El día 12 de octubre pasado, en el marco de los 528 años de la llegada de Cristóbal Colon a lo que hoy es América Latina y la Jornada Nacional de Movilización en Defensa de la Madre Tierra, integrantes de la comunidad otomí residente en la Ciudad de México (CDMX), tomaron las instalaciones del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI), exigiendo garantías a su derecho a la vivienda, al trabajo, educación y servicios de salud. Junto con sus demandas, denunciaron que “hoy, como hace 528 años, seguimos enfrentando el despojo, la discriminación, el racismo, el desprecio, el asesinato, el desplazamiento y el genocidio para nuestros pueblos originarios y comunidades indígenas”; y expresaron que el INPI “está al servicio de las transnacionales y el capital financiero para legitimar el despojo y explotación de los pueblos en el marco de la imposición de los megaproyectos de muerte como el Tren Maya, el Corredor Interoceánico, el Proyecto Integral Morelos, la Refinería Dos Bocas y el Nuevo Aeropuerto Internacional de Santa Lucía”.
La toma de las oficinas centrales del Instituto Nacional de Pueblos Indígenas (INPI) por la comunidad otomí de la CDMX exhibe la crisis del neoindigenismo. El neoindigenismo surgió como la forma específica de control de los pueblos indígenas en la época neoliberal, porque la mutación del capital de la apropiación de la plusvalía producida por el trabajo al despojo de los bienes de los pueblos requería de nuevas formas de control, donde los afectados se sintiera tomados en cuenta. Para implementarlo, sus impulsores echaron mano de dos elementos que ahora se encuentran desgastados: el discurso de una nueva relación, a la que nombraron multicultural, entre el estado, la sociedad y los pueblos indígenas, que incluía el reconocimiento de algunos derechos de estos que no afectaran el nuevo ciclo de explotación capitalista, y un paquete de programas asistenciales para calmar el descontento que podía provocar el despojo de los recursos naturales, que era el signo de la nueva etapa de explotación.
No es casualidad que los derechos indígenas comenzaran a reconocerse a nivel internacional cuando el neoliberalismo sentaba sus reales y en México se incorporaran en la Constitución Federal durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, época en que también se incrementó el gasto para los programas asistenciales. Con financiamiento de la venta de cientos de empresas estatales y préstamos internacionales, en ese tiempo se crearon el Programa Nacional de Solidaridad (Pronasol) y el Programa de Apoyos Directos al Campo (Procampo) que, aunque en cada sexenio han cambiado de nombre, en su contenido siguen siendo lo mismo, con alguna modalidad que busca distinguirlos de sus antecesores. El PRONASOL evolucionó a Progresa-Oportunidades y de ahí a Prospera, y el PROCAMPO a Proagro. En el gobierno de la cuarta transformación, esos programas se llaman Sembrando Vida, Pensión Universal para Adultos Mayores y las becas Benito Juárez para estudiantes.
Pero ni los derechos se concretaron ni los programas han resuelto el problema del colonialismo interno en que viven los pueblos indígenas. Las demandas de quienes el 12 de octubre ocuparon las oficinas del INPI y de quienes desde diversas partes del país les han manifestado su apoyo así lo muestran. En uno de sus comunicados ellos mismos han expresado que lo hicieron porque esa institución no los representa, y no lo hace “pues más allá de ofertar una ‘transformación’, desde aquí se imponen despojos al territorio y a la madre tierra, se avalan consultas simuladas y se asesina a defensores de la tierra, el agua, los montes y nuestros recursos naturales”. Es una postura que muchos pueblos indígenas pueden suscribir sin problema, desilusionados por el engaño gubernamental de que se iban a respetar los derechos indígenas y se terminaría el trato discriminatorio y excluyente hacia ellos, sin que después de dos años de gobierno suceda algo que así lo indique.
Hay datos que lo demuestran. El 1 de diciembre del 2018, en su primer discurso a la nación como presidente de la República donde expuso los cien puntos en que se basaría su gobierno, en el primero de ellos el licenciado Andrés Manuel López Obrador prometió que no se permitiría ningún proyecto que afectara el medio ambiente, se evitaría los transgénicos y la contaminación del suelo, el agua y el aire. Por su parte, el director general del INPI prometió que el presupuesto para la atención de los pueblos indígenas aumentaría en un cien por ciento y que se retomarían los Acuerdos de San Andrés para incorporar a la Constitución Federal lo que se dejó fuera en la reforma del 2001. Pero ni una ni otra cosa de cumplió y no hay indicios de que vaya a suceder, al contrario, los megaproyectos continúan y el presupuesto para atender los problemas de los indígenas ha disminuido hasta casi desparecerlo. Por eso los indígenas inconformes acusan a los funcionarios indigenistas de traidores–porque cambiaron de bando, pero también porque ya colocados en el otro incumplieron su palabra.
La mejor prueba de que los derechos de los pueblos indígenas no interesan mucho al gobierno de la cuarta transformación la constituye la continuación de megaproyectos que heredó de sus antecesores, a los que ha unido los propios. Dentro de los primeros figura el apoyo a que terminara la presa Centenario, o Pilares, a cargo del gobierno de Sonora, que al cerrar sus cortinas no solo despojó al pueblo Macuarawe de su territorio, sino que lo dejó incomunicado. De igual manera, utilizó a la Guardia Nacional para desalojar el plantón que por cuatro años mantuvieron los pueblos nahuas de Morelos para defender el agua que se usaría para el funcionamiento de la termoeléctrica de Huexca, la que en campaña el ahora presidente de la república se comprometió a cancelar. Entre los nuevos proyectos se encuentra el del Tren Maya, donde se han simulado consultas a los afectados, de manera tan burda que, hasta la Organización de Naciones Unidas, invitada como observadora, expresó su extrañeza; o el corredor interoceánico, donde los afectados han pedido la intervención de ese organismo internacional humanitario para detener la violación de los derechos indígenas.
Los recursos fiscales para algunos programas han aumentado, pero no son programas indígenas, son programas asistenciales para combatir la pobreza, aunque tampoco excluyen a esta población, pero se les atiende por ser pobres, no por ser pueblos. En cambio, el presupuesto dirigido a este sector social específicamente ha disminuido drásticamente. De los 12 mil 129 millones 311 mil 599 pesos que se le asignaron en el año 2015, cuando en la presidencia de la república se encontraba un gobierno neoliberal, el presidente de la republica propuso se redujera en el Presupuesto para el 2021 a 3 mil 562 millones 717 mil 700 pesos. El del INPI no es el único presupuesto, pero sí al que se le puede seguir la pista y saber en qué se dedica. Existe otro presupuesto que se dice transversal y administran otras instancias del gobierno federal, pero no hay manera de saber si en realidad lo invierten en población indígena y los estudios sobre él muestran que la mayoría no lo hace.
Los pocos análisis que se han hecho de la toma de las instalaciones del INPI, los megaproyectos y la reducción del presupuesto para la atención de los problemas indígenas, centran sus alegatos en el señalamiento de traición sobre los funcionarios indigenistas, pero dejarlo ahí empobrece nuestra mirada sobre el fenómeno, empujando soluciones fáciles al problema. Hipotéticamente, si nos quedamos con esa visión, el problema de la toma podría solucionarse atendiendo el problema de vivienda, trabajo, educación y servicios de salud de la comunidad otomí de la CDMX, o cambiando los funcionarios señalados, pero esa no es una verdadera solución, porque ese no es el verdadero problema. Como se ha señalado en los comunicados de los que ocupan las oficinas del INPI, esa institución no los representa porque no defiende sus derechos. Pero tampoco le funciona al gobierno porque no controla a los indígenas, como lo hicieron sus antecesoras en sexenio pasados; porque el discurso de la multiculturalidad ya no entusiasma a nadie y tampoco hay dinero para calmar los ánimos de los inconformes.
Entonces, ¿Cuál es el camino para remontar el problema? Aquí cobran sentido los versos del poeta Antonio Machado: “No hay camino, se hace camino al andar”. Si el gobierno autodenominado de la cuarta transformación ha decidido no solo ignorar a los pueblos indígenas y sus derechos sino también reducir los instrumentos que gobiernos anteriores diseñaron para controlarlos, lo que queda es profundizar en la transformación que los pueblos indígenas vienen impulsando desde hace décadas para salir del colonialismo interno: fortalecer sus gobiernos propios, echando mano de sus recursos elaborados por siglos; extender las redes de apoyo a estos procesos de cambio con el resto de la sociedad para lograr sus objetivos. En estos procesos hay que evitar la suplantación de los pueblos por quienes los acompañan. Si cayéramos es esa “enfermedad”, podríamos terminar fortaleciendo el colonialismo que se busca remontar para construir un futuro propio.
Está demostrado que los pueblos indígenas, como parte que son de la sociedad mexicana, no pueden triunfar si no lo hace también el resto de la sociedad mexicana que lucha por sus derechos. Por eso es necesario volver a las demandas enarboladas en los mejores años del zapatismo y, junto con las demandas específicas de cada sector, luchar también por democracia y justicia, en donde pueden caber todas las demandas de los sectores sociales agraviados por los poderes que dominan el país. Visto que el actual gobierno no pudo o no quiso gobernar para todos, como lo había prometido, sino correrse a la derecha, hay que volver a la lucha social, como en años anteriores. Pensar que el gobierno de la 4T todavía representa una esperanza de cambio hacia los sectores desprotegidos es olvidar que en política lo que importa es la organización y lucha social, que es la única manera de transformar la sociedad.
Francisco López Bárcenas es