso ha sido su vida desde que llegó a San Quintín hace más de 40 años.

Inés relata su vivencia en Las Pulgas donde residió más de 26 años. También habla de mujeres que sufrían del acoso sexual en los surcos por los capataces. Además de la violencia intrafamiliar que se vive por el alto índice de alcoholismo en la región.

De los recuerdos que no le dejan tranquila desde que vive acá, salta la el del día que llegó al Valle: “Cuando llegamos no había buenas casas. Los cuartos eran de láminas negra, esa vez  nos trataron mal, acá a toda la gente se le trataban mal. Había personas que se morían de hambre cuando llovía; recuerdo que en 1992 se cayeron los puentes, unos paisanos de Oaxaca me hablaron que venían tres trailers de comida, pero esa comida no llegó a nosotros”.

Con voz casi inaudible por el lloriqueo de su nieto que le pide diez pesos para su chuchería, Inés retoma la plática: “Las despensas sí llegaron sólo que no fue para nosotros sino para los hermanos Rodríguez quienes los vendieron a cinco pesos la bolsita. Afortunadamente yo no batallé mucho por no obtener la comida, tenía mis despensa almacenada porque atendía un comedor donde le daba de comer a los trabajadores”.

A los jornaleros que llegaban en el campamento Las Pulgas los llamaban “abonados” (jornaleros que comían y pagaban a la semana). La mayoría de ellos acudían con la señora Inés porque era la que les vendía la comida a bajo precio y les daba fiado hasta dos semanas cuando se lo pedían.

Cierto día Inés recibió una visita de dos mujeres de Guerrero que llegaron con siete niños  pidiendo comida, llevaban tres días sin comer. “Estamos pasando hambre, fuimos a esperar al patrón a ver si nos apoyaba con algo pero don Benjamín Rodríguez (dueño de Los Pinos) nos dijo que fuéramos al cerro a comer hierba, pasto, tomate o lo que encontráramos” suplicaron las mujeres.

Al escuchar  las súplicas de las  mujeres, Inés les ofreció ayuda: “Les di el almuerzo y un poco de despensas, mientras ellas descansaban yo esperaba con ansiedad a don Benjamín”.

Cuando llegó Benjamín Rodríguez, Inés lo encaró. Y fue entonces que el “cacique de pepino” la amenazó con echarla del campamento, a lo cual ella respondió: “Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre al el Reino de los Cielos”. Mis paisanos tienen hambre, no porque seamos del sur por eso nos va a discriminar  y si usted quiere correrme de aquí, pues ahí lo dejo a ver quién va a mantener a sus trabajadores”.

Las madres solteras

Eva Marcos Remedios llegó con una mochila floreada con olor a hiervas podridas entre lodazal, los demás se quedaron mirando con la palabra en la boca pero la mujer ni siquiera les hizo caso, aun con ese cuerpo que a diario se pelea con el viento para que no se la lleve. Ella soltó su bolso en el asiento y después se sentó. Afuera del camión, un remolino se levanta y empolva el ataúd donde reposan los restos mortales de Gudelia Lázaro López.

Mientras Eva mira en silencio a los familiares de Gudelia, Lucila trata de descifrar la vida de la jornalera que falleció en los surcos del sector 1, malla 20, del rancho Los Pinos, atropellada por un camión que la llevó a este lugar para cortar jitomate.

No habla únicamente de Gudelia sino que también narra la historia de las mujeres jornaleras que han tenido que ingeniárselas para criar a sus hijos cuando son abandonadas por sus parejas, así que tienen que trabajar en la pisca y en sus días de descanso a lavar ropa ajena, sólo así sobreviven pero no logran mandar a sus hijos a las escuelas porque por más que generen dinero, no les es suficiente.

Eva conoció a Gudelia cuando llegó a San Quintín expulsada de la comunidad de Joya Real, municipio de Cochoapa el Grande. Desde que se instaló en la colonia Santa María los Pinos, mejor conocida como “Las Casitas”, entabló amistad con la difunta quien al morir dejó cuatro hijos: Carlos, Rodrigo, Adriana y William. Ellos no conocieron al papá, ni  a sus abuelos o tíos que se hayan quedado en la mixteca oaxaqueña. El único contacto que tuvieron con ellos fue por llamadas telefónicas.

Un día Eva llegó a la casa de la jornalera Lucila Hernández a preparar comida para unos 25 abonados. Después que comieron los jornaleros, la mujer vio que sobró comida y le dijo a la que ahora es líder de la organización Alianza de Mujeres  Jornaleras de todos los Colores  A. C  que en una galera del campamento Las Pulgas una mujer llevaba un día sin comer porque estaba recién parida.

– ¿Cómo puede ser? ¿Es posible eso? –contestó Lucila mientras barría su pequeño comedor.

Desde ese día la visita se hizo más frecuente y a las dos semanas invitó a la jornalera que le ayudara a lavar trastes a cambio de esos menesteres. Le propuso pagarle con comida mientras decidía cuanto podría ofrecer de salario.

“Le llevé comida de lo que me sobró –recuerda Lucila. Lo hice porque soy mujer y también pensando un poco de mí, que algún día iba a necesitar ayuda de los demás. A pesar de que era muy joven, tenía como 19 años, cuando me vio se puso muy contenta a pesar de que era una mujer joven en ese tiempo se veía de muchos años.” Le dije ‘Oiga, le traigo comida para que coma con los niños’. Ella me contestó, ‘No tengo marido, por lo que debo de lavar ropa ajena para darle de comer a mis dos niños’.  Eso  me dolió porque era mamá de mi segunda hija, una niña de tres o cuatro meses”.

Eva escucha la conversación con enfado, pero no se aguanta el dolor cuando escucha la historia de Gudelia, mientras que en el patio de la capilla aún no terminan de sacar las flores ni las velas que amigos y vecinos llevaron en el velorio en la noche anterior.

De ese encuentro en la galera entre Gudelia y Lucila nació la amistad. Después la líder de las jornaleras decidió vivir en la Ciudad de México a principios de 2000 donde habitó por cincos años, pues volvió en 2005 a Santa María los Pinos, para encontrar que Gudelia había comprado un terreno.

Vicky

La voz fúnebre de Victoria atrae añoranza que se combina con el silencio que contagia a los visitantes. Cada palabra que la jornalera suelta despierta dolor y coraje y más cuando habla de la muerte de su esposo. A pesar de que entregó su vida en la Berrymex, la empresa agrícola se deslindó de los gastos fúnebres. De ese recuerdo me platicó  Vicky en su casa.

Antes de ahondar con las remembranzas, la mujer me ofrece un vaso de agua y una silla, casi a la orilla de su cama de donde solo se levanta a comer y tomar agua, con el dinero que recibe de pensión no le sirve ni siquiera para comprarse frutas y carne.

Vicky, así es como la conocen acá, enviudó hace diez años. Desde esa fecha recibe una pensión de dos mil pesos mensuales. La empresa Berrymex  cuantificó el seguro de Jaime por 40 pesos de salario por jornada, y aunque murió por un accidente en los surcos, la empresa alegó que fue muerte natural.

Ella no se explica porque recibe una pensión de dos mil pesos cuando debería ser más. “Entonces usted me está dando a entender que yo debo cobrar un poquito más de pensión, ¿no es así?” fue la pregunta de Vicky, para la que yo no tenía respuesta.

Después del intercambio de palabras se levanta de su asiento para ir por otro vaso de agua. A su regreso ya más aliviada, retoma la plática que dejó al aire y de su bolso saca unas recetas que le entregó el Seguro Social cuando fue a consulta el día que ella se accidentó mientras levantaba túneles de invernadero en el cultivo de fresas.

“Fueron los de derechos humanos a darnos las pláticas antes de que me accidentara, los acompañó el ingeniero Julio, nos dijeron que habría aumento salarial pero no les entendí nada. Hablaron de mejor paga, pero en mi cheque no se ve el aumento salarial”  cuenta.

Vicky vino del Istmo de Tehuantepec, Oaxaca hace 27 años. Desde que falleció su esposo, ella lo reemplazó en Berrymex. Como parte de nuestra conversación le pregunté cómo se llamaba el representante de la comisión de derechos humanos, a lo que ella respondió, “Jaime Acevedo, es un señor chaparrito, usa lentes”. Contestó apresurada, como si alguien le arrebatara la palabra. Yo insistí en que me contara un poco más sobre su condición física y sus lesiones. “Es una injusticia lo que me pasó, te cuento, ese día que me lesioné el brazo, nos dio un cuadro y medio de tarea para 15 mujeres. Era levantar los túneles, cargar los aros pesados y montarlos, cosa que solo los hombres hacen, pero mandaron a nosotras a hacerlo porque no había hombres suficientes para hacerlos” se lamentó.

Agregó que “cuando faltaban tres túneles para acabar con la tarea,  sentí un ardor en mi brazo, parecía que me estaba quemando los huesos, ese dolor me hizo voltear a ver los metales que levanté, sólo me hice la pregunta ¿cómo aguanté tanto peso yo sola?, con tal de acabar mi tarea y ganar mi dinero aguanté, aún con el dolor en el brazo. Fui a avisar al supervisor que me dolía mucho mi brazo, que ya no podía. Él nos gritó, ‘!Apúrense porque andan por tarea!’ No, me hizo caso”.

Seguido a esto, le pedí que me proporcionara el nombre del capataz, a lo que ella respondió, “Miguel Santiago, es el que está a cargo del rancho, ahí nunca nos da por día, siempre nos dejan tarea, mis compañeros dicen que el mayordomo le ahorra a la empresa por el rendimiento, con eso ahorra mano de obra a la empresa, por eso explotan a los jornaleros. Nuestros mismos compañeros son los que explotan a la gente, es el único que le ahorra mucho a Berrymex”.

Por la lesión de su brazo, a Victoria le dieron dos meses de incapacidad y un pago de mil cien pesos mensual, con lo que apenas le alcanzó para comer arroz con frijoles y de vez en cuando unos huevos, porque no le pagaron por riesgo de trabajo sino que la incapacitaron por enfermedad común. La empresa donde Victoria se lesionó se llama Moramex pero su denominación comercial es Berrymex y la marca internacional es Driscoll’s.

Gloria

El motor del auto compacto marca Honda de Gloria Gracida estacionada a la orilla del parque comunitario de la colonia Lázaro Cárdenas seguía encendido mientras que la ex jornalera narraba la historia que tejió en los surcos antes de que se dedicara a estudiar en la Escuela Normal Experimental Profr. Gregorio Torres Quintero y se volviera profesora en la misma región.

Ella nunca apagó el motor de su coche durante los cuarenta minutos que duró la plática. Su rostro se reflejaba con la luz tenue de la cabina que la mantuvo seria y se prestó solo a contestar lo necesario a lo que se le preguntaba.

“El día que pasé una hoja para que los alumnos se anotaran, un muchacho me dijo ‘profesora, anóteme usted porque no sé escribir’. La verdad no supe qué contestar, sólo atiné a decirle, ‘No estés jugando y firma’ le dije, pensando que mi alumno me jugaba una broma, pero no, el joven repitió de nuevo ‘La verdad, no sé escribir’. Eso me dio mucho coraje”, recuerda Gloria.

Gracias a esa experiencia Gloria no dudó en incorporarse al movimiento de los jornaleros el 17 de marzo de 2015. Así como muchas mujeres jornaleras, formó parte de la brigada que recorrió los 280 kilómetros del Valle de San Quintín. Desde ese día inició su lucha en contra de la explotación infantil, acuñando su propio discurso: “Los niños a la escuela y salario justo para sus padres”.

Sabe bien de lo que habla. Gloria Gracida creció en los surcos del rancho Los Pinos donde aprendió el corte de pepino, jitomate, bolita de brúcela y calabacitas, actividades que combinaba con sus estudios desde la primaria, secundaria, bachillerato, hasta que terminó la licenciatura en educación.

Delgada, de 156 cm de estatura, que a los lejos se le puede percibir como una adolescente, conoce el vericueto de la lucha magisterial aunque dice que muy poco se ha involucrado debido a que en Baja California no hay movimiento fuerte que comprometa a los jornaleros. “Mi lucha es como jornalera, y no de profesor, porque esto no hay acá”.

“En 2006 me enviaron a Guerrero Negro como maestra, allá no hay experiencia de lucha, es más, la gente no se organiza. Podríamos decir que la conciencia la obtuve cuando me fui al Distrito Federal a estudiar mi maestría, allá aprendí sobre los movimientos sociales, fue donde me involucré por primera vez en un marcha”, recuerda.

La ideología de izquierda de Gloria cobró fuerza cuando realizó un viaje de estudios al Estado de Chiapas con sus compañeros de la Universidad Iberoamérica: “La verdad, fue muy impresionante para mí viajar a Chiapas. En Chiapas se destapa la pobreza de México, creo que ahí me di cuenta realmente de cómo estamos, y me acuerdo que vi a la gente, a nuestros hermanos indígenas. En ese viaje dije que tenía que hacer algo, no sé qué, pero quería hacer algo y esta siempre fue mi preocupación. Es que mi mamá hasta la fecha no sabe leer ni escribir”.

Después de cubrirse de la lluvia de preguntas, la expresión de Gloria revela recuerdos de familia bastante profundos de cuando llegaron a San Quintín. Desde cuando era una niña, de aquella vez cuando no podían comprar ni tortillas porque no sabían cómo pedirlo, su vida había sufrido una metamorfosis kafkiana al cambiar cultura, tradiciones, costumbres y lengua. Dos mundos opuestos.

El sentimiento que cubre el rostro de la ex jornalera se agudiza y casi suelta sus lágrimas. “Mis hermanos no usaban zapatos para ir a trabajar y con el frío que hace y el lodo cuando llueve, son cosas que poco a poco tenía en la mente porque ellos habían sufrido mucho más que nosotros y luego en el día se iban a trabajar al campo y en la noche se iban a trabajar a las almejas. En la madrugada llegando se iban al campo, entonces en su momento yo no lo veía mal, pero ahora digo ¿cómo es posible? y ahora mis hermanos enfermos a los 30 o 40 años, eso me motiva a seguir”.

Finalmente, Gloria lamentó que “Lo que más impacta y da coraje es que en Sinaloa cuando ya se iban a regresar mis papás con sus ahorros a Oaxaca se quemaron las galeras y pues ahí se quedaron todos sus ahorros, y regresaron con las manos vacías, y no solo ellos porque las casas son de cartón y de láminas de petróleo, entonces si se quema una se queman todas. Esta historia no es solo de ellos, sino también de otras familias. Entonces se ha dicho que nosotros los de Oaxaca somos de puro trabajo y ni siquiera te alimentas bien y te privas de muchas cosas para poder ahorrar, y mi papa tenía esa idea de tener que ahorrar para comer bien y que al último sus ahorros se quemaron”.

Fotos: Kau Sirenio.

Este reportaje forma parte de la serie “De la pobreza a los surcos” sobre el trabajo jornalero en el norte de México y la pobreza extrema de las comunidades del sur de donde salen los y las jornaleros. Para ver los otros reportajes de la serie escritos por Kau Sirenio dar click AQUÍ.

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