Nota del Editor: A continuación se encuentra un discurso pronunciado el 9 de abril por la Directora del Programa de las Américas Laura Carlsen en la Conferencia de la Coalición de Solidaridad con América Latina/School of the Americas Watch de este año.
Al laborar, viajar y compartir con nuestras familias y amistades transfronterizas, aprendemos a transitar entre lenguas, culturas y contextos en aras de algo profundamente humano: la voluntad de afirmar la vida ante la violencia y la brutalidad. Por eso es que cada vez más, como analistas políticos y activistas trabajamos a la par de artistas, actores, músicos, bailarines y payasos: los que pintan nuestra rabia e indignación a todo color y le brindan alegría a los actos sencillos de resistencia, para mantener la esperanza y los movimientos vivos.
Pero también tenemos que entender la naturaleza de las amenazas a nuestras vidas y felicidad. En una conferencia sobre el militarismo y América Latina el asunto de primer orden tiene que ser la guerra contra las drogas.
La guerra contra las drogas se ha convertido en el principal vehículo de militarización en América Latina. Es un vehículo financiado e impulsado por el gobierno de EE.UU. y alimentado por una combinación de moralidad falsa, hipocresía y mucho miedo frío y duro. La llamada “guerra contra las drogas” es en realidad una guerra contra el pueblo, especialmente jóvenes, mujeres, pueblos indígenas y disidentes. La guerra contra las drogas se ha convertido en la principal vía del Pentágono para ocupar y controlar países a expensas de sociedades enteras y muchas, muchas vidas.
La militarización en nombre de la guerra contra las drogas está ocurriendo más rápidamente y más cabalmente de lo que la mayoría de nosotros probablemente anticipamos durante la administración Obama. El acuerdo para establecer bases en Colombia, luego suspendido, envió una de las primeras señales de la estrategia. Y hemos visto la prórroga indefinida de la Iniciativa Mérida en México y América Central, e incluso, por desgracia, barcos de guerra enviados a Costa Rica, una nación con una historia de paz y sin ejército.
Pongo énfasis en la lucha contra las drogas porque vivo en México y me he centrado durante años en esto. Creo, sin embargo, que a medida que trabajamos en todas las materias de las que hemos hablado durante estos últimos días, nos recordamos de la importancia de no construir zanjas estrechas para cada problema, de no permitirnos sentir que cada causa compite con la siguiente, y de no exasperarnos cuando nos piden que nos preocupemos por todo. Tenemos que preocuparnos por todo debido a la forma en que todas estas formas de militarización se unen en un sistema de apoyo violento para un modelo económico violento. Tenemos que entender cómo encaja todo junto y cómo afecta nuestras propias vidas y las ajenas. Hemos visto cómo, incluso a veces sobre todo, los que están más desesperadamente inmiscuidos en sus propias luchas hallan claves e inspiración de otros.
Son los propios movimientos populares en América Latina que están demostrando el camino para nosotros hacer eso. Durante la última década, América Latina se ha transformado profundamente. No solamente por la elección de gobiernos progresistas o de centro izquierda, aunque eso sí es importante, importante para lo que se ha hecho para la vida de los pobres, importante para la libre determinación, e importante para liberarse de la hegemonía de EE.UU. en la región y crear un mundo más multipolar.
Más importante, sin embargo, son los movimientos de base que los llevaron al poder y los mantienen en el poder. También son importantes los movimientos de resistencia de base que se están enfrentando a los gobiernos represivos y autoritarios de la región, como el Frente Popular en Honduras, el movimiento de No Más Sangre en México, y los haitianos que han hablado aquí.
Estos hombres y mujeres, jóvenes y viejos, están en la vanguardia de la batalla por una nueva forma de vivir en sociedad y en el mundo. Los movimientos indígenas como los zapatistas que pusieron en primer plano los conceptos de la autonomía y el poder como algo de adentro, no de arriba; la CONAIE y los movimientos de Ecuador con la idea del Buen Vivir y los derechos de la naturaleza, ahora en la Constitución; las feministas hondureñas que insisten en que sus demandas formen parte de la resistencia de los movimientos: encabezan el camino hacia imaginar y luchar por nuevas filosofías civilizadoras y abarcadoras.
Sus movimientos desafían cómo pensamos acerca de nuestro mundo y nuestra relación con éste, y aportan nuevos conceptos y prácticas que potencialmente nos pueden salvar de las múltiples crisis que enfrentamos: la posibilidad real del colapso económico, ambiental y social. Si bien en el pasado hemos colaborado en solidaridad para cambiar la política de EE.UU. hacia una región en crisis, hoy en día trabajamos juntos para cambiar las políticas que han llevado al mundo a la crisis.
Ya no miramos a América Latina para salvarla; miramos a América Latina para ayudarnos a salvarnos a nosotros mismos.
Esto cambia por completo la forma en que pensamos acerca de la solidaridad. No se trata de nosotros ayudarlos a ellos. Se trata de unir fuerzas para ayudarnos a todos. Se trata de vincular vidas y mentes para concebir de alternativas que sustenten la vida y para hacer espacio para nosotros mismos construirlas, creando espacios físicos y espacios políticos en este sistema global que todo lo incluye.
Sigue siendo cierto, especialmente en los países que están sufriendo la peor parte de la represión, que necesitan nuestra ayuda. Como nos dijo Perla de la Rosa, para lugares como Ciudad Juárez, en las garras de un miedo que no es inducido solamente por los medios de comunicación, sino que está radicado en la violencia de la vida cotidiana, nosotros tenemos un espacio para actuar que ellos no tienen.
O las mujeres defensoras de los derechos humanos en México y América Central. La mayoría de nosotros contamos con protecciones que ellas carecen, y su exposición al riesgo debe ser nuestro momento para apoyarlas. También tenemos la responsabilidad de actuar porque el gobierno de EE.UU. apoya activamente a los regímenes que las acechan, y porque sufren las consecuencias de la agresión militar y la resistencia doblemente.
Pero sobre todo, la solidaridad es de interés propio en estos días. Es la conservación propia, pero no en el sentido individualista impulsado por el neoliberalismo. Una de las grandes lecciones de la experiencia de América Latina, y especialmente del movimiento indígena, es la manera de entender el “yo” en un colectivo. Cuando lo hacemos, la conservación propia, tanto física como espiritual o como prefieran llamarla, es un esfuerzo transfronterizo e incluso planetario.
Esto redefine la “solidaridad”, la idea de apoyar a otros movimientos, como el desarrollo de alianzas estratégicas. O enfrentamos esto juntos o no lo enfrentamos.
La globalización, este sistema devorador y deshumanizante, verdaderamente nos ha hecho un gran favor en este sentido. No tenemos que convencer a la gente de que estamos interconectados. No tenemos que presentar argumentos para convencer a nadie de que lo que sucede en otros países nos afecta.
Los trabajadores saben cómo las empresas emplean a trabajadores mal pagados en otros países para afectarlos. Los agricultores saben cómo las importaciones y exportaciones mundiales distorsionan sus mercados y desplazan a los pequeños agricultores en todas partes. Nuestras comunidades están compuestas en gran medida de personas obligadas a migrar por conflictos o por apropiaciones de tierras generadas por un sistema económico que crece siempre tomando más y dejando menos.
Considerar la solidaridad como una serie de alianzas estratégicas también nos brinda una gran oportunidad para deshacernos de los vestigios de paternalismo en nuestros movimientos. Hay todavía demasiado a menudo una actitud centrada en Washington, incluso entre los progresistas, de ayudar a los países y los pueblos con sus problemas al mismo tiempo en que estamos causándolos.
Promueve un enfoque en que supuestamente eliminamos la paja del ojo de los vecinos mientras se ignora la viga en el propio, dejando a todos ciegos.
Una vez más, la guerra contra las drogas es un ejemplo clásico. La Iniciativa Mérida provee fondos para que los intereses estadounidenses entrenen a fuerzas de seguridad, proporcionen tecnología de inteligencia y bélica, asesoren en cuanto a la reforma de los sistemas judiciales y penales y la promoción de los derechos humanos, todo en México. Lo mejor que podríamos hacer en EE.UU. sería reducir la demanda que provee de fondos a los cárteles a través programas de salud y legalización, detener la corrupción y el lavado de dinero aquí, y, sobre todo, poner fin a la guerra contra las drogas que ha desencadenado la violencia.
La guerra contra las drogas es un modelo diseñado para reprimir a las poblaciones y militarizar a otros países. No se puede mejorar; tiene que ser reemplazado. Es por eso que tenemos que poner FIN a la Iniciativa Mérida.
Una vez más, es una idea zapatista que señala el camino para pasar de un modelo de solidaridad a un modelo de alianzas estratégicas. Dijeron no solamente nos apoyen, no nos copien: creen el zapatismo en sus propias comunidades. Por ejemplo, si comenzáramos a vivir según los principios del Buen Vivir en la economía consumidora más voraz del mundo, los mercados de las transnacionales se reducirían y la presión sobre los recursos naturales en los países pobres disminuiría. Si viviéramos como si la naturaleza tuviese derechos; si incorporáramos a nuestra vida cotidiana la idea de que la desigualdad es un mal social y no un fracaso moral individual; si construyéramos nuevas comunidades; si en vez de debatir diferentes formas de intervención, simplemente demandáramos que nuestros gobiernos cumplieran con el juramento hipocrático de “NO HACER DAÑO”, imagínense el impacto en el resto del mundo.
Hay mucho espíritu en esta sala. Hay mucha experiencia y conocimientos y convicción. Somos organizaciones religiosas, organizaciones estudiantiles, organizaciones de mujeres, somos grupos locales y si nos esforzamos podríamos convertirnos en un nuevo tipo de organización que aún no hemos imaginado.
Tenemos que darnos cuenta sin embargo de que nuestra fuerza no está en esta sala. Nos empeñamos al reunirnos de esta manera y aprendemos unos de los otros, pero nuestra fuerza para lograr el cambio real tiene que ser desarrollada de vuelta en nuestras comunidades.
Hemos estado hablando acerca de cómo hacerlo, sobre todo en relación a temas específicos. Han surgido una gran cantidad de buenas ideas. Pero cambiar el concepto de solidaridad a uno de construir alianzas estratégicas en contra de un sistema mundial realmente es un cambio fundamental. ¿Qué pasa si en vez de preguntar, ‘¿cómo podemos comunicarles a la base nuestros asuntos?’ preguntamos: ‘¿cómo podemos darle una mano a las personas que están tratando de lograr el cambio, la justicia, satisfacer necesidades básicas en nuestro país y en el extranjero?’
Creo que a veces usamos métodos tan de arriba hacia abajo como los procesos que criticamos, en la forma de definir programas y de relacionarnos con nuestras comunidades. Hemos mejorado mucho en escuchar a nuestras contrapartes en América Latina, pero aún estamos atrás en escuchar a nuestras propias comunidades, especialmente las pobres, la comunidad LGBT, los inmigrantes, los latinos y los afroamericanos.
Cuando hablamos sobre la creación de alianzas globales, estos sectores son actores críticos, y están en el extremo receptor de campañas intensas gubernamentales y de los medios de aislar, dividir y fomentar el odio. A veces nos apoyamos en ellos para las movilizaciones, especialmente las mujeres, pero no siempre estamos presentes en sus luchas por la vivienda y batallas para la educación pública en nuestras propias comunidades debido a la forma en que nuestra visión política se ha fragmentado en asuntos individuales.
No podemos sentarnos y decir, “Estoy haciendo lo correcto, y si el resto de ustedes no se apuntan es porque están enajenados”.
No, es porque no estamos haciendo nuestra labor correctamente. Ese tipo de autocomplacencia condena a nuestros movimientos para el cambio a los remansos de la rectitud moral y la ineficacia absoluta. Debemos dedicarnos a incluir a todos en estas nuevas alianzas globales. Esto significa ver cómo nuestros problemas, nacionales y extranjeros, están conectados. Tomar como punto de partida las necesidades de los excluidos, los explotados y los reprimidos. Hacer visibles las mujeres y, aún más importante, la integración de la igualdad de género plenamente en una agenda de justicia global.
Hemos estado hablando sobre el militarismo como algo aparte de la política interna. Si alguna vez hubo un momento en que tuvimos la oportunidad de esclarecer los vínculos entre una economía de guerra y una economía en contra de la gente pobre, es este. ¿Quién está construyendo los puentes entre estos temas? ¿Quién se está alzando para decir que la elección entre la seguridad y alimentarse es falsa, que la verdadera cuestión es quién estará a salvo y quién se alimentará (y quién será asesinado y quién morirá de hambre) si esta marcha hacia el desastre sigue?
Por último, cuando digo que la solidaridad debe dar paso a las alianzas estratégicas, no es que quiera negar el papel de la empatía. En absoluto. Sé que en gran medida es la empatía profunda que tienen ustedes que mantiene vivo este movimiento y que le da el impulso para cruzar fronteras.
En enero se realizó una manifestación binacional entre El Paso, Texas y Ciudad Juárez, Chihuahua. Le pregunté a la organizadora de los estudiantes en el lado de El Paso si estaba preocupada por “el desbordamiento de violencia” de México. Ella dijo lo que yo esperaba, que no había pruebas de violencia indirecta, que El Paso tiene una de las tasas más bajas de homicidios en el país, y que la frase se había convertido en una frase repetida de los medios de comunicación para promover la militarización de la frontera suroeste.
Luego dijo algo que me sorprendió. Dijo, pero sí hay violencia que se ha desbordado. Estas son nuestras familias y amigos en Juárez que viven con miedo y sangre vertida. En muchos sentidos, somos una ciudad dividida por una frontera.
“La violencia se nos derrama en los corazones”.
Las conexiones humanas entre nosotros, la ‘violencia que se nos derrama en los corazones’, esta unión necesaria entre la alianza estratégica y la empatía, esta es la esencia y la fuerza de nuestro trabajo para rechazar la militarización en el hemisferio.
La solidaridad puede estar muerta, pero algo mucho más profundo puede nacer de ella. El reconocimiento de la naturaleza sin fronteras de las amenazas que enfrentamos y, también, de nuestra humanidad.
Laura Carlsen es Directora del Programa de las Américas del Center for International Policy en la Ciudad de México, www.americas.org.