El amplio movimiento estudiantil que ganó las grandes alamedas en Chile, con manifestaciones de cientos de miles de jóvenes y con la ocupación de decenas de colegios secundarios demandando cambios en el sistema educativo, se ha ido sedimentando en la creación de unas 30 iniciativas de educación autogestionada en territorios populares.
Desde sus primeros pasos el movimiento enarboló la demanda “Educación gratuita, pública y de calidad”, entendiendo que el Estado debía hacerse cargo de hacerla realidad. La mayoría continúa en las calles con las mismas demandas y peticiones. Pero otro sector de quienes se movilizaron desde 2011 optó por las instituciones, donde se incrustaron con la propuesta de realizar una reforma educativa para modificar el sistema heredado de la dictadura de Augusto Pinochet.
Ahora se constata que la reforma es tan limitada que no conforma a la mayoría del estudiantado y a gran parte del cuerpo docente. Pero en las últimas movilizaciones fue visible un fuerte debilitamiento del movimiento. El domingo 4 de setiembre una convocatoria del movimiento estudiantil por los “endeudados por estudiar”, convocó apenas tres mil personas cuando meses atrás las marchas eran masivas.
El movimiento por la educación se ramificó en tres vertientes. Los que apostaron por ser gobierno, con el Partido Comunista y Camila Vallejo a la cabeza, sufren un fuerte desgaste. Los grupos radicales ganaron los principales centros universitarios, como la CONFECH (Confederación de Estudiantes de Chile) y la ACES (Asamblea Coordinadora de Estudiantes Secundarios) y todo lo apuestan a la lucha en la calle para arrancarle demandas al gobierno. Quizá el desgaste que sufren ambos sectores esté indicando que la dinámica estatista es un callejón sin salida.
Aparece un nuevo actor que comenzó su andadura también en 2011, cuando estalló el movimiento con millones en las calles. Son los que apuestan por construir por fuera de las instituciones, pero también huyendo de la dinámica de la petición al Estado. Construir autonomía educativa implica dejarse la vida en el intento. Han puesto en pie experiencias muy diversas, con contradicciones nada sencillas de resolver.
Escuela Pública Comunitaria
En una casona del barrio Franklin, en la zona central de de Santiago, funciona desde hace tres años la Escuela Pública Comunitaria (EPC), una de las iniciativa más potentes del movimiento por la educación. La cocina, amplia como las campesinas, parece la oficina principal donde se debaten y toman las decisiones. La mitad de la veintena de docentes son mujeres, promedian entre los 25 y los 40 años y resumen las potencialidades y contradicciones de quienes quieren hacer algo por fuera de las instituciones.
La iniciativa parte de un grupo de docentes desconformes con su trabajo y de estudiantes de pedagogía que participaron en el movimiento desde 2011. Crearon el Colectivo Diatriba que publica una revista del mismo nombre, “Por una pedagogía militante”. La participación en los liceos autogestionados durante varios meses por la alianza entre profesores y estudiantes jugó un papel cohesionador del colectivo.
Se propusieron dos objetivos centrales: “que las comunidades educativas se reapropien de los espacios educativos” y “la formación de sujetos críticos, conscientes y comprometidos” para motorizar los cambios sociales[1]. Aseguran insertarse en una tradición que remite a las escuelas racionalistas de la Federación Obrera Chilena en las primeras décadas del siglo XX, las experiencias educativas en las tomas de terrenos urbanos en los años 60 y 70 y en la “autoeducación” que protagonizaron sectores populares en la historia reciente.
Parir este tipo de educación implica la territorialización del espacio escolar por parte de la comunidad educativa. La referencia ineludible es el brasileño Paulo Freire así como otros autores que de la llamada “pedagogía crítica”, pero también experiencias educativas de movimientos como los sin tierra de Brasil, los zapatistas o los bachilleratos populares de Argentina.
La pregunta del millón es cómo se financia una escuela autogestionada por docentes, estudiantes y vecinos a través de “asambleas comunitarias”, que elabora una propuesta propia o “currículo territorializado emergente”. La respuesta que dieron es que debe hacerlo el Estado a través del traspaso directo de recursos que serán ad ministrados por la escuela. Además proponen la creación de unidades cooperativas capaces de generar ingresos en el territorio para sustentar la escuela. Este ha sido el principal punto de fricción entre los miembros de la EPC y el que puede inviabilizar el proyecto.
En estos tres años la escuela formó dos camadas de jóvenes y adultos que completaron sus estudios y rindieron pruebas para obtener sus certificados en base a los contenidos que el Estado decide. Es el segundo problema, ya que los escasos fondos que reciben provienen de la aprobación de exámenes por los alumnos. Esto los ha llevado a preguntarse si son realmente una escuela autónoma o son simples “colaboradores alternativos del Estado” con una práctica que “está peligrosamente cerca del asistencialismo”[2].
La financiación de la escuela la han completado con actividades como bingos, comidas, bailes y toques en el barrio organizados entre docentes, estudiantes y vecinos. Han generado recursos pero a costa de un gran desgaste personal, ya que los docentes no reciben salario y deben, además, procurar su subsistencia en otras escuelas, mientras el apoyo del barrio se reduce al compromiso de unas pocas personas. Cada vez tienen más dificultades para realizar actividades para recaudar fondos, mientras el Estado sigue aportando regularmente sus recursos.
Las preguntas que recorren las asambleas son tan realistas como despiadadas. ¿Somos simples colaboradores del Estado como ejecutores de la política pública? ¿Estamos realmente prefigurando en nuestra escuela la sociedad que queremos construir? Es evidente que no tienen respuestas, quizá porque, como dicen en un texto interno, la autogestión no puede ser una forma de obtener recursos sino “una forma de vida”. Saben que estas contradicciones pueden fracturar el equipo docente pero, por ahora, siguen caminando.
Del hip hop a la educación autónoma
San Bernardo es la última comuna hacia el sur, allí donde la ciudad empieza a confundirse con el campo. Llegamos hasta una población que llaman Los Areneros, aunque no parece haber acuerdo sobre el nombre, ya que algunos la denomina “los del fondo” y otros “los del campamento”. Lo cierto es que la “pobla” comenzó en 1986 luego de la creciente del río Maipo cuando el municipio decidió trasladar a los afectados hasta este lugar.
El barrio nació como un asentamiento irregular e informal. Tres décadas después de aquellas inundaciones, predominan las casitas de una planta, autoconstruidas por las familias, muchas de madera con un piso superior para albergar a los hijos. Aunque los vecinos eliminaron las viviendas de cartón y chapas por materiales más sólidos y duraderos, la población no esconde su pobreza ni la marginación social y espacial que sufren, a kilómetros del centro de Santiago.
Una casa amplia con frente de madera luce un gran cartel: “Nuestras comunidades asumen el control popular de la educación en sus territorios”. Se trata de una casona tomada por el colectivo Centro de Operaciones Poblacionales Los Areneros (COPLA), un grupo de jóvenes que gestionan un jardín para preescolares, una radio comunitaria, un taller gráfico, una biblioteca, huerta y salones para actividades abiertas al barrio.
El origen del colectivo es bien distinto al de otras agrupaciones del movimiento social y por la educación. Se organizaron en torno a la música rap y la cultura hip hop. Hacia 2009 colocaban parlantes en la calle para bailar breakdance, generando vínculos y participación de los vecinos. Con los años comenzaron a recuperar espacios para la vida comunitaria, canchas, plazas, sedes sociales. En 2012 seguían rapeando en la calle, pero decidieron empezar con talleres educativos al aire libre.
Uno de los raperos cuenta su experiencia en el primer boletín de COPLA. Realizó un taller de breakdance con 30 alumnos de 2 a 18 años. “Esto permitió sacaros un poco del ambiente que los rodeaba, mostrando una cultura distinta que se relaciona con la disciplina, el baile, la humildad, y un poco de conciencia social trasmitida en las clases”.
Mientras ensayaban bailes, aparecieron valores como el trabajo en equipo y la necesidad de organizarse. Consideran la cultura hip hop como un modo de educación y, sobre todo, de autoeducación colectiva en las condiciones de un barrio pobre y marginalizado, donde los chicos sufren hacinamiento, violencia y convivencia con el tráfico de drogas. Los chicos disfrutaban y salían entusiasmados con el deseo de experimentar y aprender[3].
El salto mayor se produjo en 2014 cuando comenzaron talleres de educación popular que fue derivando en la autoeducación, siguieron con los talleres de breakdance y sumaron otro de teatro orientado a niñas y niños. Durante la obra, los niños deciden cómo quieren que siga, lo que se convierte en un proceso pedagógico que busca “resolver situaciones de la manera más participativa posible y no autoritaria, mediante asambleas y votaciones”.
“Semillero” es como nombran al jardín de niños y niñas, que aprende en torno a una huerta en los fondos de la casona, donde construyeron juegos de madera y donde festejan los cumpleaños del barrio. Los padres no pagan nada por llevar a sus hijos al “semillero”, pero se comprometen en trabajos de de apoyo o en buscar donaciones para sostener el comedor y materiales para el jardín comunitario. Han creado una red de comerciantes y vecinos que aportan alimentos; otros muestran su apoyo dedicando horas de trabajo al espacio comunitario.
A mediados de 2015 el jardín comunitario es cerrado y desfinanciado por el Estado pero los participantes y pobladores deciden seguir con el proyecto orientado hacia la autonomía, tanto en los contenidos como en los recursos, apelando a la solidaridad y al apoyo mutuo.
Todo lo que recaudan para sostener el “semillero” y la casa cultural proviene de ventas de alimentos en la calle, de fiestas y bailes, del aporte de frutas y verduras de los trabajadores de la feria y de las panaderías. Los fines de semana realizan cine al aire libre en la “Placita de la Autogestión”, uno de los escasos espacios comunes de la población, recuperado por los vecinos y rodeado de coloridos murales donde se repiten las escenas cotidianas en el barrio: policías persiguiendo adolescentes.
Cuestión de cultura política
“Ya el gobierno no nos manda”, dice una voz que sale de la cocina. Una mujer mayor y menuda, “tía” Emilia, se dirige a la ronda explicando que el grupo que trabaja en la casa toma todas las decisiones, apoyados por los vecinos del barrio sin depender del Estado y que “a eso se le llama autonomía”. Si la Escuela Pública depende del apoyo institucional, aquí no les llega un solo peso, pero la precariedad no desaparece ya que funcionan en una casa tomada y están colgados de los servicios.
El empeño de estos jóvenes en la autoeducación recuerda aquel aserto de un asombrado Cornelius Castoriadis, cuando recordaba que en el siglo XIX, “la clase obrera se autoconstituye, se alfabetiza y se forma por sí misma, hace surgir un tipo de individuo que confía en sus fuerzas (…) piensa por sí mismo y no abandona nunca a reflexión crítica”[4].
Aquel domingo de fines de agosto, en el local de COPLA se reunieron decenas de personas de varios colectivos educativos de Santiago y Valparaíso. Los dueños de casa armaron una dinámica con grupos en la que debatieron los problemas que enfrenta una educación autónoma, libertaria y afincada en territorios de pobreza.
Los miembros del Colectivo La Maleza, un grupo de liceales recién graduados de la comuna Maipú, pero que habían activado en 2011, deciden salirse del pre-universitario para montar una escuela como la que sueñan, con un proyecto educativo propio apropiado por la comunidad barrial. Alguien relata que el mismo año nace la Escuela Artística Comunitaria que cuenta con una comparsa y organiza el Carnaval Víctor Jara y decenas de talleres de formación.
Los chicos de La Maleza se dedican a tejer relaciones entre los diversos colectivos que emprendieron este camino de una educación autogestionada. Aseguran que son una treintena de grupos entre Santiago y Valparaíso que trabajan para que “la organización de la educación la asuma la comunidad”. En los últimos diez años, desde la “revolución pingüina” de 2006, “hemos aprendido que no podemos quedarnos solamente en las peticiones y demandas”.
Los cambios de verdad, dicen, vendrán de esa “otra educación” que nombran como emancipadora, libre, comunitaria o libertaria, según los gustos y tendencias, pero que tiene en común que rehúye del control del Estado y del mercado. Viven en un equilibrio muy inestable. Para ser verdaderamente autónomos, necesitarían el milagro de “generar alternativas de vida en el territorio”, o sea en los barrios populares donde los vecinos apenas consiguen sobrevivir.
Cuando se levanta la mirada y se observa el movimiento en su conjunto, las cosas cambian. El historiador Gabriel Salazar, uno de los más destacados intelectuales chilenos, hace una lectura demoledora del camino que ha tomado la mayor parte del movimiento estudiantil. “Partió muy bien”, dice, “pero ahora presenta una falla fundamental: no se están planteando como un movimiento social de nuevo tipo, sino como un movimiento de masas de viejo tipo” (eldinamo.cl, 13 de setiembre de 2016).
Según Salazar, los verdaderos movimientos deliberan en asambleas pero “las marchas han demostrado que no sirven de nada”. Apela a una organización de base que no se limite “a pedir, a levantar las banderas de sus partidos, los retratos de sus líderes”. La federación de estudiantes, por ejemplo, tiene un presidente que se elige cada año, “es un mandamás y todos los periodistas lo entrevistan, y sigue después el camino de la clase política y se convierte en diputadito”.
Esta cultura política está muerta en Chile, donde “todas las encuestas señalan que el 98 por ciento de la población no cree en los políticos, no confía en ellos ni en el sistema”. Quizá este sea el principal combustible de quienes hacen educación autónoma: es casi imposible, pero afuera hay un desierto.
Raúl Zibechi es analista internacional del semanario Brecha de Montevideo, docente e investigador sobre movimientos sociales en la Multiversidad Franciscana de América Latina, y asesor a varios grupos sociales. Escribe el “Informe Mensual de Zibechi” para el Programa de las Américas. www.americas.org
NOTAS:
[1] Colectivo Diatriba, “Escuelas Públicas Comunitarias: Propuesta de otra educación para una nueva sociedad”, abril de 2013.
[2] Marcela Fernández Valenzuela, “La experiencia de la Escuela Pública Comunitaria”, ponencia a las XI Jornadas de Sociología, UBA, Buenos Aires, 2015, en http://jornadasdesociologia2015.sociales.uba.ar/wp-content/uploads/ponencias/1228_650.pdf
[3] Se puede consultar el video de 52 minutos hecho por la Escuela Popular de Cine y Patricio Rodríguez de COPLA, en http://escuelapopulardecine.cl/erase-una-vez-en-el-fondo-del-rio-2015/
[4] Cornelius Castoriadis, “El avance de a insignificancia”, Eudeba, Buenos Aires, 1997, p. 56.