El juego de Trump

El gobierno de Andrés Manuel López Obrador no sabe qué hacer con Donald Trump. Ha vacilado entre una política de apaciguamiento y erráticas declaraciones de independencia. Haga lo que haga, las provocaciones desde la Casa Blanca del Soberano Naranja no cesan, sobre todo en el terreno de las relaciones comerciales y en el tema de migración y —como ahora— ligando ambos temas.

El 30 de mayo, Trump anunció —primero en un tuit y después en un oficio— su plan de imponer tarifas arancelarias de 5% a todos los productos importados desde México a partir del 10 de junio, subiendo 5% cada mes hasta llegar a 25% en octubre, nivel en que se quedarán hasta que Trump decida quitarlas.

El rescate exigido para liberarnos de nuestra condición decretada de rehén económico ni siquiera está definido: “Se levantarían las tarifas si nosotros determinamos, basado únicamente en nuestra discreción y nuestro juicio, que México haya llevado a cabo acciones efectivas para aliviar la crisis de la migración ilegal.”

La primera respuesta del presidente mexicano llegó en forma de una carta abierta a Donald Trump el 31. La carta es la expresión más firme de AMLO a Trump desde que empezara su extraña luna de miel antes de la toma de posesión. Afirma su política migratoria enfocada en las causas estructurales de la migración para evitar la migración forzosa y en los derechos humanos, cita la defensa de las cuatro libertades definidas por Franklin Roosevelt (de expresión, de religión, de vivir sin miedo y vivir sin penuria) y declara que no quiere conflicto. Hasta contesta el desafío macho de Trump: “Recuerde que no soy cobarde ni timorato, sino actúo por principios”.

La carta es una respuesta digna de una nación soberana frente al poder abusivo de EEUU. Critica —“La Estatua de la Libertad no es un símbolo vacío”—, aclama principios (“prevalecerán la justica y la fraternidad universales”) y se niega a doblegarse. No es un programa detallado para trabajar con la movilidad humana de manera positiva, pero establece los fundamentos para construir una política que responda a la crisis humanitaria que la política actual ha causado.

El problema es que la práctica no ha sido así.

Desde la amenaza de Trump de cerrar la frontera, las redadas, deportaciones, detenciones y maltratos hacia las personas migrantes han incrementado. En enero de este año, el gobierno de López Obrador deportó a 8,248 personas a los países centroamericanos. En mayo fueron 15,640 —casi el doble. Ha aumentado el uso de la detención migratoria en condiciones inhumanas y represivas que han provocado enfrentamientos. Según cifras de la Secretaría de Relaciones Exteriores, se ha deportado a 80,537 migrantes en este sexenio, cifra que se maneja como si fuera prueba del compromiso a parar los flujos migratorios cuando en realidad es un dato vergonzoso de la falta de comprensión y acogida para familias buscando un lugar seguro. La incapacidad de procesar las solicitudes de asilo, que se estima podría alcanzar 60,000 este año, significa que personas con necesidades de protección internacional y asilo no tienen acceso a este derecho esencial.

Además, el gobierno mexicano asumió el trabajo sucio del gobierno corrupto y racista de Trump en forma del programa “Quédate en México”. Ha recibido a 8,835 retornados de EEUU que esperan sus trámites de solicitud de asilo allá. Esta gente está separada de sus casos legales, frente a reglas y prácticas que los dos gobiernos van definiendo en los hechos con enorme confusión, y es rehén de calendarios burocráticos que se demoran meses y hasta años. En Tijuana hace unas semanas documentamos los abusos del programa binacional que seguramente forma parte de las negociaciones con el gobierno de Trump ahora, ya que quiere extenderlo e incluso convertirlo en un acuerdo de Tercer País Seguro que negaría de plano el derecho de pedir asilo en EEUU si se llega por México.

El gobierno que anunció su adhesión al Pacto Mundial para la Migración con la promesa de “un cambio de paradigma”, parece cada vez más un espejo del vecino del norte, con sus infames medidas de disuasión, castigo y muerte. La Misión de Observación de la Crisis Humanitaria de Personas Migrantes y Refugiados en el Sureste Mexicano, conformada por 24 organizaciones, acaba de presentar su último informe desde la frontera sur. Lamenta “un enfoque de seguridad militarizada por encima del respeto y protección de los derechos humanos de las personas en movilidad” y denuncia una “estrategia de desgaste y contención, que tiene la intención de generar cansancio, desmovilización y disuasión de las personas ante el acceso al derecho a solicitar refugio y a procedimientos de regularización, así como restringir y criminalizar la movilidad humana.”

Si suena conocido, es que esa es la política de los Estados Unidos que ha resultado en la muerte de seis niños y niñas en manos de las autoridades estadunidenses desde septiembre y más de 7 mil migrantes que perdieron su vida cruzando a EEUU desde 1998 —tres, este fin de semana pasado. Es una política de muerte como castigo y desincentivo que empezó mucho antes del gobierno de Trump y ha sido adoptada y alimentada por presidentes demócratas y republicanos durante décadas. Ahora, la Patrulla Fronteriza utiliza la muerte de los niños y niñas como una moraleja sobre los peligros del viaje, en lugar de asumir responsabilidad por matar a la niñez.

Lamentablemente, también existe la separación de familias y la muerte de migrantes en México. La crisis actual, lejos de ser una crisis de número de personas, es una crisis política que ha surgido de la falta de coordinación y liderazgo, la sumisión a programas estadounidenses de control de fronteras por encima del cuidado de seres humanos, y la perseverancia del modelo de contención y la corrupción a fondo de las burocracias y las fuerzas de seguridad.

Este modelo creció con el apoyo de la Iniciativa Mérida al Plan Frontera Sur. no hay indicios de que a pesar del anuncio del fin de la Iniciativa Mérida se esté reorientando la política migratoria y el trabajo en las fronteras. Al contrario, sigue predominando la militarización y este hecho no cambió con el despliegue de la Guardia Nacional.

El gobierno quiere negociar un arreglo que lo proteja de represalias comerciales y se enfoque en el plan de desarrollo integral para América Central y el sur de México. Es un plan de largo plazo que parte de la idea correcta de que hay que enfrentar la migración volviéndola una opción y no una obligación forzosa, pero no se puede combinar con medidas de contención que niegan la dignidad humana y los derechos inherentes que se dice respetar. En este plano, hacen falta cambios inmediatos para dejar de ser una copia de lo que es actualmente el peor ejemplo del mundo.

Elegir, en la política y la práctica, el camino no sumiso de los principios es beneficiar no solo a las familias migrantes mexicanas y centroamericanas, sino a todo el país. México tiene, guste o no —evidentemente el gobierno de AMLO preferiría que no—, el papel predominante de enfrentar al pre-fascismo en el hemisferio y su encarnación más amenazante: Donald Trump. Como el blanco de las peores políticas de Trump, entre ellas la migración, el país tiene que ser ejemplo de una política que sustituya la criminalización por el respeto, la separación por la reunificación, la detención por la libre movilidad, la seguridad nacional de estado por la seguridad humana, la represión por la protección y la xenofobia por la hermandad.

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