Fronteras que matan

En Mapastepec, Chiapas, un mal cálculo —un pequeño resbalón— le costó la vida a un migrante hondureño cuando intentó subirse al tren. La máquina no detuvo su paso cuando la gente saltaba como él para aferrarse a su costado de hierro, y mucho menos cuando pasó por encima de su cuerpo. Los reportajes abundaron en detalles sobre el cadáver despedazado en los rieles, pero no dieron un nombre ni una sola historia del ser humano que dejó de existir el 25 de julio en el sur de México. No es el primero ni será el último.

En San Antonio, Texas, cerca de medianoche cayó la pesadilla. Al abrir un tráiler se reveló un cargamento de hombres, mujeres y niños encerrados en un calor asfixiante, sin aire ni agua. Ocho no se movían, ni se volverían a mover. Los demás huyeron de lo que pronto podría haber sido su tumba también. Tres más murieron en el hospital. Al jefe de policía se le quebró la voz al reportar el hallazgo en el estacionamiento del Walmart. Para las voces anti-migrantes, envalentonadas por Trump, no es una pérdida sino un ejemplo más de lo que le pasa a la gente que se atreve a entrar al país sin papeles.

Cruzar fronteras —simples divisiones administrativas entre naciones— se ha vuelto una actividad mortal, o si bien lo fue desde antes, ahora lo es más que nunca. Las políticas anti-migrantes del gobierno estadounidense se intensifican y ahora están aplicadas y reforzadas por su proxy, el gobierno de México, y también por los gobiernos centroamericanos que reprimen a su propia gente con tal de tener acceso a los dólares prometidos en la Alianza por la Prosperidad y otros programas de ayuda de EEUU. Estos programas exigen que México y los países del Triángulo Norte reduzcan la migración hacia el norte, restringiendo el derecho de migrar y de refugio de las personas que intentan escapar de las condiciones de pobreza y violencia en que viven, causadas por las malas políticas de sus gobiernos bajo el tutelaje de EEUU, como la guerra contra las drogas, el libre comercio, y el desarrollo desplazador y destructor.

Esta es la “fronterización” de la política exterior del nuevo gobierno de EEUU. La intención es hacer de las fronteras murallas que delimitan la compasión, que deshumanizan a las personas “de afuera” y que criminalizan la solidaridad. Para Trump, su asesor Steve Bannon, su fiscal Jeff Sessions y los que sueñan con el retorno a un América pura —blanca, patriarcal, oligárquica— que nunca existió, las fronteras son fundamentales para la reconstrucción de la nación. Endurecer fronteras para mantener adentro los suyos y expulsar y excluir a “los otros” es parte de la visión que tienen de una nueva sociedad que constituye el mayor retroceso en la historia del país.

Para las personas migrantes, puede ser la muerte. En México sólo hay cifras parciales de las muertes y desapariciones entre los aproximadamente  400,000 migrantes que pasan por el país al año. La política de apoyar a EEUU con la militarización de fronteras empezó en 2014 con el Programa Frontera Sur que, como dice el informe 2016 del Albergue La 72, “tuvo un objetivo específico: obstaculizar y frenar a toda costa a las personas que transitan por México de manera irregular en dirección a los Estados Unidos. Para ejecutar este cierre de fronteras se legitimó la persecución, la detención y la deportación.” Desde entonces el gobierno mexicano ha incrementado los operativos, retenes militares, hostigamiento y abusos contra migrantes.

A finales de julio, en solo dos días en el albergue Hermanos en el Camino de Ixtepec, Oaxaca, pude documentar los siguientes abusos entre las personas que estaban en ese momento: asalto, extorsión, persecución, violación sexual, golpizas, secuestro, soborno y abuso sexual. El endurecimiento de la frontera México-Guatemala, y de todo territorio mexicano como zona de contención para Estados Unidos, implica que las personas migrantes son presa fácil de autoridades y crimen organizado con casi total impunidad. Aún así, siguen saliendo no porque no conocen los riesgos, sino porque la situación en sus países es aún más desesperada. “Nunca ha sido tan difícil como ahora. Tomamos este camino porque no hay otra opción,” relata un joven hondureño con un encogimiento de hombros.

¿Qué se puede decir a la madre que busca un lugar para vivir donde sus hijos pueden comer a diario? ¿O al joven que huye de la discriminación violenta por parte de su propia familia por ser gay? ¿O al joven acosado por pandillas que asesinan todos los días? En sus países de origen, la violencia y el hambre parecen no tener fin. En México la falta de estado de derecho, la corrupción y la brutalidad predominan. En Estados Unidos la muerte los acecha a cada paso por el desierto, las detenciones aumentan y el racismo crece.

Aun así, ellos y ellas jamás aceptarán que no tienen lugar en este mundo. Sueñan con un futuro, como tiene derecho cada ser. Como explica un migrante de Honduras, el sueño americano ya ha cambiado. “[Estados Unidos] ya no es el país de los sueños. No es vida —prácticamente andas huyendo todo el tiempo.”

Él, como muchos más, piensa quedarse en México. La vida en los albergues ha cambiado en los últimos años. Cada vez más, se adaptan como refugios para personas que buscan un lugar seguro. Según La 72, “…somos un campamento de refugiados que recibe a las víctimas de los países que han sido catalogados como los más violentos del mundo.” Registran un aumento en migrantes de grupos vulnerables —niños no acompañados, LGBTQ, ancianos y mujeres embarazadas. Esta gente no solo sale a buscar trabajo, aunque esto sigue siendo una necesidad apremiante, sino para salvar su vida.

 

Este artículo se publicó originalmente en Desinformémonos.

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