Trabajar para una riqueza de vida y no de billetes

Trabajo con abejas meliponas en el sur de México
Fotografía de Katia Rejón

Por Katia Rejón

Hay una palabra en maya que se traduce como trabajo: meyaj. Ir a la milpa antes de que llegue el sol, trabajar la tierra, saber leer el tiempo atmosférico de las lluvias y la sequía, cosechar, transformar los alimentos y comer: meyaj. La primera vez que escuché otra definición en español para la palabra meyaj estaba compartiendo un pescado fresco de la costa yucateca y cervezas fermentadas, en un solar con Óscar Chan Dzul, maestro campesino y apicultor. Nos dijo a un grupo de jóvenes que en realidad meyaj significaba más arte que trabajo. Porque ese “trabajo” para los y las antiguas tenía un propósito, era un conocimiento que se heredaba, se aplicaba con metodología pero también mucha improvisación, y el fin de ese trabajo no era el dinero, era la buena vida. 

Ahora hay un nombre más académico y burocrático para llamar a esa intención de servir en un oficio para la vida y para la comunidad: la economía solidaria. 

Sindy Cheluja, de la organización Innovando la Tradición en Oaxaca y maestrante en Creación y Desarrollo de Empresas Sociales, explica en entrevista que la “economía solidaria” es una contrapropuesta a la economía capitalista que explota los cuerpos, la tierra y las comunidades para el beneficio individual. Una empresa social o basada en la economía solidaria tiene como valores el apoyo mutuo, la regeneración o conservación ambiental, la recuperación de saberes y prácticas milenarias y el bienestar de las personas que forman parte de la cooperativa. 

A pesar de que hoy se presenta como un antídoto o una respuesta al desarrollo insaciable de las economías mundiales, la verdad es que la economía solidaria se ha practicado desde tiempos muy antiguos en las comunidades originarias. Solamente que ahora se ha tenido que adaptar y renacer contemporáneamente ante las posibilidades de distribución, administración, tecnología, la necesidad de una perspectiva de género, las leyes y políticas públicas y, por supuesto, la crisis ambiental. 

“Por ejemplo, las asambleas y formas de gobernanza comunitarias han existido desde mucho antes. La economía social y solidaria retoma ese conjunto de prácticas. Una empresa convencional tiene socios y una junta de socios, pero quien pone más dinero es normalmente quien tiene el poder de decisión. Y las utilidades que recauda la empresa al final se van para quien tiene mayor poder adquisitivo. En una cooperativa hay socias y una asamblea y todas participan en la decisión porque no solo se toma en cuenta el aporte del dinero sino el de conocimientos, especie, trabajo. Todas las voces valen lo mismo”, explica Cheluja. 

No es la historia favorita del capitalismo

¿Por qué si existen otras formas de entender el trabajo (y la vida) seguimos en dinámicas explotadoras y deshumanizantes? ¿Quién podría negarse a trabajar para el bien común con la certeza de que nuestro trabajo aporta y no despoja? Sindy Cheluja responde desde su propia experiencia: “No es la historia favorita del capitalismo”.  

Durante su formación como contadora pública en la universidad, lo que aprendía era que su deber era cuidar las utilidades de una empresa. “Y ni preguntes para qué o para quién. Todo era cuidar las ganancias, a cualquier costo”, añade. 

Fotografía de Katia Rejón

Claro que el dinero es importante, pero no es lo único ni lo más importante porque al final de cuentas el dinero es un medio y no un fin. Si puedes llegar a ese fin (la buena vida) cortando el camino ¿por qué no hacerlo? 

La organización en la que trabaja acompaña a una cooperativa de artesanas alfareras de Oaxaca llamada Somos Barro. Antes que las ganancias monetarias, el centro de las decisiones está en recuperar la dignidad del oficio y tejer vínculos y afectos en la empresa. 

“Se oculta que puedas tener un trabajo con el que estés en paz, que puedas hacer una caja de ahorro con las amigas. En mi caso, cuando empecé a investigar fue como ir tocando un cristal y que se vaya fragmentando hasta que ¡Pum! se rompe. Y descubrí que existe un cooperativismo de vivienda, que existe Tosepan y una forma de vida con 45 mil personas organizadas, y empiezas a encontrar más y más historias donde el apoyo mutuo es un valor común. Pero si lees un libro de autoayuda o de éxito, no te vas a encontrar con esos ejemplos”. 

Chan Xunaan Kaab, un ejemplo

Los compañeros de trabajo de María del Carmen Chan son su familia. Su oficina es un solar lleno de plantas y animales de traspatio en el pueblo de San Antonio Sahcabchén, Calkiní, en Campeche. Cría abejas meliponas, una especie endémica de la Península cuya miel es conocida por ser altamente medicinal. En la cooperativa Chan Xunaan Kaab trabajan sus dos hijas, su marido y su hijo menor de 12 años. Además, complementa sus ingresos en el programa de gobierno Sembrando vida, hurde hamacas y con su hija Zuley de 21 años tiene un negocio de foto y video para bodas. Empezó hace siete años con tres colmenas, ahora tienen 35 de entre dos mil y tres mil abejas cada una. Su meta es llegar a 100. Podría decirse que son exitosas: “Nos gusta porque es un ambiente diferente a estar en la ciudad y en la calle, estamos todo el tiempo afuera, nos divertimos en la naturaleza”, dice Zuley Chan.

La meliponicultura es un oficio muy antiguo en la Península de Yucatán. El suegro de María del Carmen tenía 200 colmenas hace 60 años, pero no vendía la miel porque nadie la compraba y a veces era demasiada hasta para el autoconsumo. Producía mucho pero, como no tenía cómo transformarlo en otros productos comercializables, la mayoría de la miel servía como alimento de las abejas e incluso la tiraba cuando era demasiada. Eso fue antes de que entraran las abejas apis al territorio: cuando entraron las apis, la producción de las meliponas bajó y ahora su miel es muy escasa. 

Fotografía de Katia Rejón

Es fácil distinguir un apiario de apis de un apiario de meliponas. Entre las meliponas siempre hay una vigilando la entrada: cada vez que una vuela, otra se posa en la puerta como guardiana. Y están todo el tiempo volando libres por la casa de huano. Salen y entran. Las apis no. Las apis si no las guardas se escapan. 

La abeja melipona históricamente ha sido criada por mujeres porque no hace falta ir al monte o monitorearlas con tanto apremio como a las apis. La familia Chan Chan explica que antiguamente también se le llamaba “xko’olel kaab” (ko’olel es mujer en maya y kaab abeja ¿abeja de mujer?).   

“Quienes consumieron la miel melipona en el pueblo vivían hasta 100 años, no había tantas enfermedades como ahora. Por eso para nosotros la miel y las abejas son muy sagradas”, dice María del Carmen Chan.

Los privilegios, esas nubes que empañan

En una entrevista que le hizo la periodista puertorriqueña Bianca Graulau, la especialista en economía solidaria Madeline Pendleton dice que el ser humano es el único animal que se sienta en una rama y al mismo tiempo la corta. Con cuchillos más grandes o más pequeños, de dientes flojos o más filosos, la mayoría serruchamos. 

Trabajar en algo que nos guste, que aporte a la comunidad, al mundo y permita que cubramos nuestras necesidades y placeres suena a una utopía. Pero es un sueño común y posible. Para algunas personas puede sonar a privilegio, para otras es una decisión de vida. 

Entrada al meliponario Najil Kaab
Fotografía de Katia Rejón

“Pienso en estas grandes empresas telefónicas donde los dueños tienen dinero para morirse en paz hasta con tres generaciones por delante aseguradas, pero actúan como una red que teje su privilegio y siguen explotando. A nivel más chiquito y cotidiano, también nosotros buscamos el beneficio individual. Y creo que para quienes solo han leído y no han vivido historias de cooperativismo puede parecer un sueño o una utopía. O lo ven como algo para pobres, no ven que hay riqueza en estos lados, simplemente no es la riqueza que nos vende el capital”, dice Sindy Cheluja.

Las fronteras de la economía solidaria

Cuando no se tiene a la comunidad, lo único que se tiene es dinero. Esa realidad también existe en ciudades grandes y pequeñas, en pueblos donde la violencia generalizada ha roto el tejido social o donde la crisis climática no permite la abundancia a pesar de los esfuerzos colectivos. Eso no quiere decir que la economía solidaria no sirva, pero no será suficiente o no será fácil y definitivamente no será romántica. 

En 2024, las temperaturas de Campeche llegaron a más de 40 grados, y se murieron muchas abejas de la familia Chan Chan. Las meliponicultoras tenían que ir a cada rato para mojar el piso y refrescar las cajas y los jobones (colmenas en troncos), exprimían trapos de agua fría sobre las maderas para atenuar el estrés calórico. 

Francisco Cruz, de la organización que colabora con ellas, Educampo, explicó que muchas de las cooperativas que acompañan tuvieron bajas en la población de abejas porque abortaban a sus crías. Mostró cómo una colmena sana tiene forma de discos que se van asentando como pasteles uno sobre otro, pero en época de calor las abejas se comían la estructura para sobrevivir y eso repercutía en las larvas. 

Otra de las cooperativas de Campeche, Mak Jobón S.P.R. de R.L., una sociedad de producción Rural de Tankunché, decidió no cosechar en 2024 porque hubo poca producción y perdieron tres colonias enteras. Decidieron que la poca producción de miel sería para las abejas. 

“Sería romántico decir que con un peso podemos vivir. La realidad es que cada vez hay territorios más erosionados. Si una persona se dedica a la milpa y además es alfarera, los costos de su alimentación reducen; pero si vive en un lugar donde no se puede cultivar, los insumos del día a día son altísimos y sí necesita ganar más dinero en la alfarería”, dice Cheluja. 

Si bien el ingreso económico y la producción asegurada siempre es un reto en las cooperativas agroecológicas, esta forma de organización permite cubrir otras necesidades que son difíciles de conseguir en espacios marginalizados por el capitalismo.

En la experiencia de Somos Barro de Oaxaca, la economía solidaria ha hecho posible el ingreso para la vida cotidiana de las alfareras, la creación de puentes para exportar su oficio, la recuperación de la práctica del barro, el trabajo en casa para las mujeres, y la salud de las socias. 

Por ley, las cooperativas están obligadas a repartir las ganancias en fondos sociales. Uno de los fondos de Somos Barro tiene que ver con la educación cooperativista que promueve habilidades y responsabilidades entre las alfareras socias. Hace cinco años, las alfareras decidieron que parte de las ganancias tenía que irse también a un fondo de salud.

“¿Qué quiere decir esto? Por ejemplo, para una artesana que venda en Tlacolula quizá sea muy complicado tener acceso a servicios médicos de calidad. Así que la cooperativa fue literalmente a tocar la puerta a una doctora. Le dijimos: Somos 15 mujeres que necesitamos sus servicios. Ella nos hizo un paquete con descuento que se paga con el fondo de salud para todas las socias”, explica Cheluja. 

Este tipo de decisiones soberanas y colectivas son especialmente relevantes cuando hablamos de mujeres rurales, quienes son más propensas a ejercer en el trabajo informal (es decir, sin derechos laborales). El 58% de las mujeres rurales están empleadas en el sector informal, en comparación con el 48% de los hombres en América Latina, de acuerdo con el Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA).

Mujeres de la cooperativa
Fotografía de Katia Rejón

Las mujeres mexicanas particularmente perciben 35% menos ingresos que los hombres (-57% si son madres) y tienden a depender de terceros para complementar sus ingresos (familiares, remesas, programas asistencialistas) 2.2 veces más que los compañeros, según datos del Centro de Investigación en Política Pública (IMCO). Además, la independencia económica es determinante para que las mujeres salgan de los círculos de violencia. 

Como dice la ONU: “a menudo las mujeres acaban desempeñando trabajos no seguros y mal pagados, y siguen siendo una pequeña minoría en puestos directivos”. 

Marielba Naranjo tiene 32 años y es una de las 7 responsables del meliponario de la cooperativa mencionada anteriormente, Mak Jobón. Antes de comenzar en la cooperativa, lo único que sabía de abejas era que picaban. Empezaron con 11 jobones que compraron en el pueblo (pues hay varias personas que aún se dedican a la meliponicultura), y ahora las mujeres de entre 32 y 65 años cuidan 56 colmenas. 

“Desde que inició el proyecto nos comentaron que podíamos aprender a hacer productos derivados de la miel y las capacitaciones eran gratis”, dice Marielba Naranjo, vocera de Mak Jobón. 

En la cooperativa ha aprendido el oficio de la apicultura de varias especies de abeja (en especial melipona y nanotrigona) y procesos de transformación para hacer jabones, cremas corporales y faciales, shampoos, acondicionadores, bálsamos labiales, cicatrizantes, tintura de propóleo, jarabe para la tos, gomitas y caramelos. Estos productos los vende con sus compañeras en una tienda del pueblo y, aunque no es su único ingreso, le permite complementar para salir con los gastos y ha cultivado una actividad que, según ella misma comparte, le gusta independientemente de las ganancias. 

La filantropía convencional es incompatible con el cooperativismo

Antes de que Sindy Cheluja supiera de la existencia de la economía solidaria, trabajaba en una ONG de Mérida, Yucatán. Estuvo 8 años colaborando en la filantropía convencional que ella describe como “personas que tienen mucho dinero y destinan un cachito a las comunidades con una postura vertical”. 

“Eso yo no lo entendía hasta que tomé el Diplomado de Desarrollo Humano donde nos hablaron de la pertinencia de los proyectos sociales. Tocó membranas que me hicieron reposicionar y cuestionarme si lo que estaba haciendo realmente apoyaba a lo que hoy entiendo que es el buen vivir”. 

En la entrevista le pregunto qué debe tener una organización para trabajar éticamente con cooperativas. Sonríe y me dice que justamente de eso se trata su estudio de caso para la tesis: No todas las organizaciones pueden hacer una simbiosis con una cooperativa.

Dentro de su estudio de caso detectó cuatro pilares básicos: los vínculos y afectos de las personas que integran la empresa, la sostenibilidad económica, los marcos jurídicos que establecen las reglas del juego y la gobernanza interdependiente entre la cooperativa y la organización. 

“Esto último tiene que ver con las fragilidades del extractivismo. O sea, ¿en qué momento deja de ser apropiado para la comunidad la participación de la organización? Entonces creo que sí es posible hacer esta sinergia pero se necesitan muchas condiciones que con la filantropía de la vieja escuela es imposible”, explica Cheluja.

La organización que acompaña a estos procesos puede funcionar como “catalizadora” de grandes inversiones. En el caso de Innovando la Tradición y Somos Barro incluso han podido implementar una caja de ahorro desde hace tres años. En el caso de Educampo, la alianza entre varias cooperativas para concentrar un sitio de compra y distribución en línea ha permitido expandir las ventas de las comunidades. En diciembre pasado lanzaron la tienda Kanté Botik para que personas de otras partes pudieran comprar los productos de varias cooperativas del sur de México. 

Trabajo con abejas
Fotografía de Katia Rejón

El primer impulso para trabajar con las abejas en el caso de las meliponicultoras de Campeche vino de la organización Educampo. Formaron a un grupo y las capacitaron para trabajar con las abejas, algunas se quedaron y otras no. Se sumaron familias y otras mujeres como Zuley que comenzó a ayudar a su mamá después de que en la escuela participara de una colmena y se diera cuenta de que sabía mucho sobre las abejas por su mamá. 

Educampo ha sido un aliado clave para la capacitación en temas administrativos, de nutrición, comunicación, empoderamiento, negociación y comercialización.

“Aquí no hay servicio de paquetería. Para enviar los productos tendríamos que ir hasta Campeche y es mucho el gasto. Educampo nos ayuda a hacer esos envíos porque otro de los retos es que no tenemos los códigos de barra todavía y, aunque nos han dado la oportunidad, no podemos estar en supermercados”, explica Marielba Naranjo.

El problema de los costos no es solo de inversión, las personas consumidoras suelen regatear este tipo de trabajos porque no saben la importancia que tiene ni las condiciones en las que se produce.

“Se cosecha poco y la quieren pagar barato. Además las propiedades medicinales que tiene son mucho mayores a las de la miel de las apis. La quieren comparar con la miel de apis cuando no tiene nada que ver”, agrega. 

Meter una manzana dentro de un hormiguero

En reuniones con proyectos de economía solidaria en el sur de México he escuchado críticas hacia fondos gubernamentales o de organizaciones sin fines de lucro que insisten en “la escalabilidad” de los proyectos. Es decir, se condiciona a las organizaciones a expandir su mercado, ampliar su producción o “crecer” de alguna forma el proyecto como sinónimo de éxito. Al preguntarle a Sindy Cheluja su opinión al respecto, dice:

“Si decidimos que los vínculos y la dignidad del oficio es lo que está al centro, no podemos pedirle a un grupo de artesanas o a una artesana que produzca a partir de una meta cuantitativa si no existen las condiciones. Caeríamos otra vez en prácticas extractivistas y de esclavitud. La escalabilidad del proyecto no es producir más, es ir tejiendo redes que rescaten el oficio con paciencia y a paso lento, que cubra las necesidades de las alfareras y de la comunidad primero. Esos fondos donde condicionan el crecimiento me parecen totalmente fuera de órbita. Meter a las comunidades en esos ritmos es querer colocar una manzana dentro de un hormiguero”. 

Ahora que organizaciones internacionales como la Oxfam han mostrado que existe una relación directa entre crecimiento económico e impacto ambiental, economistas y ambientalistas del mundo han puesto sobre la mesa la teoría del decrecimiento económico. Cuestionan al Producto Interno Bruto (PIB) como la única medida de referencia del bienestar de una población, y dicen algo que antes pudo haber sido controversial pero hoy es una obviedad: el crecimiento y el capitalismo no son sustentables, no pueden serlo. 

Kohei Saito, profesor asociado de la Universidad de Tokio y una de las referencias mundiales sobre la necesidad de decrecer las economías explicó en una entrevista con la BBC que el PIB puede crecer incluso con la guerra o la privatización de los servicios de salud. ¿Por qué entonces lo tomamos como un índice de bienestar?:

Fotografía de Katia Rejón

“Construir más cooperativas, proveer más servicios públicos en una economía basada en cooperativas es una forma en que los trabajadores pueden ser dueños de los medios de producción (…) Deberíamos centrarnos más en la sostenibilidad, en el bienestar, en la igualdad. Así, no podemos considerar la guerra o la privatización de los recursos como progreso (…) Creo que podemos estar mucho mejor con un PIB más pequeño”, aclara Saito.

Los cambios voraces también son parte del universo capitalista. En otros espacios la paciencia es parte del trabajo o del arte, como dice Sindy Cheluja: “los tiempos de cosecha van a llegar, y van a llegar también los tiempos de escasez y eso quizá en la lógica del capital es un problema porque hay que estar siempre produciendo aunque los recursos no funcionan así. En la economía solidaria los recursos no son simplemente trabajo, son una forma de vida”. 

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