Cuando George Bush se reunió con sus homólogos Felipe Calderón de México y Stephen Harper de Canadá en Nueva Orleans, el 21 y 22 de abril , para la cuarta cumbre de la Asociación para la Seguridad y Prosperidad en América del Norte (ASPAN), el TLCAN mismo no estuvo en la agenda. Sin embargo, el revigorizado debate sobre ese acuerdo comercial y de inversión—que fue muy visible durante los altercados de la oficina del Primer Ministro Harper con los precandidatos presidenciales Demócratas—lo puso de relieve como el tema que ninguno de ellos desea tocar.
Lanzada en 2005 por los Ejecutivos de los tres países miembros del TLCAN, el ASPAN pretendía ser una iniciativa para "desarrollar nuevas formas de cooperación que hagan más seguras nuestras sociedades abiertas, más competitivos nuestros negocios, y más fuertes nuestras economías". Sin duda estos objetivos parecían encomiables, pero, tras tres años y cuatro cumbres, queda claro que el ASPAN es un intento por expandir el fallido modelo del TLCAN, aprovechando la secrecía para evitar un debate público.
Bajo el ASPAN, estos regímenes —aconsejados únicamente por un grupo de 35 ejecutivos de empresa del más alto nivel— han comprometido a México, Canadá y Estados Unidos a una serie de regulaciones, cambios de reglas y otros decretos ejecutivos que no están sujetos al escrutinio y revisión de las instituciones legislativas nacionales de los tres países. El ASPAN afecta más de trescientas áreas de responsabilidad gubernamental, desde la producción de energéticos y la protección ambiental hasta la seguridad nacional y la salud pública.
Seamos claros: creemos firmemente en la cooperación y reciprocidad regional para tratar temas de interés común, como la protección del medio ambiente, las políticas laborales sensatas, la conservación de los recursos naturales, y el reconocimiento de los derechos plenos de los migrantes. No obstante, rechazamos la idea que políticas hemisféricas aceptables en temas tan importantes puedan ser el resultado de enclaustradas reuniones cumbre con selectos socios corporativos y que ex c luyen al público, la sociedad civil, los sindicatos, los medios de comunicación, y—en violación de las tradiciones democráticas y principios constitucionales—que evaden la supervisión legislativa transparente.
La resistencia de los tres Poderes Ejecutivos al creciente escrutinio público y la participación legislativa en la planeación continental se explica por su miedo a la oposición de la población al TLCAN y al modelo económico que beneficia a las grandes corporaciones. Ellos están dispuestos a evadir la democracia representativa, misma que puede ser impredecible, y quieren evitar que los llamados a renegociar los elementos más nocivos del TLCAN, como los que se han hecho en las elecciones primarias presidenciales en Estados Unidos, y los de los campesinos mexicanos.
La dura realidad que Calderón, Bush, y Harper no quieren enfrentar es que, durante los catorce años del TLCAN, los ciudadanos de los tres países han experimentado creciente desigualdad de ingresos y estancamiento de salarios. En el caso de México, el colapso de oportunidades ha sido tan severo, que impulsa la migración a los Estados Unidos a tasas de más de medio millón de personas al año. Las clases trabajadora y media han sufrido el grueso de los daños y la dislocación económica, al tiempo que unos cuantos han concentrado la riqueza en una escala sin precedentes.
Bush, Calderón, y Harper no sólo piden que evitemos reparar en la realidad, sino que tengamos fe ciega en sus negociaciones. Nuestra obligación democrática es llamarlos a cuentas. Por ejemplo, un punto central de la agenda de "armonización" del ASPAN es la política energética. ¿Deberían los ciudadanos estadounidenses confiar en sus gobernantes, luego que el vicepresidente Cheney luchó por encubrir a los participantes en sus reuniones secretas de planeación hasta en la Suprema Corte? ¿Deberían los ciudadanos canadienses confiar en líderes que buscan exprimir hasta la última gota de petróleo de las arenas alquitranadas de Alberta, sin reparar en los riesgos para el medio ambiente, y que se rehúsan a asegurar una distribución amplia de los beneficios de esta explotación? ¿Deberían los ciudadanos mexicanos confiar en un gobierno que acaba de introducir una iniciativa de ley para privatizar aspectos centrales de la industria petrolera del país, misma que genera una tercera parte de los ingresos del gobierno?
Más que confiar ciegamente en la buena voluntad de estos gobiernos y las élites corporativas, debemos insistir en la transparencia, la rendición de cuentas, y el consentimiento informado de los gobernados. Por eso, les hemos demandado que detengan sus negociaciones hasta que la supervisión de los Congresos se instituya debidamente. También, por eso, hemos formado una Grupo de Trabajo Trinacional sobre el TLCAN que está reclutando adherentes en los tres Congresos para buscar la renegociación del tratado.
En un discurso hace unas semanas, en el Consejo para las Américas, el subsecretario de Estado norteamericano Thomas Shannon sugirió que el objetivo de la administración Bush en Nueva Orleans es institucionalizar el compromiso estadounidense con el ASPAN, sin importar quién ocupe la Oficina Oval en enero próximo. Más que intentar atar las manos de la nueva Administración—y de los pueblos de nuestros países—respecto del TLCAN-plus, es momento de que tracemos un curso para el futuro de comercio justo de América del Norte en el que se promueva la gobernabilidad democrática, economías en crecimiento, mejor estándares de vida para todos, y que anteponga los intereses de la población trabajadora y el medio ambiente a los de las corporaciones globales.