Por Alex Sierra R.
El 19 de agosto de 2011, en confusos hechos que aún son motivo de investigación, un uniformado de la policía nacional de Colombia disparó y dio muerte a Diego Felipe Becerra, un joven de 16 años que junto con dos de sus amigos, estaba pintando graffitis artísticos en muros del norte de la ciudad de Bogotá. Según la versión de quienes le acompañaban, Diego corrió al notar la presencia de la policía y fue herido mortalmente cuando el agente le disparó por la espalda. En la versión ofrecida por la policía, Diego sería parte de una banda criminal que intentaba robar un bus de transporte urbano y estaría armado, razón por la cual la reacción de la policía fue defensiva y terminó con la muerte del joven.
Al correr de los días, la Policía Nacional ofreció pruebas que respaldaron su versión: se halló un arma de fuego y el supuesto conductor del bus que habría sido atracado por los jóvenes dio su testimonio en una reconocida cadena radial colombiana. Sin embargo, las investigaciones posteriores mostraron que Diego no era un criminal, ni portaba un arma de fuego cuando se le trasladó a la clínica donde murió esa misma noche, evidenciando con ello un gran montaje en el que estarían involucrados altos mandos de la Policía Nacional y que buscaban “justificar” un error que le costó la vida al joven artista.
El debate en Colombia frente a este caso se centró no solo en el encubrimiento, que desdibuja un error del uniformado en el mejor de los casos y lo convierte en un posible acto delictivo en el que habrían participado altos mandos policiales, sino también se debate la misma competencia de la justicia ordinaria (civil) en la investigación, ya que en un momento del proceso fue asumida por la Justicia Penal Militar, pero gracias a la presión ejercida desde la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos en Colombia y a un fallo del Consejo Superior de la Judicatura, el caso regresó a la justicia ordinaria sin que a la fecha haya sido resuelto.
El caso de Diego Felipe refleja solo uno de los más de 1.700 casos de homicidios documentados perpetrados por uniformados de las fuerzas policiales y militares en Colombia en los últimos 27 años, cuyas víctimas anónimas han sido conocidas como “falsos positivos” o falsos resultados de la lucha contra el terrorismo y la subversión, dejando en el aire la impresión que ciertos muertos son completamente justificables.
En el año 2008, los medios de comunicación dieron a conocer un escabroso episodio donde jóvenes sin oportunidades de sectores humildes habían sido contratados con engaños de supuestas opciones laborales legales e ilegales, por parte de complejas redes que incluían miembros de las fuerzas militares, que luego asesinaban a sus víctimas y las hacían pasar como guerrilleros caídos en combate para reclamar a cambio incentivos económicos y mostrar resultados operativos en la llamada política de “Seguridad Democrática” del expresidente Álvaro Uribe Vélez.
Nuevamente en la discusión sobre estos homicidios aparecen diferentes posiciones entre la competencia sobre el juzgamiento de los militares en estos hechos, que nada tienen que ver con sus funciones constitucionales y los hacen ver más como parte de la misma criminalidad que deberían perseguir. La discusión de fondo, más que la competencia entre quién debe ejercer el juzgamiento de los militares, es la impunidad que rodea estos hechos y la débil, cuando no cómplice acción de la llamada justicia penal militar, que no solo es laxa en la sanción penal, sino que además ha sido cuestionada por las condiciones de reclusión que dan pie a todo tipo de excentricidades y casos de corrupción .
Con esta paradoja entre unas fuerzas militares que requieren el apoyo ciudadano para vencer la criminalidad, y la desconfianza que generan los abusos de algunos de sus miembros, Colombia culminó el año 2011 con una polémica reforma a la justicia que entre otros aspectos, fortalece la figura del fuero militar. La reforma no solo es un retroceso para garantizar los derechos humanos, sino muestra un peligroso camino para la impunidad.
Esa es otra de las caras del “exitoso” modelo de lucha contra el terrorismo y la subversión que se ha mostrado internacionalmente y que se quiere exportar a regiones como centroamérica y México, que siguen el mismo camino con estrategias como la iniciativa Mérida.
Alternativas contra la criminalidad y la violencia
Pero y si no es por la fuerza, ¿Cuáles son entonces las alternativas para luchar contra la criminalidad y la violencia que agobia nuestros países? Colombia también puede mostrar algunas experiencias que pueden ser consideradas en otras latitudes, como la importancia de vincular a los jóvenes sin oportunidades a iniciativas que les devuelvan el auto estima y los arranquen del único medio que no pide acreditaciones académicas: la criminalidad.
Un programa llamado “Legión del Afecto” ha vinculado más de 2.000 jóvenes de zonas agobiadas por la violencia en 20 regiones de Colombia en los últimos ocho años, reconociendo que la desigualdad y la falta de opciones son el principal caldo de cultivo de la criminalidad y fortaleciendo liderazgos juveniles a través del arte, la música y la cultura. Esta experiencia no solo ha sido exitosa para generar confianzas entre las comunidades y el Estado, desde una perspectiva no militarista, sino que también ha incidido en la reducción de los índices de muerte violenta en las regiones donde se ha implementado.
En la ciudad de Barrancabermeja en el Magdalena Medio Colombiano, región que vio surgir el proyecto paramilitar de los años noventa, un grupo de jóvenes llamado “Quinto Mandamiento” aludiendo al mandamiento cristiano de “No matarás”, ha sido una estrategia para que personas con diferente origen étnico, de género y diversidad en tendencias estéticas, sexuales y políticas, trabajen conjuntamente en la objeción por consciencia ante todo reclutamiento legal o ilegal, pues consideran que la guerra no puede ser la opción para la sociedad que aspiran construir. Este grupo también le apuesta al arte y a la cultura, al trabajo directo con las comunidades y a devolverle a los jóvenes la esperanza que les quitó la guerra y la violencia. Su trabajo es voluntario y en pro de la construcción de caminos de paz desde la “no violencia activa”, que según manifiestan, los diferencia de la pasividad e impotencia que buscan generar en ellos los violentos.
Un logro de los objetores por consciencia en Colombia fue el respaldo que le diera la Corte Constitucional a la objeción de consciencia como un desarrollo del derecho fundamental al “libre desarrollo de la personalidad”, contemplado en la constitución colombiana y que hace posible que aquellos que se opongan mediante una firme convicción a hacer parte de los ejércitos, puedan evitar prestar el servicio militar que en Colombia no solo es obligatorio, sino que hasta hace muy poco tiempo se hacían “redadas” policiales y detenciones masivas para reclutar obligatoriamente a los jóvenes en áreas rurales y urbanas, casi siempre en sectores humildes y vulnerables.
Infortunadamente en Colombia son muchos los enemigos de la paz, siendo el hostigamiento y el miedo sus mejores armas. En los últimos días el colectivo “Quinto Mandamiento” fue objeto de amenazas por parte de la banda criminal de “Los Rastrojos” de origen paramilitar, que también amenazó a otras organizaciones sociales de Barrancabermeja, señalándolos de “guerrilleros”, “comunistas” y “maricas”. Esta situación se repite en diferentes regiones del país donde iniciativas pacíficas son estigmatizadas y perseguidas por diferentes bandas criminales, las cuales actúan en las mismas zonas donde han ido perdiendo control las guerrillas, diezmadas por los duros golpes que les han propinado las fuerzas militares y el gobierno colombiano. Cabe señalar el reciente operativo que culminara con la muerte del máximo líder de las FARC Alfonso Cano, en noviembre pasado.
El repudio ciudadano ante las guerrillas es evidente, no solo por el drama de los secuestrados, sino por su sevicia en el uso de artefactos como las minas anti personales, que asesinan y mutilan por igual a soldados, campesinos y niños. La imagen de una guerrilla altruista e idílica se ha desvanecido con su complicidad cada vez mayor con el narcotráfico y la perversión propia de un conflicto que ya casi alcanza los cincuenta años. Sin embargo, del otro lado la extrema derecha en Colombia redujo toda demanda ciudadana al san benito de “terrorismo”, de tal suerte que hay periodistas, defensores de derechos humanos, líderes sociales, y hasta fanáticos del Internet “Terroristas”.
La pregunta que se atreven a hacer algunos estamentos de la sociedad colombiana, incluyendo miembros de la iglesia católica como el arzobispo de la ciudad de Cali Darío de Jesús Monsalve Mejía, es si la paz que requiere el país llegará por la derrota militar de los denominados terroristas o si la reconciliación debería llegar como resultado de un propósito nacional para superar la desigualdad y la impunidad, garantizando por demás la gobernabilidad y legitimidad de las instituciones.
Una sociedad que condena a sus jóvenes humildes a ser víctimas o victimarios ante la mirada indolente de sus clases privilegiadas, difícilmente encontrará salida a su histórica violencia mediante la derrota militar que de hecho, ha generado la proliferación de múltiples estructuras criminales desde la desmovilización paramilitar en el año 2005 y que hoy administran todo tipo de negocios desde las finanzas públicas con sus testaferros electorales, hasta el tráfico y la micro extorsión de comerciantes y tenderos.
La seguridad que hoy ofrece Colombia parece ajena para muchos ciudadanos que padecen en carne propia el temor ante el crimen y los homicidios que se registran a diario en el país. Solo en el último año según cifras oficiales, fueron asesinadas 13.155 personas en Colombia y se incautaron un promedio de 74 armas de fuego por día. Los “avances” en seguridad están más vinculados a regiones que fueron pacificadas a sangre y fuego para la explotación de recursos naturales o la inversión extranjera, generando además el desplazamiento de más de más de 3.8 millones de personas, 100 mil de las cuales fueron desplazadas violentamente en el ultimo año .
Estrategias que ofrezcan oportunidades a los miles de jóvenes que son reclutados por todos los ejércitos y que por otra parte sean capaces de recobrar la credibilidad ciudadana en el Estado desde la justicia y la equidad, son dos grandes desafíos para la sociedad colombiana en el largo camino que aún le resta para la verdadera pacificación del país. La impunidad en los casos que se ven involucrados miembros de la fuerza pública, es solo el reflejo de una gobernabilidad débil que produce víctimas en lugar de evitarlas.
Por otra parte, esa misma fuerza vital de los jóvenes que en solitario buscan alternativas y espacios de participación real en la reconstrucción de la nación, requieren que la oferta institucional esté a la altura de sus expectativas, con algo más que una educación para privilegiados y un modelo de ciudadano reducido a la simple expresión productiva, negando de paso toda su capacidad creadora.
Tal vez el movimiento social más significativo en el último año en Colombia, fue el liderado por los estudiantes de las universidades públicas, quienes oponiéndose a una reforma estructural de la política educativa del país propuesta por el gobierno nacional y que buscaba abrirle campo a una mayor participación del capital privado en la educación pública, cambiaron radicalmente su estrategia de confrontación beligerante con la policía, tan llamativa para el sensacionalismo de los medios, y convocaron a muestras de afecto hacia los policías que inermes fueron fotografiados con decenas de jóvenes que les abrazaron.
Esta estrategia obligó a los medios a centrar su atención no solo en los destrozos y desmanes de las marchas, sino en algunas de las obvias preguntas del futuro de la educación pública en el país. Finalmente el gobierno retiró su propuesta de reforma, posponiendo al menos por ahora la inminente transformación del modelo educativo, que de nuevo deja abierta la pregunta de cómo garantizar la transición hacia la paz en un país que al mismo tiempo reduce las opciones de cerrar las brechas de exclusión y combatir la marginalidad.
Alex Sierra R. Es Antropólogo y se ha desempeñado como Investigador y Consultor independiente en temas como Derechos Humanos, Cooperación Internacional para el Desarrollo y Políticas Públicas en Colombia. Ha realizado su trabajo en zonas de conflicto armado y con comunidades vulnerables en su país durante los últimos 12 años. Es columnista mensual con el Programa de las Américas www.americas.org/es
PARA MAS INFORMACION:
Amenazas de muerte a organizaciones sociales en Barrancabermeja, Colombia, Programa de las Américas, 5 enere 2012. https://www.americas.org/es/archives/5957
Misión Internacional de Observación Pre-Electoral en Colombia-2010, Programa de las Américas, 10 mayo 2010, https://www.americas.org/es/archives/2218