Los 21 puntos de la Coalición por una Radiodifusión Democrática ya son ley

Miles de militantes de organizaciones sociales y políticas, las dos centrales de trabajadores, organismos de derechos humanos, universidades nacionales, gente de la cultura, artistas y periodistas que apoyaron la iniciativa, se nuclearon en Argentina frente al Congreso Nacional para acompañar el debate que terminaría convirtiendo en ley el Proyecto de Servicios de Comunicación Audiovisual.

La votación en particular terminó de madrugada pero, a diferencia de otras veces, no se caracterizó por su opacidad o desconocimiento público. Al contrario, el tema—que llevó meses de discusión en foros, audiencias públicas organizadas por el Parlamento, y cobertura en todos los medios de comunicación—tuvo una impactante instalación pública, por la feroz campaña en contra de las principales empresas periodísticas del país. Tanto quienes impulsaron la iniciativa, como los que la resistieron, siguieron muy de cerca la sanción de una ley que fue filmada paso a paso por todos los canales de televisión.

Al fin se pudo

La ley fue aprobada el 10 de octubre, siete meses después de que la presidenta Cristina Fernández presentara el anteproyecto—el 18 de marzo pasado—para su discusión en foros públicos, antes de su envío al Congreso. La iniciativa oficial se inspiró en los 21 puntos elaborados por la Coalición por una Radiodifusión para la Democracia. En este colectivo participan redes de radios comunitarias como el Foro Argentino de Radios Comunitarias (FARCO) y la Asociación Mundial de Radios Comunitarias de Argentina (AMARC); cooperativas; gremios de prensa, televisión, actores y músicos vinculados a la Central de Trabajadores de Argentina (CTA) y la Central General de Trabajadores (CGT); organizaciones sociales y de derechos humanos; periodistas y académicos, sobre todo de las carreras de Ciencias de Comunicación del país.

La activa participación de la Coalición fue un factor decisivo para el avance del proyecto, tanto en la etapa de debate previo, como en el posterior apoyo parlamentario de los partidos y sectores de centroizquierda, que posibilitaron una mayoría muy sólida en la sanción de la ley. Esa mayoría inesperada y plural, en ambas cámaras, le brindó una legitimidad que hace insustancial la impugnación política de los partidos de la derecha y las probables presentaciones judiciales de las empresas.

Los siete meses de instalación y debate de la iniciativa estuvieron marcados por una fuerte conflictividad política, en particular el enfrentamiento entre el gobierno y el multimedia Clarín; la derrota electoral oficialista en las parlamentarias de junio pasado; y una oposición decidida a dar por concluido el ciclo político de los Kirchner.

Pocos apostaban a que un proyecto de semejante envergadura llegara a ser tratado. En 26 años de democracia, los más de 70 proyectos de ley de radiodifusión presentados por diferentes partidos nunca habían podido alcanzar estado parlamentario. Desde 1983, los intentos por dictar una norma que reemplazara la llamada "Ley de la dictadura" habían fracasado frente al lobby de las corporaciones mediáticas. Esos grandes actores sociales y políticos, constituidos durante los años 90, se acostumbraron a manejarse sin marcos regulatorios que pusieran límites a los fenomenales procesos de concentración que llevaron a cabo. Las múltiples reformas que se le hicieron al decreto del gobierno militar fueron para favorecer sus intereses.

La concentración de la palabra y las luchas por su democratización

La concentración de la propiedad de los medios de comunicación es un rasgo común en América Latina, que también se caracteriza por una mínima participación del estado en la propiedad de los medios gráficos y audiovisuales. En Brasil, México, Argentina y Venezuela se desarrollaron grupos multimedia locales cuya presencia dominante en sus respectivos mercados los convirtió en actores políticos de gran relevancia. Los procesos de concentración comenzaron en la década de los años 80 y se consolidaron en los 90, cuando las presiones empresariales lograron romper las barreras normativas y forzaron las privatizaciones en el mercado audiovisual. Su permanencia desnuda la incapacidad de los estados para fomentar un mapa de medios que se acerque al paradigma del pluralismo y la diversidad.

La ofensiva "desreguladora" avanzó primero en tiempos de Margaret Thatcher en Gran Bretaña y se implantó sin cortapisas en los países de la región. En Argentina, el discurso único del neoliberalismo—que en los 90 desguazó todos los recursos y activos del Estado y arrasó con sus funciones esenciales—se impuso con la invalorable contribución de los grandes medios. De hecho, las privatizaciones que convirtieron a Carlos Menem en abanderado de las recetas del Consenso de Washington, comenzaron con el remate de radios y canales y una reforma de la legislación vigente para permitir la propiedad cruzada de medios gráficos y audiovisuales. Así surgieron los conglomerados multimedia.

Para comprender este proceso de concentración vertical y horizontal, basta pensar que el Grupo Clarín actualmente maneja un canal de televisión abierta (Canal 13) y varias señales de cable, entre ellas, TN. Es propietario de Radio Mitre, Radio Mitre Córdoba y FM100. Controla cuatro periódicos: Los Andes, Voz del Interior, el diario deportivo Olé y La Razón (de circulación gratuita). Tiene participación en la agencia de noticias DyN y en varias productoras de contenidos cinematográficos y televisivos. Posee editoriales, portales de Internet y organizadoras de eventos.

Luego de la fusión de Multicanal y Cablevisión, ocupa una posición monopólica en el mercado de cable en el país y se convirtió en el mayor operador latinoamericano. A través de Televisión Satelital Codificada (TSC) monopolizó—hasta la ruptura del contrato en agosto de 2009—el millonario negocio del fútbol televisado. El holding también posee casi el 50% de las acciones de Papel Prensa, la empresa mixta que, junto al diario La Nación, comparte con el Estado. La historia nefasta de esa empresa, inaugurada por Jorge Videla en 1978, delata la connivencia de las grandes empresas periodísticas con las dictaduras militares y, actualmente, el acceso privilegiado a un insumo básico para la prensa gráfica.

Frente a estos fenómenos, en Latinoamérica surgieron varias iniciativas de la sociedad civil, que instalaron el problema en la agenda pública e intentan ocupar un lugar en el debate. Plantearon que la diversidad de contenidos y el acceso a la emisión de mensajes diferentes requieren una política activa de desmonopolización. Si las industrias de la cultura y la información están en pocas manos, no existen condiciones que garanticen el derecho de los ciudadanos a una información plural.

El caso argentino: 21 puntos que hicieron historia

La autoconvocatoria para impulsar una nueva ley—origen de la Coalición—surgió en 2003, luego de que la Corte Suprema de Justicia determinara que la ley de radiodifusión violaba varios artículos de la Constitución Nacional y el artículo 13 de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). El marco legal que ofrece la CIDH es muy importante porque reconoce la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones y opiniones, como un derecho de todos los seres humanos. Ese reconocimiento, que comprende tanto las facultades de quienes emiten como de quienes reciben informaciones y opiniones, implica una ampliación del sujeto de derecho.

Lo que hoy entendemos por derecho universal a la información es producto de un proceso histórico y, por tanto, un concepto jurídico más amplio que la noción clásica de libertad de prensa. No se restringe a los derechos del sujeto empresario (propietario de "la prensa") ni a los de los periodistas, sino que abarca al sujeto universal que cotidianamente recibe mensajes de la prensa. Implica también el efectivo acceso a expresar sus propias opiniones en los mismos medios. Aquí es donde la cosa se complica.

El caso argentino nos permite apreciar la operatividad del artículo 13 del Pacto de San José de Costa Rica porque en él se fundó la Corte Suprema para declarar inconstitucional el artículo 45 de la famosa Ley de la dictadura, vigente hasta el 10 de octubre pasado. Ese artículo establecía que la actividad radiodifusora sólo podía estar en manos de sociedades comerciales y prohibía a las entidades sin fines de lucro el acceso a las licencias. Los jueces entendieron que se estaba violando el derecho de expresión y opinión de radios comunitarias, cooperativas y diferentes organizaciones sociales.

El fallo del máximo tribunal de justicia argentino—que goza de un unánime prestigio desde su reforma en 2003—entusiasmó a la militancia comprometida con la democratización de las comunicaciones y sirvió de puntapié inicial para un trabajo conjunto. En mayo de 2004 lo dieron a conocer, en una entrega pública al entonces presidente Néstor Kirchner.

Pero, como en el caso de otras experiencias similares en la región, en ese momento esta iniciativa estuvo destinada al fracaso. En el año 2005, por decreto, el ex presidente Kirchner extendió por 10 años las licencias de los principales grupos económicos que dominan el mercado audiovisual. Los grandes medios de comunicación ni siquiera publicaron la noticia, festejaron en privado la medida que, de un plumazo, echó por la borda las esperanzas de cambio. Las pocas voces que se alzaron entonces para denunciar esa nueva concesión a las corporaciones mediáticas—en línea con los anteriores gobiernos democráticos—fueron de los integrantes de la Coalición.

Nueva chance

Aquellos que criticaron en 2005, fueron los mismos que mantuvieron la extensa vigilia el viernes 10 de octubre, y festejaron en la calle y bares cercanos al Congreso la sanción de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. Lo que muestra varias cuestiones que pueden servirnos como enseñanza. Una primera: la productividad que han demostrado las experiencias de colectivos ciudadanos, capaces de crear consensos para impulsar una iniciativa con la fuerte determinación de incidir en las políticas públicas vinculadas a esa militancia. La segunda: el grave error en el que incurrió la oposición política, que desestimó la posibilidad de que el proyecto llegara al Congreso y se plegó a la estrategia de las corporaciones multimediáticas. Reemplazaron la discusión del contenido de la propuesta por la chicanería y la descalificación. La impugnaron antes de leerla, le adjudicaron una intencionalidad electoralista, y subestimaron a los actores sociales movilizados por la iniciativa. Hasta impugnaron la discusión participativa en la sociedad, querían que llegara al Parlamento, y cuando llegó no dieron la discusión y se retiraron del recinto. Los medios la llamaron "Ley de medios K", "Ley mordaza", "Ley de control de medios", entre otras calificaciones agraviantes.

Ese rechazo in limine tuvo un alto precio para la mayoría de los partidos opositores. No percibieron que la iniciativa tenía una rica historia de militancia plural vinculada a sectores sociales y políticos muy diversos, que los partidos de centroizquierda sí reconocieron como propia. La mayoría de sus diputados pertenece a colectivos que habían trabajado en los 21 puntos. Por eso, aún deseando diferenciarse del gobierno, apoyaron decididamente el proyecto. Otro error de la Unión Cívica Radica y la Coalición Cívica de Elisa Carrió—que funcionaron en tándem con la nueva derecha de Unión PRO de Francisco de Narváez y Mauricio Macri—fue impugnar puntos que, cuando fueron modificados, no los hizo cambiar de posición. Lo que buscaban era no tratar la ley.

El cambio más importante fue el relativo a las empresas telefónicas (Telefónica y Telecom). El proyecto inicial permitía su ingreso como licenciatarios de servicios audiovisuales, abriendo de este modo el camino al triple play (prestación de contenidos, Internet y telefonía en un mismo soporte). Esta es una cuestión muy resistida por el grupo Clarín, porque la tecnología superior de esas empresas amenaza su posición monopólica en el negocio de televisión por cable. La oposición—por diferentes motivos—rechazó mayoritariamente la participación de las telefónicas, incluso algunos acusaron al gobierno de permitir ese ingreso porque tenían arreglos con las empresas. Para despejar sospechas y allanar consensos con los diputados de la centroizquierda, la presidenta Kirchner decidió retirar ese punto controversial del anteproyecto. Las telefónicas quedaron así impedidas de participar en el mercado audiovisual, aunque algunos especialistas en comunicaciones piensan que era correcto permitir un ingreso regulado con barreras antimonopólicas como estaba previsto. Opinan que al dejarlas fuera, se corre el peligro de que el avance y la convergencia tecnológica se impongan sin marcos regulatorios.

Después de ese y otros cambios que se hicieron en Diputados, todo el arco de centroizquierda (Partido Socialista; Proyecto Sur, algunos diputados de origen radical y otros del progresismo) acompañaron el proyecto en ambas cámaras.

En síntesis, podemos sostener como lo expresaron varios diputados y senadores al momento de la votación, que la ley constituye una victoria de la representación política sobre las corporaciones económicas. Se logró una buena ley, perfectible, pero que implica un enorme avance en la democratización y desmonopolización de los medios. Garantiza un 33% del espectro para las organizaciones e instituciones sin fines de lucro. Crea una Autoridad de Aplicación con participación de las minorías parlamentarias, las provincias y la sociedad civil. Introduce la figura del Defensor del Público y establece cuotas de mercado similares a las de los EEUU y los países europeos.

Apelando a palabras de Frank la Rué, Relator de Naciones Unidas sobre la Promoción y Protección de la Libertad de Expresión, "Es un precedente importantísimo que sienta doctrina". El guatemalteco—por el pecado de haberse pronunciado a favor de un proyecto demonizado—sufrió un impactante destrato en los medios locales cuando visitó la Argentina en julio pasado. Directamente ocultaron sus méritos como luchador por los derechos humanos en Guatemala, y destacado académico y conocedor de los temas relacionados con sus funciones. Debió soportar las agresiones de unos azorados diputados opositores, cerrados a cualquier opinión que no sea la propia. También escuchó reproches de las empresas periodísticas.

La defensa de Frank La Rué fue sencilla y contundente: "Acepté venir con un objetivo muy específico: ver el proceso de trabajo para la presentación de esta ley. La oposición en el Congreso se horrorizó, normalmente a los relatores nos toca criticar a los estados. Pero es importante también señalar las buenas iniciativas". Enfatizó como muy positivo el hecho de que la propuesta haya surgido de la sociedad civil y que se inspire en las recomendaciones y doctrina en la materia de organismos internacionales como la CIDH y OEA.

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