La necropolítica de la pandemia llegó a la Amazonia: indígenas y ambientes amenazados

En estos tiempos de pandemia todo parece indicar que la crisis socioambiental se está agravando en América Latina, y en especial en regiones como la Amazonia. No siempre se reconoce esto ni se lo aborda de forma adecuada, ya que las urgencias que impone la diseminación del Covid19 hacen que problemáticas como esa queden en segundo plano. 

Al mismo tiempo, actores como gobiernos, empresas y muchos otros, también convierten a la pandemia en una justificación para profundizar unas estrategias que agravan todavía más la problemática socioambiental amazónica. Es muy evidente que los gobiernos apuestan a los extractivismos, como pueden ser concesiones mineras o petroleras, o ampliaciones agrícolas, para retomar el crecimiento económico.

Esto ha hecho que, una vez más, la frontera de apropiación de la Naturaleza esté en la Amazonia. Aunque cuando se utiliza ese término muchos miran hacia Brasil, donde la situación sin duda es alarmante, de todos modos esa frontera se ubica también en otros países. En efecto, eso ocurre en las regiones amazónicas del norte de Bolivia, en distintos departamentos de Perú, en varias zonas de Ecuador y en el sur de Colombia y Venezuela. 

En cualquiera de esas situaciones los pueblos indígenas son los primeros afectados. Es que esa frontera no está ubicada en espacios vacíos sino que son sus territorios, y cualquiera de esos extractivismos implica destruir los ambientes que les cobijan, y  contaminar los recursos que los alimentan, o incluso sufrir todo tipo de violencias, desde el desplazamiento de comunidades a la persecución o asesinato. Algunos pueblos, como los Yanomami de Brasil, enfrentan el riesgo de un genocidio alimentado por los extractivismos legales e ilegales. 

Se desemboca en ese modo en promover la extracción de recursos naturales en la frontera amazónica, y en especial allí donde todavía no se había llegado o en zonas resguardadas por normativas nacionales. Esos sitios están ubicados en territorios o reservas indígenas, áreas de protección ambiental, o sitios de alta biodiversidad.

Esa dinámica obedece a múltiples factores, encadenados unos sobre otros. Existen presiones dentro de cada país, tales como las que imponen las empresas nacionales o las subsidarias locales de corporaciones extranjeras, y que son acompañadas por políticos, académicos e incluso algunos sindicatos.  Allí se originan los discursos que conciben a la Amazonia como espacios desaprovechados o que repiten un desarrollismo convencional que debe alimentar las exportaciones. 

Sobre ellas operan otras presiones, que son internacionales, y están determinadas por factores como la demanda global de las materias primas, sus precios internacionales, o los intereses de los inversores. Estas condiciones propias de la globalización, dominadas por las corporaciones transnacionales, son mucho más intensas que aquellos factores nacionales o locales, y se vuelven determinantes. 

Eso explica, por ejemplo, que a medida que el precio internacional del oro aumenta, y lo hace aún más de lo esperado debido a la pandemia, ese tipo de minería se propaga por la Amazonia y sobre las laderas de los Andes. En unos casos es formal, a manos de empresas transnacionales o incluso cooperativas locales (como en Bolivia), pero en otros es informal o ilegal, nutriendo redes de contrabando (como ocurre en Colombia o Perú). Sus consecuencias son la deforestación de la selva y la contaminación con mercurio de los ríos, y de esos modos se destruyen los ambientes y sustentos de las comunidades indígenas. Situaciones de este tipo se repiten en los otros sectores extractivos.  

La pandemia no ha hecho más que agravar esta situación, ya que todos los países de la cuenca Amazónica reforzaron sus estrategias extractivistas con la esperanza de poder aumentar sus exportaciones de recursos naturales como respuesta a la crisis económica. Han reducido los controles sociales y ambientales, llegando a situaciones extremas como disminuir los controles sobre agroquímicos en Brasil o debilitar las áreas protegidas en Bolivia. Como en el pasado, otra vez más  no hay diferencias en el apego a los extractivismos, sea desde la extrema derecha de Jair Bolsonaro en Brasil como en la restauración progresista en Bolivia o Argentina.

Esta situación es parte de lo que se puede caracterizar como la necropolítica. Es una política del dejar morir, a las personas y a la Naturaleza, y que es aceptada y naturalizada por un creciente número de ciudadanos.

La crisis desatada por el Covid19, y con ella el colapso sanitario, ha hecho que a lo largo de más de un año, enormes mayorías convivan con la muerte diariamente. Esa necropolítica es la que ahora llegó a la Amazonia.

A finales de 2020, ya había mucho más de un millón y medio de indígenas afectados por Covid19 en la región amazónica, y se estimaba que 37,747 habían fallecido (solamente en Brasil, se estimaban en casi 26 mil muertes).

Al mismo tiempo, las salvaguardas de los derechos, que ya tenían muchas limitaciones, se debilitaran todavía más bajo la necropolítica. Los gobiernos han aplicado todo tipo de restricciones y han abusado de los controles policiales o militares. No han actuado adecuadamente para lidiar con la pandemia, y han dejado que los indígenas las enfrentaran como pudieran. Jair Bolsonaro no ha sentido ninguna vergüenza en responder que ante esa crisis sanitaria, bastaría que los indígenas tomaran té.

Mientras la atención estaba en el Covid19, el nivel de violencia no dejó de crecer. La Coordinadora de Organizaciones Indígenas de la cuenca Amazónica (COICA), en representación de más de 500 pueblos originarios, declarara una emergencia por la violación de los derechos. En 2020, cada dos días moría asesinado un líder indígena en la Amazonia.

En paralelo se ha profundizado la desconfianza ciudadana con la política, entendida en su más amplio sentido, y con los papeles que desempeñan políticos como legisladores o funcionarios públicos. El caso de Perú es posiblemente extremo, porque la sucesión de crisis políticas que se vive desde hace años parece haber derivado en aceptarse que esa es la normalidad institucional del país. Las últimas elecciones nacionales dejan esa desconfianza en claro, ya que aproximadamente la mitad de los electores rechazaron a todos los candidatos o no estuvieron interesados en votar. De los poco más de 25 millones de electores habilitados, unos 10 millones votaron en blanco, nulo o se ausentaron.

La política como espacio de escucha y deliberación se desvanece, y eso favorece la imposición de los extractivismos ya que así se esquivan los procesos de información y consulta, desaparecen los canales para denuncias o reclamos por los impactos, y se incumplen los derechos humanos. Si se desmorona la política, tampoco se pueden presentar ni discutir alternativas a los extractivismos. Es como si la necropolítica devorara a la poca política que aún le quedaba. 

Es cierto que bajo las condiciones previas al año 2020, los pueblos indígenas eran repetidamente ignorados, marginalizados y violentados. Pero hoy, tras más de un año de pandemia, la situación se ha vuelto todavía más dramática, tanto para los pueblos originarios como para la naturaleza amazónica.


Eso ha llevado a que la Amazonia siga siendo el escenario de un dramático conflicto entre las políticas de la muerte y las alternativas que apuestan por la vida. Aún en estos momentos tan difíciles es una oposición que no puede pasar desapercibida.

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