Crónica de infiernos, mujeres y esperanzas

Por Jessica Isla

“Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza”
Infierno, Canto III, sentencia 9
La Divina Comedia

Todos tenemos ideas diversas del infierno. Sin embargo, creo que muchos, al haber sido nacidos y criados en una cultura judeo-cristiana occidental compartimos esa idea religiosa, mítica y fantástica de un lago de fuego que abrasa a cientos, miles o millones de personas condenadas por pecados innombrables. Hasta allí la fantasía.

La realidad llegó ese 14 de febrero, día en que, paradójicamente se celebra al amor y la amistad, en una fiesta que poco tiene que ver con las fiestas romanas que dieron origen a la fecha. Ese día el infierno se hizo realidad en el presidio de la ciudad de Comayagua, absurdamente nombrada “granja penal”, como si allí se cultivaran penas, prisioneros o prisiones.

Ese día y los subsiguientes pudimos observar por medio de la televisión y de videos, tanto la agonía sufrida por los internos, como los cuerpos calcinados de los que intentaron huir de las llamas. Me recordó los documentales que miraba de pequeña sobre la ciudad de Pompeya devorada por la inmensidad de la explosión del Vesubio, mientras contemplaba asombrada como esa realidad que miraba tan antigua se había instalado en nuestro presente.

“Hágase justicia aunque el mundo perezca” era el lema escrito en la entrada del penal, lo cual nos hace preguntarnos ¿qué tipo de justicia tenían en mente los que colocaron este texto en el portal de la cárcel?

Hacía unas pocas semanas que las premios Nóbel de la Paz Jody Williams y Rigoberta Menchú habían visitado el país y en una rueda de prensa otorgada a rotativos nacionales, Jody Williams había afirmado que “no hay justicia en este país, donde también prevalece la impunidad completa…la policía es corrupta y no da seguridad a la gente a la que amenaza, golpea y viola sus derechos humanos”.

Nada pudo ser más cierto que esa aseveración de frente a la masacre que cobró la vida de 360 personas, entre ellas tres mujeres que se encontraban de visita donde sus familiares. Ese pequeño mundo, pereció sin justicia. Muchos de los que allí estaban presos todavía no tenían condena y algunos estaban allí acusados de haberse robado un pedazo de alambre, como un trabajador agrícola confinado junto a sus hijos de 19 y 21 años.

Luego estaban los familiares, la mayoría mujeres, transidas de dolor, subiéndose por las cercas y enfrentando a la policía con tal que les dijeran que había sido de la suerte de sus hijos, compañeros de vida, hermanos o padres. Todas con historias diferentes, pero parecidas. Algunas con la esperanza de que sus familiares se hubieran fugado, que no estuvieran allí. La mayoría invocando a un dios que parecía estar ausente. Sin respuestas.

Esto es lo que pude escribir al respecto ese día que llegué, por motivo de trabajo a Comayagua. Luego me desplacé hasta el centro penal siniestrado con la intención de obtener algunos testimonios para poder después elaborar una nota, pero no pude. A medida que me acercaba al lugar pude sentir los inicios de un leve dolor de cabeza que se instalaba en medio de mi frente, la nariz tapada y mi impotencia frente a ese cuadro desgarrador. Una madre inconsolable gritaba: ¿qué voy a hacer sin mi hijo? Ay Dios, que voy a hacer…mientras me relataba entre sollozos la infancia de ese hijo perdido, lo que hacía en la escuela, como le gustaba ayudarla en la cocina, cosa mal vista en ese tiempo, pero que ella agradecía por haber sido madre soltera y haberle tocado criar sola y sin ayuda, cinco hijos. Me contó como había sido acusado de un delito que no se había probado y como a ella le tocaba llegar desde una aldea hasta la cabecera departamental de Comayagua, a dejarle comida, ropa limpia, noticias de su gente.

-Yo ya presentía que algo malo iba a pasar, tenía varias noches soñando cosas feas, que no entendía y–me dijo mientras se limpiaba el llanto de la cara–una de madre sabe, una de madre presiente y ¿cómo le hace una para que le crean? Una solo tiene esta cosa en el pecho que es como opresión, que una siente que se desmaya, que le falta el aire. No puede hacer nada, solo encomendarse a Dios y esperar que me lo entreguen luego para ir a enterrarlo a mi pueblo, para que pueda descansar.

Y mientras ella cerraba su historia, yo podía imaginarme a su hijo pequeño, a su hijo creciendo, a ese hijo que ya no estaba allí, siendo devorado por un mar de fuego. Pensé en la futilidad de mis esfuerzos al no poder ofrecerle nada, ni consuelo, ni alivio, ni soluciones prontas. Solo esperar.

-No había nadie para abrir los portones-, me comentó otro familiar. –Los dejaron quemándose, sin hacer nada, ellos suplicaban, pedían y no les hicieron caso. Los dejaron morir.

Pensé entonces que esa era una de las muchas historias repetidas. Hombres jóvenes, sumidos en la pobreza y en la marginalidad, sin derecho a juicio, condenados por un sistema estatal ineficiente, donde unos cuantos poderosos deciden sobre la vida y la muerte en este país donde somos si acaso, meras estadísticas: “Honduras es uno de los países más pobres de América Latina, junto a Haití”, “Honduras es uno de los países donde se reportan más violaciones de derechos humanos”, “Honduras tiene uno de los índices de violencia más altos del continente”, esos son los titulares que por un rato captan la atención del mundo y luego, como si se pasara jabón y agua por las conciencias del mundo, se olvida. Nadie quiere saber de la sangre, la suciedad y la tragedia humana que se hace imposible describir, ni siquiera con palabras. No hay palabras para los gritos, las ausencias y el dolor, que sin embargo siguen estando allí tercos y omnipresentes ante los ojos del mundo, que elige ver para otro lado.

Salí de mi encuentro casi huyendo, no quería ser partícipe del dolor, ni de la muerte porque ya bastante hemos tenido de ellas desde el Golpe de Estado del 2009. No quería revivir ni mis fantasmas, ni mis recuerdos, pero la imagen del infierno se podía sentir por donde fuera. Lamentablemente no podemos huir del horror porque este se instala, pernicioso, dentro de ti. Y sin embargo, aquí me encuentro reescribiendo esta columna desde mis miedos y mis dolores. La escribo porque espero que alguien o muchos la lean y sepan que nuestras memorias siguen aquí, con nosotras, con este pueblo dolorido, para que nos puedan acompañar en nuestra búsqueda de justicia. Para sentir que nuestra Honduras no está sola.

Al salir de Comayagua me encontré a una compañera feminista que llevaba su brazo en cabestrillo, vendado. Al preguntarle que le había pasado, me comentó,
-Me quebré sacando gente del penal, en una de esas, cuando estaba subida en los portones me caí y ni modo, pero allí es cuando nos toca ser solidarias, dígame usted si no es así.

Me tocó darle la razón y pensar en los cientos de mujeres que ese día del incendio se volcaron a brincar los portones del centro penal o la barrera inquebrantable que formaron para meterse por sobre la policía a medicina forense a reclamar los cuerpos de sus seres queridos. Estas mujeres huyen del infierno porque por mucho que nos lo instalen, éste no puede atraparnos, no puede con la fuerza que sobrepasa a nuestras conciencias y nos obliga a vivir.

Es por eso, que este 8 de marzo, compañeras feministas harán un homenaje a la memoria de los caídos en Comayagua, protestarán, harán poesía y música. Hablarán de cómo la lucha y el dolor de todo un pueblo, es parte de nuestra lucha feminista. Hablarán de un luto compartido y recordarán que estamos vivas y en resistencia frente al horror, porque lo nuestro es construir puentes y levantar sonrisas, acompañar, criar y cuidar la vida.

Aquí estamos y aquí seguimos.

Jessica Isla, hondureña, es periodista, autora y miembro de Feministas en Resistencia. Ella es columnista del Programa de las Américas

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