A fines de 2008 se cumplieron diez años del triunfo electoral de Hugo Chávez (6 de diciembre de 1998), que inauguró un nuevo período caracterizado por la emergencia de gobiernos progresistas y de izquierda en América del Sur. Su llegada al gobierno fue el resultado de un largo proceso de luchas de los de abajo, que desde el Caracazo de febrero de 1989—la primera gran insurrección popular contra el neoliberalismo—hicieron entrar en crisis el sistema de partidos, sobre el que se había apoyado la dominación de las elites durante décadas.
En los años siguientes llegaron al gobierno siete presidentes que sintetizan los cambios en el escenario político-institucional hasta completar ocho de diez gobiernos en esa región: Luiz Inacio Lula da Silva en Brasil, Néstor y Cristina Kirchner en Argentina, Michelle Bachelet en Chile, Tabaré Vázquez en Uruguay, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador y Fernando Lugo en Paraguay. Estos gobiernos fueron posibles, en mayor o menor medida, por la resistencia de los movimientos al modelo neoliberal.
En algunos casos, no obstante, este cambio en las alturas fue consecuencia de una larga acumulación electoral (notablemente Brasil y Uruguay), mientras en otros países fue fruto de la acción de movimientos sociales que fueron capaces de destituir a los gobiernos y partidos neoliberales (Bolivia, Ecuador, Venezuela, en parte Argentina). A una década del comienzo de este proceso es hora de hacer un breve balance de lo ocurrido:
- Más allá de las diferencias entre estos procesos, tienen algo fundamental en común: la recuperación de la centralidad del Estado, convertido en sujeto de los cambios.
- La marginación de los movimientos que en la década de 1990 y a comienzos de 2000 eran los protagonistas centrales de la resistencia al modelo neoliberal.
- La contradicción dominante pasó a ser entre los gobiernos y las derechas, un cambio que arrastró a los movimientos hacia un torbellino estatista del que una porción fundamental aún no se ha podido evadir.
- Existen algunas tendencias, aún dispersas, que apuntan a la recuperación de los movimientos sobre nuevas bases y en base a nuevos temas y formas de intervención.
El ocaso de la década "progresista" como proceso de cambios sociales, políticos y económicos impone al conjunto de los movimientos la necesidad de sacar cuentas, de hacer un balance de los beneficios y pérdidas que representó para el campo popular.
Los riesgos de la subordinación
En una primera etapa, predominó la subordinación de los movimientos a los gobiernos o bien su desmovilización, división y fragmentación de iniciativas. Sólo pequeños núcleos mantuvieron un enfrentamiento abierto, mientras la mayor parte osciló entre la colaboración a cambio de subsidios y otros beneficios materiales, sin desestimar los cargos en organismos e instituciones estatales. Otra buena parte de los colectivos se disolvieron.
Por el contrario, en Chile, Perú y Colombia, los movimientos experimentan una importante actividad. En los tres países son los indígenas los que han tomado la iniciativa. El pueblo mapuche se repone de los estragos de la ley antiterrorista heredada de Pinochet y reactivada por el "socialista" Ricardo Lagos (presidente entre 2000 y 2006), y junto a estudiantes secundarios y diversos sectores de trabajadores (minería y forestación en particular) están produciendo una importante reactivación de las luchas sociales.
Las comunidades indígenas afectadas por la minería de Perú han puesto en pie una nueva organización (Conacami) que resiste con vigor y un alto costo en vidas y presos la actividad minera genocida, que asesina contaminando aguas y haciendo irrespirable el aire para engordar las ganancias de las multinacionales. Conacami es una organización de base comunitaria e indígena quechua, que sigue resistiendo el TLC con Estados Unidos y la política neoliberal de Alan García.
En Colombia la larga lucha del pueblo nasa nucleado en la ACIN y el CRIC, ha fructificado doblemente. La amplia movilización social llamada Minga (trabajo colectivo), en la que confluyeron decenas de pueblos indígenas, lanzada en octubre en el Cauca, quebró el cerco militar y la militarización de la sociedad que mantenía paralizados a los pueblos. Junto a los indios se lanzaron a la lucha los cortadores de caña, afrocolombianos en su inmensa mayoría, trabajadores de servicios y organizaciones barriales y de derechos humanos.
El ejemplo de estos movimientos, nacidos y crecidos en la adversidad, puede ser un buen punto de inspiración para los demás movimientos del continente. La larga huelga de hambre de Patricia Troncoso, entre noviembre de 2007 y enero de 2008, y la Minga indígena colombiana comparten una potente vocación de atravesar el aislamiento y el genocidio "blando" planificado para hacerlos desaparecer del mapa, para silenciar su existencia como pueblos.
En otros países la situación de los movimientos es bien compleja. Quizá el caso más emblemático sea el de Argentina. La mayor parte del movimiento piquetero fue cooptado por el Estado a través de los planes sociales y la designación de dirigentes en cargos de gobierno. El movimiento de derechos humanos, y muy en particular la Asociación Madres de Plaza de Mayo, que había jugado un papel destacado en la resistencia al neoliberalismo en la década de 1990, se convirtió al oficialismo y pasó a defender sin fisuras las políticas gubernamentales. Una parte de las asambleas barriales desaparecieron.
Sin embargo, no todo es retroceso. En los últimos cinco años han surgido infinidad de colectivos, muchos de ellos vinculados a temas ambientales como la minería a cielo abierto, la forestación y los monocultivos de soja. Así nacieron unas cien asambleas locales (algunas muy pequeñas, pero muy activas) coordinadas en la Unión de Asambleas Ciudadanas (UAC), que se ha convertido en uno de los actores más activos en resistencia contra la minería multinacional.
Los campesinos y pequeños agricultores formaron el Frente Nacional Campesino, integrado por unas 200 organizaciones rurales que representan a la agricultura familiar y comunitaria frente al impetuoso avance de la soya. Esta articulación agrupa movimientos de larga data (como el MOCASE de Santiago del Estero), junto a nuevas organizaciones de pequeños productores, incluyendo un puñado de colectivos de las periferias urbanas.
En Brasil los movimientos no consiguen salir de una larga etapa defensiva, agudizada bajo el gobierno de Lula. En Uruguay, pese al fortalecimiento del movimiento sindical, en gran medida por la protección estatal a la actividad de sus dirigentes, los movimientos están lejos de ser un actor antisistémico y la organización de los pobres urbanos aún es muy local y fragmentaria. Los planes sociales son en gran medida responsables de la actual debilidad de los movimientos.
En Bolivia la situación es bien diferente. Los movimientos no han sido derrotados y mantienen una importante capacidad de movilización y de presión sobre el gobierno y las derechas. La crisis de septiembre fue resuelta a favor de los sectores populares gracias a la intensa actividad de los movimientos, entre las que destaca el cerco a Santa Cruz y la resistencia del Plan 3000, la periferia pobre e india en la ciudad oligárquica mestiza.
Como apunta Raquel Gutiérrez, en la actitud de los movimientos bolivianos en esta coyuntura "se nota un nuevo margen de autonomía política recuperada ante las decisiones gubernamentales", toda vez que han comprendido que el gobierno será incapaz de detener a la oligaraquía, "pero no están, al menos tendencialmente dispuestos a subordinarse a que ese gobierno les garantice lo que anhelan".
Junto a la presión de los movimientos aparece la lógica estatista, que se asienta en las profusas burocracias estatales (militares, judiciales, legislativas, ministeriales, municipales). Esas burocracias son reacias a los cambios. Pero a ese factor conservador se suman los nuevos aparatos políticos integrados por una amplia camada de funcionarios electos (diputados, senadores, concejales, alcaldes) y no electos (ministros y cientos de asesores), cuya mayor ambición es perpetuarse en esos cargos.
Las nuevas formas de dominación
No parece posible superar la dependencia y la subordinación de los movimientos hacia los estados, sin comprender que los nuevos gobiernos de "izquierda" y "progresistas" pusieron en pie nuevas formas de dominación, entre las cuales los planes sociales destinados a "integrar" a los pobres juegan un papel destacado en el diseño de nuevos modos de control social a cielo abierto.
Hace pocos días tuve la siguiente conversación con un alto cargo del Ministerio de Desarrollo Social de Uruguay:
- Nosotros entendemos las políticas sociales como políticas emancipadoras y no para disciplinar a los pobres.
- ¿Esa es su opinión personal o incluye también al ministerio?
- Es patrimonio del gobierno nacional no sólo del Ministerio de Desarrollo Social y de mi persona. El gobierno nacional no vino acá para aplacar a los sectores sociales más pobres, vino para generar oportunidades de integración y de emancipación.
Semejante discurso, sin duda honesto, cuestiona de hecho el papel de los movimientos toda vez que el Estado asume sus discursos y hasta sus propias prácticas. Al respecto, aparecen tres cuestiones centrales:
1) El fin de la vieja derecha. Los nuevos gobiernos nacidos de la crisis de la primera etapa neoliberal, el período privatizador y desregulador, no pueden asentarse sino destruyendo las bases de la dominación tradicional de las derechas elitistas. Estas habían tejido amplias redes clientelares en base a caudillos locales, con las que mantenían sometidos a los más pobres gracias a su mediación con las instituciones estatales y el control del sistema electoral.
Los movimientos nacieron en combate contra esas elites. El caso piquetero es sintomático: fue la lucha para controlar directamente los subsidios, arrebatándole el control a la red de caudillos locales, lo que le dio sentido y potencia al movimiento. La oleada de movilizaciones que modificó el mapa político regional confrontó directamente con esas derechas.
Los nuevos gobiernos tienden, con mayor o menor éxito, a desplazar a estas redes clientelares para colocar en su lugar a las burocracias estatales. Tal vez esta sea la principal acción "progresista" de los nuevos gobiernos. Para el desmonte de esas redes de las viejas elites, los estados apelan al mismo lenguaje y a los mismos códigos y modos que los sectores populares organizados en movimientos.
2) Las nuevas formas de control. La crisis de la disciplina como forma de modelar los cuerpos en espacios cerrados, fue una de las características más destacadas de la "revolución del 68". El desborde de las jerarquías patriarcales, la neutralización del orden en el taller, la escuela, el hospital y el cuartel, forzaron al capital y a los estados a crear nuevas formas de control a cielo abierto, poniendo en el centro de su problemática la cuestión de la población y la seguridad.
Los planes sociales implementados directamente por el Estado pero ejecutados por una camada de funcionarios de ONGs, son la forma como las nuevas formas de dominación ingresan en los territorios y espacios opacos para la disciplina. En esos sitios el Estado se vuelve capilar, llega a las barriadas que se habían convertido en bastiones de las revueltas para trabajar en relación de interioridad, o sea, trabaja con los mismos sectores que se habían organizado en movimientos … pero para desorganizarlos.
Su presencia ya no reviste la forma grotesca del bastón policial (que nunca desaparece) sino la más sutil del "desarrollo social para la integración y la ciudadanía". Para eso, las ONGs ponen al servicio del Estado los saberes acumulados durante décadas de "cooperación", construidos a menudo en base a las prácticas "participativas" que caracterizaron a la educación popular.
Tenemos así una nueva legión de funcionarios y funcionarias jóvenes, que ya no esperan a los niños en las escuelas, a los pacientes en los hospitales, sino que van directamente a los territorios de la pobreza y la rebeldía. Tienen algo que les facilita la tarea: conocen los modos de los sectores populares desde adentro, porque una buena parte de esos funcionarios y funcionarias han participado con ellos en la resistencia al modelo. O sea, han sido militantes o, por lo menos, han estado estrechamente vinculados al activismo social.
Podemos decir, con el sociólogo brasileño Francisco de Oliveira, que los planes sociales son instrumentos de control en base a un dispositivo biopolítico por el cual el Estado clasifica a las personas en base a sus carencias y "restaura una especie de clientelismo" (digamos científico-estatal); con lo que la política termina por convertirse en algo irrelevante.
Es cierto que los planes sociales alivian la pobreza, pero no modifican la distribución de la renta, ni evitan la creciente concentración de ingresos, ni transforman los aspectos centrales del modelo. Pero al afectar la capacidad de organización de los movimientos, bloquean su crecimiento y de ese modo son funcionales a la guerra neoliberal por la conversión de la vida en mercancía. Llama la atención que la casi totalidad de los intelectuales de izquierda consideren a los planes sociales como un logro del progresismo.
3) Una ofensiva contra la autonomía. Los estados ahora adoptan el lenguaje de los movimientos, incluso dicen fomentar "la autonomía crítica" de los sectores que reciben planes sociales. Crean formas de coordinación para que los movimientos participen en el diseño de estos planes y los involucran en la aplicación de políticas locales (nunca generales, o sea aquellas que puedan cuestionar el modelo).
Los movimientos son inducidos a realizar un "diagnóstico participativo" del barrio o del pueblo; incluso les encargan la ejecución del trabajo asistencial local, para lo que se inserten en la política del "fortalecimiento organizativo" diseñada pro el Banco Mundial, que supone elegir qué organización de base está apta para colaborar con el ministerio correspondiente.
Todo esto busca "crear Estado" en las prácticas cotidianas de los sectores populares, justo allí donde habían aprendido a "crear movimiento". Los planes sociales se dirigen al corazón de los territorios que generaron las revueltas. Buscan neutralizar o modificar las redes y las formas de solidaridad, reciprocidad y ayuda mutua creadas por los de abajo para sobrevivir al modelo. Una vez desaparecidos los vínculos y saberes que les aseguran autonomía, pueden ser controlados con mayor facilidad.
Nada de esto debe atribuirse a una supuesta maldad de los nuevos gobiernos progresistas. Cada vez que los de abajo desbordan las formas de dominación, aparecen necesariamente otras nuevas, más perfeccionadas que las anteriores. Sólo neutralizando estos planes sociales, superando esta ofensiva contra la autonomía del abajo, los movimientos pueden volver a ponerse de pie y reemprender los caminos de la emancipación.