Honduras ha sufrido un golpe de estado a manos de los dirigentes de su congreso y los comandantes de sus fuerzas armadas. Siempre y cuando Estados Unidos se mantenga firme en su posición junto a sus socios en América Latina, esta revuelta contra el orden constitucional fracasará con toda certeza. No reinstalar al Presidente Manuel Zelaya en el poder en Honduras amenazaría con resucitar en Centroamérica esa época obscura en que los derechos de libre expresión y de libre reunión fueron cercenados y los gobiernos civiles funcionaban sólo dentro de los límites impuestos por los jefes militares.
Robert E. White es presidente del Center for International Policy (Centro para la Política Internacional). |
Honduras es notoria por su desigualdad económica. Los acaudalados llevan las riendas del poder y literalmente están por encima de la ley. Muy pocos miembros de las élites militares y económicas del país han sido llevados ante la justicia por destruir el ambiente, robar tierras y recursos a los pobres, aprovechar al estado para su enriquecimiento personal o silenciar a los periodistas que tratan de exponer sus crímenes.
En cumplimiento de su promesa de campaña, el Presidente Zelaya impulsó de inmediato leyes de extrema importancia destinadas a proteger los bosques de Honduras de la poderosa industria maderera, que había disfrutado la protección de gobiernos anteriores. Para obtener ayuda con el resto de su moderado programa de reformas, Zelaya consultó al embajador de Estados Unidos y buscó la asistencia de fuentes tradicionales de Washington como la Agencia para el Desarrollo Internacional (USAID) y el Banco Interamericano de Desarrollo. Su cooperación con el presidente venezolano Hugo Chávez no comenzó hasta más tarde.
Antes de la elección de Zelaya, yo había ayudado a fundar una organización no gubernamental llamada Democracia sin Fronteras, dedicada a obtener del gobierno una mejor rendición de cuentas y a aumentar su sensibilidad al 60% de hondureños que viven en pobreza extrema. Décadas antes me había desempeñado como jefe de la sección política de nuestra embajada en Tegucigalpa. Cuando Zelaya llegó a la presidencia, me reunía a menudo con él y sus principales asesores. Aunque se discutían asuntos de política exterior—y a veces se les debatía acaloradamente—nunca se hizo mención alguna de Venezuela ni del Presidente Chávez.
De las muchas crisis que la administración de Zelaya tuvo que enfrentar, fue el alza desmedida en el precio del petróleo la que llevó a la economía hondureña al borde del desastre. Cada semana las líneas de autobuses y compañías de camiones de carga exigían que se actuara, convocaban a paros laborales y emplazaban a huelgas. El Presidente Zelaya decidió que tenía que actuar. Asumió temporalmente el control de las terminales de almacenamiento, de propiedad extranjera, como parte de una política para detener la especulación y bajar los precios de la gasolina. Esta iniciativa le ganó a Zelaya un amplio apoyo popular, pero le atrajo la ira colectiva de las compañías petroleras internacionales.
Mientras se desenvolvía este drama, un miembro del gabinete, preocupado, me preguntó cómo debería manejar el Presidente Zelaya una oferta inesperada del Presidente Hugo Chávez de abastecer petróleo a Honduras a precios subsidiados. Tras enterarme de todos los detalles, aconsejé al ministro que discutiera la iniciativa venezolana con el embajador de Estados Unidos. Debía explicarle que el gobierno de Zelaya tenía que actuar por el mejor interés de Honduras, y preguntarle qué podía hacer Washington para ayudar a su gobierno a asegurar un abastecimiento confiable de petróleo a precios razonables. Por desgracia, la administración Bush no dio nada a Zelaya, de no ser aseveraciones de que el curso correcto era confiar en los beneficios a largo plazo del capitalismo de mercados libres.
La crisis en Honduras debiera recordar a la administración Obama que ha heredado una política inadecuada hacia Centroamérica. Mientras el Presidente Chávez suministra petróleo barato a aliados regionales favorecidos, Estados Unidos suministra fondos para la guerra antidrogas, y ayuda militar. Es comprensible que los dirigentes civiles vean con escepticismo una guerra contra las drogas que parece haber sólo incrementado la corrupción y la violencia en sus países. A los presidentes electos también les preocupa que el programa antinarcóticos de Washington otorgue a los militares de América Central licencia para intervenir en los asuntos internos de sus naciones, un papel expresamente prohibido por las mismas constituciones de todos los países de la región. Los recientes acontecimientos en Honduras confirman que sus temores están bien fundamentados.
Los funcionarios civiles y militares que pusieron en marcha este golpe cometieron un acto colectivo de suicidio político. Han demostrado su ineptitud para ocupar cargos públicos en un gobierno constitucional. El futuro de la democracia en Honduras será más brillante una vez que se hayan ido.