Margarita López comienza el testimonio de los horribles acontecimientos que marcaron el fin de la vida de su hija en voz baja y uniforme. En una lujosa sala de juntas en Washington, D.C., unas 40 mujeres la escuchan en silencio, las lágrimas ruedan por sus mejillas.
López narra cómo su hija de 19 años de edad, Jahaira Guadalupe Vaena López, fue “levantada” en Tlacolula, Oaxaca. Describe sus esfuerzos para que las autoridades investigaran el crimen, cómo le advirtieron que no siguiera buscando, cómo informantes le dijeron que su hija fue asesinada en una lucha territorial entre bandas narcotraficantes fragmentadas. Unos cuantos días antes de partir a Estados Unidos con la Caravana para la Paz, ella se enfrentó a uno de los sicarios que habían sido aprehendidos y lo escuchó describir en detalle cómo su hija había sido violada y asesinada.
Margarita se unió a los cerca de 50 familiares que acompañaron al dirigente de la caravana Javier Sicilia en un viaje a través de Estados Unidos. El poeta Sicilia, quien perdió a su hijo en medio de la violencia de esta guerra en marzo de 2011, fue el catalizador de un movimiento de víctimas y ciudadanos mexicanos hartos del baño de sangre que ha reclamado más de 60,000 vidas y ha dejado decenas de miles más de desaparecidos desde que el ex presidente Felipe Calderón lanzó la guerra contra las drogas hace cinco años.
El Movimiento mexicano por la Paz con Justicia y Dignidad resolvió organizar la Caravana por Estados Unidos después de realizar dos viajes en caravana desde la Ciudad de México: una al norte hasta Ciudad Juárez en la frontera con E.U. y una al sur hasta la frontera con Guatemala. Ambos viajes hicieron visibles a las víctimas de la guerra contra las drogas y en ellos se registraron sus casos a fin de brindar apoyo a los familiares en busca de consuelo y justicia.
La decisión de llevar su dolor al otro lado de la frontera fue tomada después de pláticas con Global Exchange, organización con sede en San Francisco. Pronto se formó una coalición con la participación de Law Enforcement Against Prohibition (Fuerzas de Seguridad contra la Prohibición), Latin American Working Group (Grupo de Colaboración Latinoamericano), el Centro Robert F. Kenneddy, la Oficina sobre América Latina en Washington, nuestro Programa de las Américas, la Drug Policy Alliance (Alianza para la Política sobre las Drogas), y la Alianza Nacional de Comunidades de Latinoamérica y El Caribe, entre los promoventes principales. Más tarde la coalición incluyó a la NAACP* (Asociación Nacional para el Progreso de los Afroamericanos) y a organizaciones locales de cada ciudad a lo largo de la ruta.
En una convención binacional celebrada en junio pasado se definieron las cinco demandas de la caravana a Estados Unidos: abrir el debate público sobre alternativas humanas a la prohibición de las drogas; prohibir la importación de armas de asalto y combatir el contrabando de armas a través de la frontera; combatir el lavado de dinero con la investigación plena y estricta aplicación de la ley; suspender toda clase de ayuda a las fuerzas armadas mexicanas y terminar con la guerra antidrogas en otros países, y detener la militarización de la frontera y la criminalización de los inmigrantes.
Me uní a la caravana en la etapa final de su trayecto de 9,000 kilómetros, en la costa este de E.U. Ya conocía la mayoría de los casos en México, habiendo participado en la caravana al norte del país, así como en numerosas marchas y reuniones.
Quería constatar el impacto de la caravana en la gente de Estados Unidos. Cada uno de las historias que las mujeres narraron en aquella sala produjo el efecto de una hoja de acero en el corazón. Aunque las muertes de mujeres son minoría, en los ataques contra ellas casi siempre hay violencia sexual, y la mayoría de los familiares que buscan activamente la justicia y el fin de la guerra son mujeres.
Durante el trayecto los miembros de la caravana, como estas mujeres, se han convertido en voceros confiados y elocuentes de la necesidad de terminar con la guerra contra las drogas, ya que se expresan desde el corazón y apelan al corazón. Su empoderamiento como dirigentes es uno de los logros más trascendentes de la caravana; otro es la simpatía e indignación que sus testimonios despiertan.
Y no es una vía de un solo sentido. Los miembros de la caravana escucharon también los relatos de estadounidenses como Kimberly Armstrong de Baltimore, cuyo hijo de 16 años fue muerto a tiros por un adolescente de 14 en la violencia endémica en torno a las drogas; o Carole Eady, que tuvo que luchar para superar el estigma de haber caído en prisión en la ciudad de Nueva York por un delito relacionado con las drogas.
Los hilos comienzan a unirse. En su brillante libro, El Nuevo Jim Crow (The New Jim Crow), Michelle Alexander señala que en Washington, D.C., el destino final de la caravana, se estima que tres de cada cuatro hombres negros pueden esperar pasar tiempo en prisión. Alexander denomina como “una nueva casta” a estos africano-americanos encarcelados masivamente, y afirma que es el último sistema de control social estilo Jim Crow en donde jóvenes hombres y mujeres son encarcelados, estigmatizados y en muchos casos excluidos de por vida por leyes antidrogas discriminatorias.
Sobre el dolor y pena compartidos de tener a seres queridos en prisión o haberlos perdido por violencia, muerte o desaparición, mexicanos y estadounidenses descubrieron que luchan contra el mismo sistema injusto para el control social de los pobres y la gente de color. La guerra contra las drogas genera utilidades a la industria bélica y succiona fondos públicos para perpetuarse. Desgarra familias y comunidades al norte y sur de la frontera. El intento falso de eliminar en lugar de regular un producto en gran demanda crea un mercado negro de miles de millones de dólares que manejan grupos cada vez más violentos a medida que se les ataca selectivamente. Arroja a las fuerzas de seguridad contra el pueblo y les da los instrumentos para violar derechos humanos y acabar con vidas impunemente. Erosiona la democracia y el estado de derecho que dice defender.
Ya sea imponiendo un estado militar y policíaco en México o canalizando a los jóvenes a la marginación social, la máquina bélica antidrogas funciona con las mismas vidas a las que destruye.
¿Un movimiento por la paz binacional?
El llamado de la caravana a terminar con la guerra antidrogas encontró eco en ciudad tras ciudad, pero, ¿ha forjado un movimiento binacional por la paz?
Todavía no. Al mismo tiempo que los viajeros mexicanos vuelven al país, sus anfitriones estadounidenses regresan a su vida diaria. Muchos simplemente guardarán el recuerdo del dolor mexicano y comenzarán a leer las noticias de manera un poco diferente.
Pero otros actuarán. La Caravana por la Paz ya logró algo notable. Reunió en las ciudades de E.U. a organizaciones que antes apenas se conocían. Veintenas de organizadores comunitarios de ciudades de San Diego a la capital de E.U., Washington, D.C., planean continuar el diálogo con el movimiento mexicano y entre ellos mismos.
En la ciudad de Nueva York, las comunidades latinas y afroamericanas planean una convención para discutir el impacto de los arrestos y detenciones masivos. En Baltimore, el movimiento para impedir la construcción de aún otra prisión de millones de dólares en una de las ciudades más económicamente devastadas de la nación, está haciendo causa común con movimientos por la reforma de las políticas hacia las drogas, la justicia racial y los derechos de la juventud.
En Tejas, organizaciones religiosas que abogan por mayores controles legales del uso de armas intensifican su campaña contra las ventas en ferias de armas y su contrabando tras haber visto de cerca el costo humano del flujo de armas a México. En Arizona, organizaciones pro derechos humanos contra la militarización de la frontera y la muerte y detención de inmigrantes se encontraron con activistas en protesta contra la guerra militarizada contra las drogas en México como si fuera su propia imagen en el espejo por sobre la frontera. En Washington, miembros del Congreso recibieron a cabilderos de la caravana cuyo poder persuasivo no es el del dinero o las influencias, sino el de la empatía humana y de la razón.
La forma en que muchos ciudadanos de E.U. entienden la guerra contra las drogas se ha transformado al encontrarse con los mexicanos que sufren las consecuencias. Mientras los políticos y medios de difusión estadounidenses retratan la guerra antinarco como un combate necesario contra la amenaza que el crimen organizado supuestamente implica para la seguridad nacional de ambos países, las víctimas explicaron la violencia resultante de la guerra misma. Tanto a los públicos como a los congresistas les sorprendió saber que muchas de las víctimas en la caravana responsabiliza no a bandas criminales, sino a las fuerzas policíacas y militares mexicanas financiadas por Estados Unidos, por el asesinato o desaparición de sus seres queridos.
Los organizadores enfrentan ahora la cuestión de cómo la victoria moral puede conducir a una victoria política. En el frente de la política sobre drogas, la sociedad estadounidense parece estar avanzando hacia un punto decisivo a pesar de la disuasión de las fuerzas de seguridad y los intereses en prisiones privadas que obtienen enormes utilidades de los encarcelamientos, así como de los políticos que de la inseguridad obtienen votos para “la ley y el orden”. Una encuesta reciente demuestra que Colorado podría legalizar la mariguana en las elecciones de noviembre siguiendo un modelo de medida derrotado por muy poco en California. La película premiada The House I Live In (La Casa donde Vivo) presenta una acusación asombrosamente dura contra el combate a las drogas a nivel nacional a través de lo que dicen sus dirigentes, sus participantes y sus víctimas.
Pero el gobierno federal en E.U. sigue pronunciándose por la dirección equivocada a la de la actual tendencia. Algunos esperan que el Presidente Obama, de ser reelecto, podría inclinarse de forma más audaz a reorientar una política que encarcela a tantos jóvenes, en su mayoría afroamericanos, y que cuesta a la nación $51 mil millones de dólares anuales de acuerdo con la DPA (Drug Policy Alliance, Alianza para la Política sobre las Drogas). Yo me inclino a coincidir con un editorial de LEAP (Law Enforcement Against Prohibition) que advierte al movimiento reformista que observe los actos, y no la retórica, de la administración Obama. Será indispensable una mayor presión del electorado para lograr que la administración se desligue de los intereses que se benefician de sostener la guerra más larga de Estados Unidos.
Las semillas que dejan las victorias morales tardan muchas veces en fructificar. Al evaluar la experiencia la última mañana en el salón de una iglesia, los miembros de la caravana, exhaustos, vieron una mezcla de catarsis y sensibilización que les infundió fuerza. Margarita López comentó que “la tragedia que estoy viviendo puede serle útil a muchísima gente”; Melchor Flores, cuyo hijo fue arrestado en enero de 2009 en Monterrey y no se le ha vuelto a ver, declaró que la caravana había “tocado las conciencias”, y agregó: “Donde quiera que mi hijo esté, debe estar satisfecho de saber que yo no lo abandonaría.”
Teresa Carmona, una mujer diminuta y de cabello blanco cuyo hijo Joaquín fue asesinado en la Ciudad de México, se ha convertido en una voz poderosa ante el público y los medios. Ella cree que la caravana cumplió su cometido.
“Llevamos –dijo- los rostros de nuestros amados hijos, padres y familiares hasta acá, y así legitimamos este dolor y esta realidad.”
En la nación que inventó la guerra contra las drogas y la exportó a México con resultados letales, los dolientes mexicanos han dejado su huella en los corazones de miles de hombres y mujeres. Algunas veces la tragedia es necesaria para producir el cambio. La acumulación de los relatos contados en la Caravana por la Paz representan una tragedia de proporciones colosales…
y que debiera ser un cimiento por demás sólido sobre el cual actuar.
Laura Carlsen es directora del Programa de las Américas, www.americas.org/es. Contacto: info@americas.org
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