Por Katia Rejón
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Las palabras conjuran el mundo. Por algo la palabra hablada siempre ha sido parte de los rituales: como en las novenas cuando alguien dice una frase (casi siempre llena de culpa religiosa) para que un coro de fieles copie el ritmo y el sonido; o en la poesía en voz alta que es algo así como rezarle a la vida; y, por supuesto, en la energía expuesta y masiva de las canciones.
Encontrar el ritmo que acompañe mis dolores en una playlist de Spotify se ha convertido en mi ritual personal. El problema es que casi todas las canciones cuentan la misma historia: el amor que sale mal. Perdón, el amor cisheterosexual que sale mal. Y a estas alturas, las mujeres, disidencias y personas racializadas en América Latina ya no solo sufrimos por el amor de una pareja. Ya no hablamos solo de nostalgia, sino de soltalgia (una palabra que nombra el dolor de la pérdida de la naturaleza). Nos duelen y emocionan también temas como el colonialismo, la explotación laboral, el extractivismo, el racismo, etcétera.
En esa búsqueda por la palabra que invoque la vida que quiero, encontré la música de protesta. La canción de protesta o canción social se popularizó en los años sesentas en América Latina, y de hecho hubo un Encuentro Internacional de la Canción de Protesta en 1967 en Cuba, que sentó la definición de este tipo de música como “un arma al servicio del pueblo”, de acuerdo con la investigadora Miryam Ibeth Robayo Pedraza, en su artículo La canción social como expresión de inconformismo social y político en el siglo XX.
Afortunadamente, muchas cosas han pasado desde el siglo XX y ahora la canción de protesta es más que Pablo Milanés y Silvio Rodríguez. A la canción política de los sesenta le hacía falta más nombres de mujeres y hoy quienes protagonizan la música de protesta en América Latina son ellas. Voces que hablan también del amor, sí, pero en formas que no se sienten repetitivas. Expresan ese amor como una cobija extendida que puede ser libre y estar dirigido hacia animales, amistades, el cuerpo propio, a la vida. En la música de protesta compuesta e interpretada por mujeres cis y trans, y personas no binarias están las conversaciones que nos hace falta tener en colectividad.
Se me ocurre, corazón, que estás a tiempo/ de comprender que la canción es el remedio de quien vive sin aliento, dice la cantautora veracruzana Silvana Estrada.
¿Cómo es la experiencia de las personas que crean esos ecos? Entrevisté a tres cantautoras mexicanas de Yucatán para entender cómo el lenguaje en la música es un arma/ rompiendo los esquemas, como diría Audry Funk.
Daniela Romero estaba cantando con los ojos cerrados en un pequeño foro de la ciudad de Mérida, Yucatán cuando la escuché por primera vez a ella y a La Muchacha, una compositora colombiana que escribe música sobre el territorio. En esa ocasión, Daniela cantó un cover de La Muchacha, No Azara: Y a mí que no me coja la muerte/ ni siquiera en la puerta ‘e mi casa/ porque en esta tierra que es tan mía/ no tengo que chuparme las balas. Fue como ponerle subtítulos a un dolor que no terminaba de entender y darme cuenta de que no era solo mío, era compartido.
Daniela Romero junto con su compañera Dominique Osses conforman Okupa Latina, una dupla de música de protesta. En entrevista, Daniela habla sobre cómo vivir en un territorio tan colonizado le recuerda que “la conquista” que sucedió hace 500 años en México es un proceso vigente. Nació en Campeche, pero desde hace unos años vive en Yucatán, ambos estados forman parte de la Península sur:
“Me parece más que necesario mirar la música siempre por el filtro de la colonización, sobre todo en este continente. Estamos en la época de la religión capitalista y muches aprendemos o tenemos que aprender sobre la música en este contexto”.
Es difícil diferenciar la industria de la música de la industria del amor, porque en las canciones el modelo de relación tradicional está sobreexplotado (como absolutamente todo en el capitalismo). Sin embargo, opina que los movimientos latinoamericanos de mujeres le han dado más representatividad a otras historias de amor.
“A mí me urge tener más representatividad política y afectiva. Este año he hecho muchas canciones sobre la anarquía relacional y mis procesos para abrir mi relación de pareja. Ha sido bien bonito encontrar referencias en otros lugares como Silvana Estrada y Renee Goust, encontrar esas voces para ir yo tejiendo la mía”.
Su voz se empezó a tejer desde que tenía 6 años y compuso una canción para su mamá, y se hizo más nítida cuando migró de Campeche a Yucatán y pasó de sentir la calma de un sitio a la inseguridad del otro. De ese cambio de paisaje y su primera “herida fundamental” como la nombra, nació su primera canción de protesta.
“Si pudiera volverlo una metáfora, para mí, hacer música de protesta son como baños de entendimiento que me llegan de un momento a otro. Es muy errático, el ritmo va en cómo me suceden las cosas, cómo las siento. Yo hago música de protesta porque me interpela el contacto con el mundo y no entiendo cómo la gente se va a dormir tranquila pensando que cosas horribles están pasando. Hacer canciones es la forma en la que yo he encontrado la supervivencia. La música me suaviza y es más una necesidad que un oficio. Yo no me dedico a hacer canciones, yo necesito hacerlas”.
Nina Nina es difícil de ubicar en un ritmo. Se mueve dentro del hip-hop, el vogue, el rap, el reggaeton, la música electrónica. Es una de las reinas de las pistas underground de la ciudad de Mérida: una dj, productora, performance y una de las Hijas del Rap, un colectivo de hip hop que también ha cantado sobre esas otras formas de amor. ¿Mi favorita? Másturbo: Yo sí me autocuido! MásTURBO hago ritual para conectarme/ satisfacerme y darme gusto, me amo me gusto/estoy toy toy conmigo/ tocando las piezas que me gustan.
“Todavía hace falta mucho trabajo de imaginación, de pensar nuevas formas de amar que estamos construyendo desde otros lares. La narrativa del amor romántico tradicional no nos funciona, nos queda chica, no se adapta a nuestra realidad. En el sur de México, cuando hablamos de amor hablamos también de amor a la tierra o a las amistades, a la resistencia y las colectividades. Los nuevos lenguajes empujan nuestra imaginación hacia nuevas narrativas y otros amores posibles. Desde las palabras suceden los grandes cambios”.
Nina es de Veracruz y las décimas del son jarocho fueron su primer acercamiento a la palabra hablada como una forma de narrar el mundo. Pero dice que conocer a las Hijas del Rap -particularmente a Phana Mulixa a quien describe como su maestra y mentora- fue un parteaguas. Fue un momento de reconocer que a la rabia había que organizarla y transformarla para enunciar el mundo en el que sí quiere vivir.
“Veo narrativas muy diversas en Abya Yala. No es la misma realidad en México que en Argentina, Costa Rica, El Salvador. Lo interesante es ese interés por escuchar los proyectos de otras compañeras. Cada vez hay más conciencia de lo que consumimos y los mensajes que el capitalismo nos quiere meter a la fuerza. Y creo que tampoco podemos exigirle a la gente escuchar nuestra música porque las personas vivimos bajo ritmos muy cansados. Encontrar nueva música es un esfuerzo que no todo el mundo puede hacer”, dice.
La música de protesta no se queda en la palabra. Se protesta también para resistir a una manera de componer, distribuir, colaborar y producir música. Kill Beat es una rapera que se presenta a sí misma: Me cuida la espalda mi abuela y sus bendiciones/ Mi carta de presentación son mis acciones/ Dame el micro que te lo devuelvo en llamas/ La morena con más flyback. Lo dice cantando hacia una cámara en uno de sus videos de Instagram. Es de noche pero tiene unos lentes de sol que van muy bien con su hipil bordado del pueblo maya. Con una mano hace gestos que enfatizan el pulso de sus palabras y con la otra, sostiene un vaso grande de unicel que todes sabemos tiene cheva.
“Mis abuelos fueron esclavos henequeneros. Yo venía de un lugar muy estigmatizado, de mucho silencio, de no ser tú. En el underground del rap encontré voces como Arianna Puello, una rapera dominicana. Su disco El gancho perfecto es de los que más me ha emocionado porque fue una pionera de hablar sobre esos temas y con ese estilo, ese flow que te atrapaba”, dice Kill Beat en entrevista.
En el underground del rap encuentras voces que se salen del ego trip o rap romántico que, de acuerdo con Kill, son las narrativas que más se escuchan. Para hablar de cosas distintas también tienes que estar al margen de lo que solicita la industria de masas en la música. Hay que buscar las historias y los conocimientos que están en la calle.
“Ahora con las plataformas de streaming tenemos más apertura a encontrar música de cualquier rincón del mundo. A veces siento que ya ni buscamos que tenga voz sino un ritmo que nos desature de los mensajes que hay por todos lados”.
Cuando Kill comenzó a componer lo hacía descargando pistas del Youtube, sorteaba las limitaciones económicas y físicas con las posibilidades de la tecnología, hasta que consiguió colaborar con un estudio. A alguien le gustó lo que narraba, el cuerpo de la música, porque tenía contenido y Kill aprendió que la historia trillada de la artista que se crea a sí misma sin ayuda de nadie también es un estereotipo.
“Hace poco me dijeron algo: que tienes que pensar si lo que haces es para un momento o para toda la vida. Creer que la música va a ser para toda mi vida me hace pensar el arte de otra forma, sin prisa y sin la presión estética”.
Daniela Romero describe a la industria musical como un monstruo romántico y violento. Le hace eco a Kill Beat cuando dice que los espacios y las herramientas físicas para crear música están centralizados en lugares donde la infraestructura y la escena musical está mucho más tejida con el capitalismo; y limitados para personas que viven en los márgenes de las ciudades grandes para quienes “vivir del arte” es un sueño guajiro. La precariedad y las violencias que viven la mayoría de las personas provoca una crisis creativa.
“Me cuesta trabajo pensar en la música sólo desde la perspectiva de si me va a gustar o no. Y crearla, solo lo puedo hacer con personas con quienes me toma tiempo construir un vínculo. Soy demimusical. Sí, la música me da de comer pero también me genera este grado de correspondencia con el amor que siento en el mundo, que me hace sentir viva y querer estar viva”, dice Daniela Romero.
Ahora mismo está terminando de componer una canción que comenzó en la pandemia. Se llama Voy a nadar y es la conclusión de una serie de mensajes que le ha tomado tiempo y que comenzó a cerrar hace apenas unos días:
“La gente también tiene que entender que producir música fuera del mainstream implica otros ritmos, otros tiempos. Que nos va a tomar más sacar un álbum pero va a salir, y cuando salga será algo muy trabajado”.
Las compositoras entrevistadas tienen en común que no hacen canciones para pegar en la radio, que hay cosas que no pagan lo que trae tu monedero. Ellas escriben, por ejemplo, de la cumbia que sana: Un ramazo de cilantro y huevo/ Pa’ dejarte como nuevo, abuelita/ Si tú trae peyote y marihuanol /Yo me sano con el mar, con el sol.
Sobre esta canción de las Hijas del Rap, Nina Nina explica: “Mi abuela me hizo mi primera limpia a los 15 años, entrando a otra fase de la vida para ella. Esos ramazos, que te pasen el huevo, la mariguana o el peyote han sido formas de sanar individual y colectivamente. Siempre han estado ahí y en la música hay un trabajo de registrar esa tradición oral, esa espiritualidad y sanación”.
Para ella es una decisión no entrar en los espacios y esquemas que no se adaptan a su realidad o en los que no se siente representada. Intentar pertenecer a lugares ajenos implica modificar muchas cosas, a veces, cosas esenciales.
“Renunciar al mainstream no significa renunciar a vivir dignamente, al contrario. Yo creo que estamos decidiendo vivir dignamente como artistas cuando decidimos seguir nuestros propios ritmos punks de creatividad. Para mí es un placer moverme en el underground. A mí me gusta decir que los proyectos en los que participo son de culto. Nuestro mensaje no tiene que ser de ahuevo para todes, pero nos interesa que llegue a los oídos de quienes necesitan escucharlo, porque nosotras también fuimos las personas que escuchamos un mensaje y nos removió”.
Además de pertenecer a un movimiento de cantautoras latinas de protesta, Daniela Romero, Nina Nina y Kill Beat tienen otra cosa en común: todas han compartido su música en espacios pedagógicos y de disfrute con niñas. Esas colaboraciones les han traído aprendizajes que en otros espacios no serían posibles.
“Los discursos de las mujeres en la música son más profundos y estamos tejiendo redes también más profundas no solo entre nosotras sino también con comunidades como las personas LGBT, con quienes se han sentido aisladas. Y no sé si te has dado cuenta, pero ahí afuera hay niñas rapeando”.
Menciona el nombre de Angi Nicole, una niña de 8 años de Yucatán con seis sencillos de rap en Spotify. Hace unos meses, Kill Beat impartió unos talleres para niñas en la Casa de la Mujer Indígena de Yucatán y vio cómo las niñas tenían una autonomía que muchas hubiéramos querido tener en la infancia:
“Las letras que he sacado con las niñas siempre tratan de querer ser libre, de volar, de no querer acoso, de estar tranquilas. Les das un micrófono y te dicen todo lo que no quieren porque lo tienen muy claro”.
Se viene una generación de niñas que podrá escuchar letras con más sentido crítico. Como dice Nina Nina: el mainstream es tan poco original que se tiene que alimentar de los márgenes. Así que de alguna manera esta música underground va a terminar impactando en las narrativas más amplias y las niñas de mañana sabrán que hay muchas formas de expresar y entender la vida.
“En los talleres de las Hijas del rap vimos que desde el lenguaje ellas narran su propio universo sin utilizar estas palabras como “lucha” o “resistencia”, que también son un léxico militar. Niñas viviendo en un pueblo maya utilizando un lenguaje bilingüe y más familiar. Es súper interesante ver cómo esto complejiza aún más su realidad”, dice Nina Nina.
La importancia pedagógica de la música ha sido ampliamente estudiada y Daniela Romero recalca que estar en un escenario no alcanza. El escenario no es el único lugar donde la música puede exponerse y cuando ella comparte la música en espacios con niñeces se da cuenta de la transgresión que permite en las emociones y los entendimientos.
“En un salón de clases suceden cosas que no podrían ocurrir afuera, pero que son cosas que necesitamos que sucedan. Nos estamos permitiendo encuentros más reales con las niñas y nuevas formas realmente dignas de habitar el espacio emocional con otros cuerpos. Ya no podemos mirar a las niñas fuera del arte como sujeto político. Están con nosotres, creando sus propios mundos. Y si lo podemos mirar desde un lugar digno y amoroso y con mucha conciencia, creo que lo vamos a hacer bien”.
Katia Rejón Márquez (Campeche, 1993) Periodista y escritora. Cofundó la revista Memorias de Nómada y el podcast Fugitivas mx. Escribe de medioambiente, antirracismo, género y cultura.