La noche del 8 de marzo, mientras la presidenta se dirigía al país en cadena de televisión, una parte de la población le respondió con cacerolazos, bocinazos y abucheos en una decena de ciudades. Fue la primera aparición pública de Dilma Rousseff desde que se difundiera la lista con 47 políticos a ser investigados por desvío de fondos de la estatal Petrobras.
La protesta fue convocada desde las redes sociales por la oposición, en la que juega un papel central el Partido de la Socialdemocracia Brasileña (PSDB) del expresidente Fernando Henrique Cardoso y del candidato derrotado por Dilma, Aécio Neves. Cardoso, sin embargo, se desmarcó del pedido de destitución de la actual mandataria como promueve una parte de la oposición, incluyendo miembros de su propio partido.
Las protestas tienden a escalar. La oposición convocó marchas para el domingo 15, mientras el oficialismo reaccionó, de la mano de Lula, llamando a sus partidarios a ganar las calles el viernes 13. El clima de crispación social se produce en un marco de crisis económica, ajuste fiscal y recorte de beneficios sociales de los trabajadores. Una buena muestra de ese clima fueron las declaraciones de Aloysio Nunes, ex candidato a vicepresidente con Neves, quien dijo: “No quiero la destitución, quiero ver a Dilma desangrarse” (Valor, 9 de marzo de 2015).
La máquina de lavar
La crisis en torno al desvío de fondos de Petrobras coloca al gobierno a la defensiva. Luego de varios días de zozobra, el Supremo Tribunal Federal publicó los nombres de los 47 políticos que serán investigados. La mayoría son miembros del PT, pero también de los partidos aliados como el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), al que pertenece el vicepresidente de la República, Michel Temer, y los presidentes de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha, y del Senado, Renan Calheiros.
Cinco ex ministros de Rousseff, una ex gobernadora, 12 ex diputados y el ex presidente Fernando Collor de Mello, integran la lista de sospechosos. En total están involucrados miembros de seis partidos, tanto del oficialismo como de la oposición. La investigación se basa en las denuncias hechas por el ex director de Abastecimiento de Petrobras, Paulo Roberto Costa, y de Alberto Yousseff, encargado del lavar del dinero desviado. Ambos optaron por delatar a cambio de una reducción de la pena. Se estima que entre 2004 y 2012 la red de corrupción desvió unos 3.700 millones de dólares de la petrolera estatal.
El gobernante Partido de los Trabajadores (PT) difundió un comunicado defendiendo la investigación y asegurando que si alguno de sus militantes es encontrado culpable, será sancionado por el partido. Sin embargo, después de doce años de gobierno el partido no puede reducir el problema a un puñado de dirigentes. Detrás de las denuncias puede estar la derecha, incluso el capital financiero global que se frota las manos con la crisis de una de las principales petroleras del mundo ante la perspectiva de su privatización como salida a los graves problemas que enfrenta.
Dos grandes problemas parecen conformar el telón de fondo de la corrupción. El primero es el modo como el PT se financia desde que está en el gobierno. Sus campañas electorales se benefician de donaciones de grandes empresas, muy en particular empresas nacionales de construcción que nacieron bajo el desarrollismo de Getulio Vargas (1930-1945) y Juscelino Kubitshek (1956-1961), y se expandieron bajo la dictadura militar (1964-1985). Pero esas empresas multinacionales esperan un retorno a ganando licitaciones para las grandes obras que emprenden los gobiernos estatales y federal.
Ese esquema de financiación, que no nace con el PT pero que el partido “institucionaliza”, se diversificó desde el gobierno gracias al control de grandes empresas estatales, como sucedió con el mensalao bajo el primer gobierno Lula. En ese momento se utilizó la empresa de correos como base de los desvíos que se utilizaban para pagar una mensualidad a los parlamentarios de la base de apoyo del gobierno, asegurando de ese modo su fidelidad.
La justicia procesó, entre otros, a José Dirceu, ministro de la Casa Civil y hombre de confianza de Lula. Hubo otros casos posteriores que confirman que estamos ante un modo aceitado de financiación de los partidos, no sólo del PT, que se repite a escala de los estados y los municipios.
Aunque por ahora sus cuadros dirigentes no integran la lista difundida por la justicia, los grandes empresarios son también un sector fuertemente afectado por el caso de corrupción en Petrobras. El crecimiento del capitalismo brasileño tuvo uno de sus puntos de apoyo en un sector empresarial que proviene de familias emprendedoras cuyos negocios se focalizan en la construcción (Odebrecht, Camargo Correa, Andrade Gutierrez, OAS, Mendes Junior, entre las principales), en la alimentación (JBS Friboi, Brasil Foods), en grupos económicos como Votorantim y metalúrgicas como Gerdau.
El problema es que una parte de estas empresas, en particular las constructoras que tienen sólidos vínculos con Petrobras, no podrán seguir operando del mismo modo que hasta ahora. Este punto afecta una de las patas de la gobernabilidad lulista-petista y no será fácil, en adelante, encontrar apoyos en el empresariado. Al partido en el gobierno le llevó muchos años ganar la confianza de ese sector empresarial que ahora parece tan a la intemperie como el propio gobierno.
Cambio de época
Cuando llegó al gobierno en enero de 2003, Luiz Inacio Lula da Silva tejió una red de alianzas políticas y sociales que le aseguraron la gobernabilidad. En el parlamento, consiguió formar una base aliada de una decena de partidos. Con 90 diputados electos en 513, estaba forzado a tejer una base de sustentación de su gobierno. Para fines de año Lula había conseguido que once de los quince partidos con representación parlamentaria se comprometieran con el gobierno, lo que representaba 376 diputados, el 73 por ciento de la cámara (Folha de Sao Paulo, 30 de diciembre de 2003).
Es muy probable que muchos de esos diputados, algunos de cuño claramente conservador, hayan sido “ablandados” por las mensualidades que recibían puntualmente. Lo cierto es que la base aliada funcionó y se convirtió en una suerte de modelo de la gobernabilidad petista. Pero ese modelo se desgastó, como advierten muchos analistas, entre ellos el expresidente Cardoso. “Se agotó el presidencialismo de coalición, que en realidad es el presidencialismo de cooptación” (Xinghua, 10 de marzo de 2015).
Por un lado, se registra una evidente derechización del parlamento y un desgaste notorio del PT. En 2014 eligió sólo 70 diputados y perdió estrepitosamente en lo que fue su bastión, São Paulo, donde consiguió apenas diez diputados, retrocediendo a los niveles de 1990. Entre los demás partidos hubo cambios en estos doce años: algunos están en franco proceso de extinción, como el ultraderechista PFL, ahora Demócratas; muchos perdieron fuerza, mientras el PMDB mantiene notable continuidad, quizá por su inveterado oportunismo.
Pero lo más destacado es que nuevos partidos ingresaron a la cámara, donde hay ya 28 siglas representadas, casi el doble que en 2003. Esta pulverización de la representación se relaciona con la crisis de los partidos que genera la aparición de siglas que antes eran marginales o inexistentes. Pero la base de apoyo del PT se debilita.
El parlamento elegido en 2014 es el más conservador desde el golpe de 1964: la “bancada de la bala”, integrada por militares y policías que proponen la defensa individual armada, tuvo un crecimiento del 30 por ciento; la de los empresarios cuenta con 190 miembros y los ruralistas crecieron un 33 por ciento alcanzando la mayoría absoluta con 257 parlamentarios (Valor, 8 de octubre de 2014). Por el contrario, los sindicalistas tienen sólo 46 representantes–apenas la mitad de los que tuvieron en su mejor momento.
La crisis de 2008 y sus coletazos se conjugan con las movilizaciones de junio de 2013. No se trata de desgaste del gobierno sino algo más profundo: el fin de un ciclo virtuoso, de crecimiento económico y paz social. El primero estuvo impulsado por el alza de los precios de las commodities y las importaciones de China, que dieron margen presupuestario para políticas sociales compensatorias, mientras la integración de sectores sociales antes excluidos a través del consumo generó el espejismo de que pertenecían a las clases medias.
Desde la vereda opuesta a la de Cardoso, el dirigente del Movimiento Sin Techo (MTST) Guillerme Boulos, coincide en que “el modelo petista de gobernabilidad está agotado”. Asegura que durante los primeros seis años de Lula, hasta la crisis de 2008, se registró “un amplio proceso de conciliación de clases en la sociedad” (Correio da Cidadania, 2 de marzo de 2015).
Explica que ese consenso se sostuvo gracias a ganancias récord del sector financiero, de las constructoras y del agronegocio, “una bonanza inédita del gran capital, al mismo tiempo en que se ampliaban el salario mínimo y el crédito a los trabajadores, además de programas sociales como Bolsa Familia y Mi Casa Mi Vida”.
Con la crisis no se pudo continuar el crecimiento del 4 por ciento anual que hubo hasta 2010 y disminuyó el margen de maniobra para la conciliación de intereses. En la medida en que no hubo cambios respecto a la desigualdad ni se realizaron reformas estructurales, el fin de la integración vía consumo abrió la espita de la protesta social, apenas contenida por las políticas sociales y la expectativa de mejoras. Los deficitarios servicios sociales, transporte, salud y educación, fueron colocados por los manifestantes como muestra de lo poco que había cambiado el país. El mito lulista comenzó a desvanecerse.
Des-norteados
“Lula paz y amor”, lema de la campaña de 2002 que lo llevó a la presidencia, fue enterrado por muchas manos. En cierto momento, el capital financiero global (cuyos mandos se sitúan en Wall Street y la City londinense) decidió pasar a la ofensiva ante los crecientes desafíos que afronta: el yuan es ya la segunda moneda en el comercio internacional desplazando al euro y al yen; China y Rusia tienen pronto un sistema de pagos paralelo al SWIFT, entre otros.
En cada parte del mundo esa ofensiva se fue concretando en tiempos y modos distintos. Así llegó la crisis de Euromaidan, en Ucrania y el derribo violento del gobierno electo, el fin de las primaveras árabes, los ataques directos a los gobiernos de Caracas y Buenos Aires, usando incluso los servicios del juez federal Thomas Griesa.
Los dirigentes del PT no percibieron el nuevo clima, y si lo hicieron no tomaron ninguna medida. Siguieron diciendo, como Lula, que la crisis del 2008 fue para Brasil apenas una marolinha (ola pequeña) y, sobre todo, que el país “no tiene enemigos”. Lo cierto es que el primer gobierno Dilma fue derrotado por el capital financiero al impedir un mayor intervencionismo estatal en la economía.
Según el filósofo Pablo Ortellado, sostenedor del Movimiento Passe Livre, convocante de las manifestaciones de junio de 2013, la presidenta no pudo sacar adelante su política de reducir las tasas de interés y de subsidiar las tarifas públicas “por la influencia del sistema financiero en la política como en la economía” (IHU Online, 25 de febrero de 2015).
Los primeros meses del gobierno de Dilma representan la consolidación de esa derrota, desde el momento que colocó a un Chicago boy al frente de la Economía (Joaquim Levy), y está haciendo todo lo que juró que no haría durante la campaña electoral. “El retorno a políticas ortodoxas es una necesidad para equilibrar las cuentas, pero es una derrota política, fruto de la incapacidad de implementar un modelo económico alternativo”, sostiene Ortellado.
Este es el escenario que captó la derecha y sobre el cual está operando con lucidez. Los viejos esquemas de alianzas y la vieja economía sustentada en la exportación de commodities ya no pueden sostener el modelo, pero el PT, Dilma y Lula aún no han sido capaces de poner en pie otra cosa. Peor aún, se comportan como en 2003, cuando había margen político para hacer ajustes que permitieran relanzar la economía.
El dato que aún no consiguen integrar en su análisis, y ante el que se siguen parando mal porque no pueden aceptar que algo andaba mal, son los millones de brasileños en las calles de 353 ciudades durante un mes. La superficialidad con la que el PT y sus intelectuales interpretaron lo sucedido (desde culpar a la derecha hasta sentir que era un brote juvenil fugaz) los llevaron a cometer error tras error.
Uno de ellos fue la brutal beligerancia en la que se empeñaron contra Marina Silva, durante toda la campaña electoral, con tal virulencia que la sacaron del escenario. El precio fue demasiado alto. Abrieron heridas difíciles de cerrar, cegaron alianzas, ofuscaron a diestra y siniestra, y al decir que todo lo que no fuera PT era derecha, quedaron prisioneros de la confrontación con una derecha social, económica y política que hoy es más fuerte y tiene la iniciativa. Meses después están haciendo la misma política de la que acusaron a Silva.
Tiene razón Joao Pedro Stédile, coordinador del Movimiento Sin Tierra, cuando señala que “la democracia brasileña fue secuestrada por las empresas ya que las diez mayores financian el 70 por ciento del parlamento” (Carta Capital, 27 de febrero de 2015). Por eso no se va a realizar ninguna reforma política ya que depende de ese mismo parlamento que, evidentemente, no se va suicidar.
El MST ha convocado movilizaciones en todo el país en que, desde el 5 de marzo en el marco de la Jornada Nacional de Lucha de las Mujeres Campesinas, han participado más de 25,000 personas, según la prensa. Exigen una reforma agraria y cambios al modelo de explotación agrícola.
Parece evidente que sólo una amplia movilización social puede modificar la relación de fuerzas. Más que eso, un ciclo de luchas como el que deslegitimó el modelo neoliberal entre fines de los noventa y comienzos del nuevo siglo. No alcanza con las marchas que suelen organizar los sindicatos, con carros de sonido y servicio de orden para encuadrar a los manifestantes. En esa lógica se trata de “presionar” para negociar. Por el contario, el ciclo de luchas anti-neoliberal fue capaz de “destituir”.
Es posible que Brasil sea el espejo donde toda la región puede mirarse, ya que en todas partes está siendo necesario, como dice Boulos, “un nuevo modelo político y económico”. Un modelo capaz de abordar la desigualdad, que no se conforme con reducir la pobreza sin tocar las estructuras. Pero eso, como señala el dirigente de los sin techo, “no se alcanzará por medio de disputas institucionales”, sino a través de “la intensificación de las luchas populares”.
El principal obstáculo para que despegue un nuevo ciclo de luchas no es la supuesta pasividad de la gente (desmentida por las propias manifestaciones de junio), ni la hegemonía de los medios o las arremetidas de las derechas. Sino el propio progresismo que, aferrado al poder, recela de las calles desbordadas porque teme que vayan por ellos.