Esta semana pasaron tres cosas simultáneas, mundos aparte. De la ciudad fronteriza de Ciudad Hidalgo, México, salieron unas 30 madres centroamericanas a buscar a sus hijos migrantes, desparecidos en su travesía por México. Vivos o muertos, encarcelados o libres, víctimas del crimen organizado o de las mismas fuerzas de seguridad, no saben; sólo saben que la misión de su vida es encontrarlos.
Mientras tanto, en Puerto Vallarta se reúnen delegaciones de los países miembros de las Naciones Unidas bajo el lema del “Pacto Global para una Migración Ordenada, Segura y Regular”. El propósito del encuentro es dar seguimiento a la declaración de Nueva York de septiembre de 2016 que ‘declara su profunda solidaridad con, y apoyo a, los millones de personas forzadas a huir, se compromete a salvar vidas y combatir los abusos y explotación sufridos por innumerables migrantes y refugiados, y reafirma sus obligaciones de respetar plenamente los derechos humanos de los refugiados y migrantes’.
Y en Washington DC, Donald Trump retiró a su gobierno y por ende a su país de este pacto no-vinculante, declarando que sus principios son “inconsistentes con las políticas estadunidenses de inmigración y refugio y los principios de inmigración del gobierno de Trump”, según la declaración oficial que se presentó a la ONU. El gobierno de Trump también argumentó que sus políticas de fronteras no están sujetas a discusión en ninguna instancia internacional, por ser un asunto de soberanía nacional.
Allí están trazadas las líneas de batalla en lo que es ya la lucha definitoria del siglo XXI. En cuanto se agudiza la crisis humanitaria, los estados debaten entre un modelo de seguridad nacional y un modelo de seguridad humana. En muchos países, el racismo y la xenofobia se apoderan de las instancias estatales de toma de decisión. Y las tragedias se multiplican cada día.
La reunión en Puerto Vallarta, aún sin EEUU, refleja las muchas contradicciones. Manifestantes afuera de las reuniones oficiales temen que el pacto podría terminar afirmando políticas de deportación masiva y llevar a más muertes y desapariciones. El propósito de buscar estrategias más sensibles y acordes a los convenios de derechos humanos podría quedar en segundo plano si se privilegia el “control de fronteras” como política de estado con tintes fascistas.
Sin duda, la frontera es el símbolo de una realidad que se vive de maneras muy distintas. Cruzar la frontera es la posibilidad de sobrevivencia, cruzar la frontera puede ser la muerte. Cruzar la frontera es abrir horizontes, cruzar la frontera es cerrar puertas, quemar naves. Cruzar la frontera es un acto de heroísmo, cruzar la frontera es un acto criminal. El poder —y no las personas afectadas— establece el discurso dominante y define la lectura del mismo acto.
Para las madres, cruzar las fronteras, desde sus países del Triángulo Norte, siguiendo las rutas migratorias que siguieron muchos de sus hijos e hijas es la esperanza de encontrarlos. Algunos llevan décadas desaparecidos. La Caravana de Madres, ya en su decimotercer año, ha encontrado más de 270 parientes desaparecidos, y este año no será la excepción. Ver el reencuentro de una madre con una hija después de años de no saber su destino, es un momento sumamente emotivo, y un recordatorio de que las leyes tienen que fomentar la unidad familiar y los vínculos de amor entre las personas, y no destrozarlos. La seguridad es saber que tus hijos están a salvo, y que las personas que amas no enfrentan hambre, amenazas de muerte o abusos. El estado, antes de agrandar su propio poder e intereses, debe cumplir esta obligación básica.
En este reto, todos los estados de nuestra ruta migratoria trasnacional —de América Central a Estados Unidos— han fallado. Las personas migrantes huyen de situaciones en Guatemala, El Salvador y Honduras donde “la inseguridad económica, combinada con el impacto de mega-proyectos de extracción de minerales y otros recursos, crean una situación de violencia estructural y desplazamiento forzado. Esta precariedad económica ocurre en un contexto de aguda violencia en estos países que cuentan con los niveles más altos de homicidio y de violencia de género en todo el mundo,” como dice el comunicado del Movimiento Migrante Mesoamericano que organiza la caravana.
Al llegar a México, las personas migrantes son víctimas de extorsión, robo, violación, desaparición, asesinato, violencia general y violencia sexual, secuestro y tráfico humano, a manos del crimen organizado, pero también de las autoridades corruptas que delinquen con impunidad.
Es un circuito de violaciones de derechos humanos. Si llegan a los Estados Unidos, su condición sin papeles aumenta la vulnerabilidad y la dificultad de ejercer los derechos y libertades que las demás personas disfrutan todos los días —situación recrudecida en tiempos de Trump. Si están en proceso de deportación, a veces tienen que dejar atrás a familiares ciudadanos, pasar largos periodos en detención y enfrentar un futuro incierto de regreso a un país del que apenas tienen memoria.
Así que mientras los funcionarios debaten en la ONU en el paraíso turístico de Puerto Vallarta, y Donald Trump alista la próxima medida antimigrante en su estrategia de forjar un Estados Unidos por, para y de hombres blancos multimillonarios, miles de personas migrantes siguen sin ser escuchadas. Esta negativa de ver su realidad con un mínimo de empatía no solo perjudica a ellas sino que erosiona los valores fundamentales de la sociedad que todos queremos y necesitamos.
Este material fue compartido como parte del convenio entre Programa de las Américas y Desinformémonos.