Hay una buena y una mala noticias. Empecemos con la mala:
Después de cuatro años y a pesar de unas 20,000 mentiras, más de 250,000 muertos por COVID-19, impeachment, escándalos que van desde múltiples acusaciones de abuso sexual, evidencia de que no paga impuestos y complicidad con Rusia, hasta el espectáculo de los niños en jaulas y la separación de familias, y apoyo abierto para grupos violentos de ultraderecha, 73,944, 222 personas han votado por Donald Trump.
El presidente ha ganado más votos que en la elección de 2016, cuando perdió el voto popular con unos 63 millones y ganó en el antidemocrático Colegio Electoral. Si bien es cierto que Joe Biden logró el récord este año, con más de 80 millones, el hecho de que Trump haya avanzado a pesar de todo lo que ha hecho, es más que deprimente. También requiere una reflexión profunda.
Que una parte significativa de la población estadunidense no valora, o por lo menos no prioriza, la democracia y el estado de derecho, es evidente. Los ataques al sistema democrático y los intentos de pasar por encima de la ley han sido constantes en la presidencia de Trump. Parece que una gran parte de la ciudadanía prefiere un salvador autoritario que un estadista. No es novedad, existen muchos momentos en la historia de la humanidad en que, por miedo e inseguridad o un exceso de testosterona, poblaciones enteras han optado por una figura masculina fuerte que ofrece una visión grandiosa. Las consecuencias han sido fatales.
Las visiones grandiosas patriarcales, característica del fascismo, jamás incluyen a todos, y menos a todas. Son visiones que dividen a la gente en ganadores merecedores y perdedores indignos. Construyen sobre el odio, la desigualdad y la exclusión. Fomenta el miedo —armado y activo— del “otro”.
Esta es una manera muy peligrosa y sumamente injusta de construir y mantener el poder. Genera conflicto e instabilidad. En su propia autodefensa y con toda razón, los “indignos”e indignas se vuelven indignad/as. ¿Quién va a querer aceptar un discurso que les deslegitima y deshumaniza para justificar el poder de otro grupo? Por eso el Movimiento para las Vidas Negras creció tan rápido en el tóxico caldo de cultivo del trumpismo, y las movilizaciones de mujeres contra Trump han sido también de dimensiones históricas. No aceptan el esquema excluyente, en que las mujeres son madres y/o objetos sexuales, sujetos en estos papeles limitados al poder superior de los hombres, y las minorías son despreciadas y explotadas.
La pregunta es por qué en este momento la visión excluyente de Trump motiva a tanta gente en Estados Unidos. El desglose preliminar de los votos da unas pistas. Según encuestas de salida de The New York Times, 57% de personas blancas votaron por Trump y más hombres votaron por Trump que por Biden. Las mujeres en general votaron por Biden, pero la mayoría de mujeres blancas apoyaron a Trump. Éste también concentra el voto de personas de familias que ganan más de $100,000 al año. El columnista Charles Blow lo llama “el patriarcado blanco” que fue el nucleo del voto por Trump.
La lectura es clara, aunque las cifras son preliminares. Los grupos que detentan el poder y gozan de privilegios en una sociedad capitalista, racista y patriarcal se están aferrando a sus privilegios. El racismo y el sexismo no son tanto ideologías o creencias, son perversas ecuaciones de poder en que para que uno esté arriba, otros tienen que estar abajo. Ven a la diversidad y a los movimientos a favor de la igualdad como una amenaza y por lo tanto como fuerza enemiga. Convencidos de los beneficios —potenciales o efectivos— del sistema consumista e individualista, han perdido la noción del bien común. Para la presidencia de Joe Biden, cualquier forma de reconciliación con esta derecha dura será dificilísimo.
La buena noticia es que ellos no pueden detener el cambio. En esta elección se vio un esfuerzo insólito de jóvenes, latinxs, afrodescendientes y personas de muchos sectores y comunidades para promover el voto y sacar a Trump.
No tuvieron el éxito que esperaban, aunque ganó Biden. Esperaban un repudio masivo a Trump, una declaración– si no unánime, por lo menos colectiva– de ‘no somos así’. Esta elección no les dio esa victoria moral, que como dijo el comentarista Van Jones, es distinta a la victoria política que sí lograron.
Lo importante a tomar en cuenta es que la oposición a Trump y su banda de supremacistas va por algo más que la Casa Blanca. Representan nuevas visiones y anhelos, buscan espacios también en las elecciones estatales y locales. Funcionan con una lógica de movimientos en el contexto electoral. Para muchos, las elecciones han sido una escuela de participación democrática en un sistema que paradójicamente hace todo lo posible por excluirlos.
Su lucha se refleja en las palabras de Aarón, un joven voluntario en LUCHA, organización de la comunidad latina de Arizona, un estado que cambió de republicano a demócrata en esta elección. Dijo: “Esta campaña cambió mi vida. Y apenas empezamos, aparte de lo que pase esta noche (con la votación), estamos comenzando. Para restaurar el equilibrio en nuestra democracia, significa todo para nosotrxs y nuestro futuro.” Contó que tuvo que dejar la escuela a los 16 años para desempeñar dos trabajos y ayudar a su madre a pagar la renta. “Nadie debe tener que hacer esto,” dijo y sin embargo, añadió que esta es la realidad en el país tan desigual, y sobre todo ahora con la pandemia.
Los ejemplos de una nueva cultura política, llena de esperanza y renovación, son muchos, y se construye en las organizaciones comunitarias que han crecido en Estados Unidos desde antes de las elecciones y seguirán fortaleciéndose después.
Versión actualizada de la columna de la autora en Desinformémonos 5 de noviembre.