—Tata Dios. Tata Dios… —Felipe llegó hasta Nogales desde el noreste de Guatemala. No habla inglés. Apenas araña el español. Felipe es un niño guatemalteco que sólo habla mam.
A principios de julio, poco antes de que Estados Unidos celebrara otro aniversario de su independencia, el 4, empezó a llegar a este centro de detención una oleada de niños mam. “Hacíamos lo que podíamos, pero tampoco nosotros les entendíamos… casi sólo hablaban la lengua de sus pueblos indígenas”, cuenta una agente consular salvadoreña destacada en Arizona. Guatemala no tiene consulado en Tucson o en Nogales: un par de empleados consulares, destacados en Phoenix, a poco menos de 300 kilómetros, viajan eventualmente hasta Nogales para atender a los migrantes de ese país.
A miles de kilómetros de ahí, Martín, un trabajador social en Maryland que se identificó solo con su nombre de pila, escuchó historias como la de Felipe e inició una cadena en Facebook para buscar, entre las comunidades guatemaltecas en el área metropolitana de Washington, intérpretes de mam. No tuvo éxito.
A Felipe lograron entenderle un poco con señas, dibujos y, sobre todo, por la aflicción dibujada en el rostro cuando, tras hablar a Guatemala una vez desde el centro de Nogales —desde julio, según fuentes consulares centroamericanas, a todos los niños, sin excepción, les permiten realizar una llamada telefónica hasta sus países —, se enteró de que alguien había intentado matar a su mamá.
—Tata Dios, señora, Tata Dios —gritaba el niño al escuchar las noticias de su aldea. Su caso recibió seguimiento de los agentes del CBP, quienes se interesaron por averiguar qué había pasado en la aldea de Huehuetenango de la que salió Felipe; al final, quedó en claro que la madre había sido atacada por delincuentes y que la llevaron a un centro de salud donde la estabilizaron. Felipe, quien según entendieron agentes consulares que escucharon su historia viajó para huir de la violencia que postró a su madre, terminará, por ahora, en un albergue: aún no identifica parientes que podrían responder por él en Estados Unidos.
“Muchos niños, como él, perdieron todas sus cosas, que nunca eran muchas, en el camino. Algunos contaban que se escondían en los calzoncillos el papelito en el que traían nombres y teléfonos de sus familias, pero los perdieron al cruzar el río (Grande)”, cuenta una agente consular salvadoreña.
Es una de las historias del centro de detención de Nogales, donde una veintena de periodistas entró el 20 de junio pasado a mirar una versión más amable de la crisis de los niños migrantes. Durante esa visita guiada fue posible apreciar, durante unos minutos, la parte más fotogénica de la crisis. La menos fea.
En esta visita guiada hay mucho silencio: los niños no hablan, ni siquiera en susurros; apenas un par de sonrisas que no alcanzan a esconder el peso de sus historias, de las historias de los que llegan desde los pueblos mam o de las niñas que dejan atrás países de poca esperanza para aventurarse a llegar hasta el norte.
Pero incluso en esta visita guiada el frío no puede esconderse: golpea.
Los niños les dicen hieleras. En la de Nogales, el frío golpea desde la entrada, sobre todo porque quien entra viene del desierto, de la inmensa planicie seca de arena blanca, gruesa, que se extiende por todo el norte
de Sonora, en el norte de México, y por el suroeste de los Estados Unidos, en Arizona, ahí por donde han caminado durante décadas los migrantes.
El frío golpea y, al decir de varios de las decenas de niños aquí recluidos, llega a ser aun peor que los 45 grados Celsius, la resequedad en la boca y las llagas en la piel que provoca, afuera, el desierto.
Desde fuera, la hielera de Nogales luce como una cárcel de las que Hollywood suele fotografiar con tomas aéreas: estructuras cuadradas de cemento gris y pardo; alambradas; reflectores; carros con sirenas y guardias armados. Adentro, el guion es también, como una película, de terror cuando la cuentan los niños.
S.G., una joven guatemalteca de 17 años, llegó a la hielera de Nogales a mediados del año pasado, después de haber pasado por otras dos hieleras.
S.G. entró a Estados Unidos por McAllen, el pueblo fronterizo tejano enclavado en el valle del Río Bravo que es el otro epicentro de esta crisis migratoria. Cuando los agentes de CBP la arrestaron, empezaron a maltratarla, según lo contó la joven a una trabajadora social con la que habló varias semanas después. Este es su relato del terror, reconstruida a partir de esa entrevista.
“Me vine de Guatemala con mi hija. Ella tiene un año. Estuve en tres hieleras, como nueve días. En la primera hielera un oficial me gritó: ‘Vienes a este país solo a robarnos el dinero’… No me dejaron cambiarle la ropa a mi niña, solo el pañal…
“En la segunda hielera, los agentes no me dieron cobijas ni comida ni pañales para la niña hasta el tercer día. Tampoco me dieron medicinas, pero yo sentía que la niña estaba enferma. En la tercera hielera (Nogales) tampoco me dieron comida, hasta el tercer día. La niña tenía hambre. Lloraba y lloraba. Tuvo hambre en las tres hieleras”.
“Le pregunté a uno de los agentes por qué tanto frío, por qué la temperatura tan baja. Me contestó: la baja temperatura mata los microbios”, lo dice, con una mueca de disgusto, la agente consular salvadoreña que ha entrevistado a decenas de menores de su país recluidos en Nogales desde que inició la crisis, quien aceptó compartir sus experiencias desde el anonimato para hablar con libertad. Mientras habla, la mujer apoya su mano sobre un escritorio de fórmica en el consulado salvadoreño en Tucson, a 90 kilómetros de Nogales; a pocos centímetros yace uno de los kits que los agentes dan a los niños que llegan a las hieleras: una bolsa de plástico transparente que contiene una yarda de un material brillante, como aluminio, para protegerse del frío.
Esa es una imagen que también golpea, la de muchas mantas de aluminio juntas, tendidas sobre decenas de niños y de bebés que son sus hijos. Y golpean, de nuevo, sus historias:
“Y.R. tiene 16 años. La arrestaron con su hijo de dos años y CBP los puso a ambos en una celda junto a otras 30 personas, la mayoría adultos. Dice Y.R. Que la celda era un ‘congelador’, y que no le dieron ninguna sábana. Al tercer día de estar en la celda, el hijo de Y.R tenía síntomas de fiebre. Al principio, la joven tuvo miedo de avisar a los custodios sobre la condición de su hijo porque había visto que le gritaban a cualquiera que pedía ayuda… Un oficial la acusó de mentir sobre su edad; le dijo: ‘las niñas de 16 años no tienen hijos que son mayores de un año’ “.
El testimonio de Y.R y el de S.G., guatemaltecas, son dos de 40 listados como ejemplos en una denuncia colectiva por 116 casos de abusos atribuidos por menores centroamericanos a agentes de CBP. Cinco organizaciones no gubernamentales, en representación de los menores, interpusieron la demanda ante la Secretaría de Seguridad Interna (DHS, en inglés) en Washington la segunda semana de junio, poco después que Obama etiquetara de crisis humanitaria la situación de los niños en la frontera.
La visita de periodistas a Nogales también sirvió para ver de lejos la bodega rectangular, divida en sectores con vallas móviles de malla metálica, donde duermen los menores. Ese día no olía mal. Usualmente, dicen trabajadores sociales, agentes consulares y niños que han estado ahí, apesta, a sudor, a cuerpos que han pasado hasta 20 días sin ducha. A mierda.
“Hoy huele menos. Yo estuve 10 días llegando a entrevistar a los niños. Cuando llegué se sentía el olor a caca… Al principio sólo había pocas letrinas, después pusieron de esos baños plásticos verdes, pero ese olor se esparce…”, cuenta un agente consular centroamericano que visitó Nogales a finales de junio.
Dice Ashley Huebner, coordinadora de los abogados demandantes, que decidieron aprovechar el reflector que el mismo Obama puso a la crisis en la frontera para ventilar los abusos a los que los menores han sido sometidos por agentes estadounidenses desde hace un buen tiempo. Los abusos, dice Huebner, no han recibido suficiente atención del Washington oficial.
En lo que va de crisis, de hecho, poco se ha hablado en Estados Unidos de esos abusos. El tema de los menores migrantes ya provocó un puñado de audiencias especiales en comités legislativos en Washington, a uno de los cuales llegó Jeh Johnson, secretario de DHS, y en las que algunos congresistas, como el senador republicano Lindsey Graham, de Carolina del Sur, propusieron a Obama que deporte a todos los niños que llegaron a partir de octubre. También ha generado la crisis una nueva ola de peticiones a la Casa Blanca, desde el lobby latino, para que pare las repatriaciones. Se habló de presupuesto, de acciones desde el Ejecutivo, de la implicación política que para demócratas y republicanos tendrá la crisis en las elecciones legislativas de noviembre próximo. Y se habla, también, de la pésima situación de los países de origen de los menores. Poco se habla de las denuncias sobre abusos cometidos por agentes estadounidenses en suelo estadounidense.
Al final, y en resumen, la solución inmediata desde Washington, al menos la que se dibuja en la petición presupuestaria que Obama hizo al Congreso sí pasa por mejor atención en las hieleras. Y pasa, también, por más deportaciones: los niños que están en el sistema desde que empezó la crisis serán repatriados. Lo dijo el vicepresidente Joe Biden durante su reciente visita a Guatemala. Lo dijo el secretario Johnson, también en
Guatemala. Lo dijo Josh Earnest, vocero de la Casa Blanca. Y lo empezó a hacer ya la administración a través de DHS: el martes pasado salió de Estados Unidos el primer vuelo fletado lleno sólo de menores hondureños; a Guatemala han sido deportados niños, pero que viajaban en compañía de familiares.
Epílogo
Allá, en la hielera de Nogales, quedan otras historias. Decenas. Cientos. Como la de Felipe, el niño mam, o la de los hermanos Rodríguez.
—En la otra jaula, él se puso violento. Yo tengo que hacerle cosquillitas para calmarlo. —Juan, de 11 años, el menor de los dos hermanos, explica a la trabajadora social porque siempre tiene que estar cerca de su hermano mayor, Byron, de 13 años.
Los Rodríguez llegaron con su tía, otra niña, de 15 años, y otras dos hermanitas. A la tía no la separaron de las pequeñas. A Juan lo iban a separar de Byron, pero el mayor de los hermanos empezó a atacar a otros niños que estaban recluidos junto a él; a uno lo tomó del cuello, con fuerza. Juan abrazó por detrás a su hermano para hacerle cosquillas. Para calmarlo. Solo así Byron dejó ir el cuello del otro.
—¿Y tu papá está aquí en Estados Unidos? —le preguntó alguien a Juan en la hielera de Nogales. —Aquí vive. Se llama como yo, pero yo no lo conozco —contestó el niño.
Hector Silva es reportero con Plaza Pública, Guatemala. La versión completa de este reportaje se encuentra en http://www.plazapublica.com.gt/content/el-infierno-en-las-hieleras-0
*La mayoría de los nombres en este reportaje, como el de Silvia, están cambiados a petición de los mismos protagonistas o de las personas que narraron las historias de Los niños que viajan por México en compañía de coyotes y pasan solos la frontera con Estados Unidos.