En sólo tres décadas, la izquierda uruguaya pasó de la marginalidad política a ser la fuerza hegemónica, que se alzará con la mayoría absoluta el próximo 31 de octubre. La progresión del Frente Amplio, creado en febrero de 1971, es permanente y asombrosa.
La izquierda fragmentada no superaba el 5% de los votos, pero al unirse consiguió dar un salto al 18% en las elecciones de 1971, rompiendo el sólido bipartidismo uruguayo. A partir de ese momento no dejó de crecer, hasta alcanzar el 52-55% que le otorgan las encuestas actuales. Los factores que explican este crecimiento son diversos y explicarlos supone abordar campos como la cultura, la historia política y social del Uruguay y, sobre todo, el fracaso del modelo neoliberal que destruyó un tejido social homogéneo y debilitó al más robusto Estado del bienestar de América Latina.
Una historia “diferente”
El historiador británico Eric Hobsbawm sostiene que Uruguay era, a comienzos del siglo XX, uno de los escasos estados sólidos de Occidente y la “única democracia real” de América Latina, por lo que tenía bien ganada su fama de “Suiza de América”1. Los principales historiadores uruguayos coinciden en que nunca existió una oligarquía, cuestión que lo diferencia de los demás países del continente, ya que los sectores económicos dominantes “delegaron” pronto la administración del Estado en políticos profesionales. Ambos argumentos resultan complementarios, y merecen una breve explicación.
La margen izquierda del río Uruguay y de ese gigantesco estuario llamado Río de la Plata, debió ser una provincia argentina, destino que se frustró por la injerencia del imperio británico. Alentó la creación de un país independiente que sirviera como "Estado tapón" entre dos gigantes como Argentina y Brasil, lo que garantizaría que ambas potencias regionales no rivalizaran por el estratégico estuario del Plata. El nuevo país, creado en 1825 con el poco habitual nombre de República Oriental del Uruguay, nunca ostentó riquezas minerales que despertaran la codicia y era, en realidad, una fértil y desierta planicie apropiada para la ganadería extensiva que es, de hecho, su riqueza principal. La nueva república se estrenó con el exterminio de los escasos indios que no habían acompañado a José Artigas, el héroe nacional, a su exilio en Paraguay.
Desde 1904, cuando finalizó la era de las guerras civiles entre caudillos blancos (terratenientes) y colorados (patriciado urbano), el país tuvo gobiernos de corte socialdemócrata o de centro, y ya en ese período se aprobaron avanzadas leyes sociales que incluían protección al trabajador, derechos democráticos y libertades políticas, en un clima de tolerancia. La escasa población distribuida en amplios espacios –dos millones y medio hacia mediados del siglo XX, apenas algo más de tres millones a comienzos del XXI–, compuesta por inmigrantes europeos concentrados en la franja costera en torno al puerto de Montevideo, fue un factor amortiguador de la conflictividad social.
Las presidencias coloradas de José Batlle y Ordóñez, a principios de siglo, fortalecieron el Estado y crearon un ambiente cultural y político signado por la paz social, pese a conflictos laborales localizados, que afianzaron la centralidad estatal y la mediación como forma de solventar los conflictos sociales y políticos. Luego de la Segunda Guerra Mundial, la creación de una mediana industria nacional por sustitución de importaciones, protegida por un Estado regulador en cuyas manos estaban desde los ferrocarriles y el correo hasta las empresas de electricidad, teléfonos y petróleo, generó una situación de bonanza económica.
Izquierda y movimiento social
Era un ambiente de estabilidad poco propicio para la implantación de la izquierda, que tuvo dificultades para hacer pie en una sociedad integrada social y étnicamente y fuertemente amortiguadora por la hegemonía cultural de las capas medias, compuestas por profesionales, obreros especializados y una gran masa de empleados públicos. El mapa político aparecía monopolizado por el Partido Colorado, arraigado en Montevideo y las ciudades más prósperas, y el Partido Nacional, de raíz rural, que se mantenían al frente del país desde el momento de su fundación. Hasta que la recuperación de los países centrales y la crisis del modelo industrial no mostraron los límites de un país dependiente, con la aplicación de las recetas del FMI a fines de la década de 1950, la izquierda siguió siendo marginal.
Correspondió al movimiento sindical abrir brechas, al calor del declive económico. Recién en 1964 pudieron superarse los recelos entre socialistas, comunistas, anarcosindicalistas y cristianos, creándose la Convención Nacional de Trabajadores (CNT), que un año después convocó el Congreso del Pueblo, que reunió más de 700 organizaciones de base, sindicales, barriales, de la iglesia, de profesionales y estudiantes, y formuló un programa antiimperialista: reforma agraria, nacionalización de la banca y el comercio exterior, y moratoria de la deuda externa. A lo largo de los 60, el Estado fue ocupado por un nuevo sector social: grandes terratenientes y banqueros que comenzaron a desmontar el Estado benefactor, abrir la economía, cerrar industrias y limitar las libertades democráticas. Emergió así un nuevo país, caracterizado por dos fuerzas sociales antagónicas que entraron en conflicto.
La radicalización de obreros y capas medias se manifestó en conflictividad social y guerrilla urbana (tupamaros), ante una crisis que destruía las formas tradicionales de vida asentadas en el seguro ascenso social a través de la educación o el trabajo especializado. A partir de 1966 el autoritarismo, la represión y las torturas erizaron la piel del país ilustrado, que se había enorgullecido de haber formado intelectuales como Juan Carlos Onetti, Mario Benedetti, Carlos Rama, Idea Vilariño o Eduardo Galeano.
En la tempestad de la crisis la izquierda tejió su unidad, a la que se sumó la democracia cristiana y sectores desgajados de los partidos tradicionales. Por la brecha abierta por los sindicatos se coló la izquierda que recuperó íntegramente el programa del Congreso del Pueblo. En 1971 rompió el bipartidismo, pero sólo en Montevideo era una fuerza importante (30%), y seguía siendo marginal en el Interior, donde no alcanzaba el 10% de los votos.
El crecimiento explosivo
El golpe de Estado y la dictadura militar (1973-1985) congelaron la política uruguaya. Pese a la dura represión y la emigración masiva, la cultura de izquierda se conservó replegándose en el entorno familiar, donde perduró con fuerza y se recreó en base a solidaridades fuertes. Desde sus primeros pasos, el Frente Amplio aportó una originalidad que sería con los años una de las claves de su penetración en la sociedad: los comités de base, donde se agrupan militantes y activistas de todas las corrientes que lo integran. La tupida red de comités se convirtió en un espacio de socialización en el que se fue fraguando una identidad frenteamplista que subsumió las identidades previas de los sectores que lo conformaron. Ésta es una de las peculiaridades de la izquierda uruguaya: la unidad es mucho más que la suma de las partes, es “otra cosa”, que marca diferencias con otros modelos y procesos.
El Frente Amplio emergió legitimado de la dictadura, sobre todo a través de sus líderes históricos, como el general Liber Seregni, que luego de una década de prisión obtuvo el reconocimiento de todos los sectores políticos del país. Pero también de dirigentes tupamaros como Raúl Sendic, que soportó con entereza trece años de torturas y prisión en condiciones muy duras, pasando meses en aljibes con el agua hasta los tobillos. Fue durante la dictadura cuando la identidad de la izquierda se consolidó también a nivel de dirigentes, signando una suerte de "pacto de sangre" que selló lealtades pese a las enormes diferencias de estrategias y métodos. Fue también en esos años cuando la izquierda, como cultura de oposición y resistencia, desbordó los cauces, haciéndose hegemónica en las principales manifestaciones culturales, como el carnaval y la música popular.
En las primeras elecciones posdictadura la izquierda cosechó el 21% de los votos, pero sus principales dirigentes ostentaban una aureola que traspasaba ya las fronteras partidarias. Más importante fue el despliegue de activismo político en la transición democrática: hacia 1985 unos 500 comités de base nacieron en el país (uno cada 5-6 mil habitantes), llegando a todos los rincones de la sociedad, aunque el Interior permanecía aún distante de la izquierda. Ser frenteamplista, o de izquierda era mucho más que votar cada cinco años, actitud que de alguna manera recogía las mejores tradiciones político-sociales del sector socialdemócrata del Partido Colorado, conocido como batllismo.
Un hito trascendental para comprender el crecimiento de la izquierda fue la aprobación en 1986 de la ley de caducidad (o ley de impunidad). Aprobada por blancos y colorados, sancionó que el Estado uruguayo renunciara a juzgar y castigar a los militares implicados en las violaciones de los derechos humanos. Para la derecha fue el principio del fin. Para la mayoría de la población, acostumbrada a vivir en un país donde todos eran iguales ante la ley, fue un mazazo. La reacción fue el nacimiento de un impresionante movimiento social para derogar la ley de caducidad, que se tradujo en la formación de unas 300 comisiones barriales en todo el país, integradas no sólo por frenteamplistas sino también por blancos y colorados progresistas.
Una poderosa red social
La campaña para derogar la ley duró dos años y se convirtió en un verdadero diálogo social por la base. Se necesitaba que el 25% del padrón electoral firmara para que se convocara un referéndum derogatorio. Para ello, los activistas barriales debieron "peinar" el país, yendo casa por casa, dialogando con los vecinos para explicarles de qué se trataba y pedirles su firma. El "casa por casa" fue un trabajo en el que participaron unos 30 mil activistas que visitaron el 80% de las viviendas, dialogaron con más de un millón de personas y en algunas ocasiones tuvieron que volver dos, tres y hasta siete veces para conseguir una firma2 .
Esto permitió a los activistas conocer el país profundo. Sobre todo en las remotas aldeas del Interior, pero también en los barrios urbanos marginados, allí donde no entraban ni los partidos de izquierda ni los movimientos. Fue el mayor movimiento social que existió en el Uruguay, y le cambió la cara al país, pese a que en abril de 1989, el 42% votó por derogar la ley de impunidad, pero más del 56% votó por mantenerla. El resultado, a mediano plazo, fue que la izquierda política y social rompió sus propios límites históricos, muy en particular en el Interior rural. Poco después, la izquierda se presentó dividida a las elecciones; pese a ello, el Frente Amplio cosechó nuevamente el 21% y el escindido Nuevo Espacio alcanzó el 10%, lo que en realidad significó para el conjunto de la izquierda su mayor crecimiento hasta ese momento. Y ganó la capital, Montevideo, con el 35%, donde una gestión muy superior a las anteriores le permite todavía obtener mayor simpatía de la población.
Vale la pena detenerse en la organización del Frente Amplio. Por la base, cientos de comités mantienen una actividad constante, no sólo política sino también social, y un conjunto de comités barriales se agrupan en coordinadoras zonales, que en Montevideo son dieciocho. Los comités eligen sus autoridades y las renuevan cada dos años mediante voto secreto. El conjunto de adherentes, que lo son por sufragar en las elecciones internas y pagar una cuota de medio dólar mensual, eligen cada dos años las autoridades: Plenario y Mesa Política, organismos que tienen una integración mixta de representantes de los partidos y de las bases. En las últimas elecciones internas participaron 207 mil adherentes, uno de cada cuatro votantes de la izquierda, lo que revela la magnitud de la base social organizada, en cada barrio y casi en cada manzana de la capital.
La crisis neoliberal
El broche de este imparable ascenso lo promovió la crisis del modelo en los años 90. En 1992 el movimiento social y la izquierda–que actúan de forma concertada–consiguieron frenar parte de la política neoliberal, imponiendo un referéndum contra las privatizaciones que ganaron con un 70% de votos. También en este aspecto, la defensa del Estado social por parte de la izquierda tiene raíces históricas y culturales en el batllismo, lo que legitima su posición contraria al neoliberalismo. En 1994, el Frente Amplio trepó hasta el 30% y estuvo a sólo dos puntos de ganar, mientras el Nuevo Espacio caía al 5%. Para las siguientes elecciones, la derecha consiguió reformar la Constitución para imponer el ballotage que, suponía, iba a dificultar el triunfo de la izquierda. En 1999, el Frente Amplio creció una vez más alcanzando el 44% en la segunda vuelta.
La brutal crisis económica de 2002 terminó de apartar a los uruguayos de los partidos tradicionales, pero muy en particular del Partido Colorado, que fue en los hechos el creador del Estado uruguayo–una suerte de Partido-Estado–y dirigió el país durante más de un siglo3. La recesión se instaló en 1999, a la par del estancamiento argentino. Entre enero y julio de 2002, el riesgo país pasó de 220 a 3.000 puntos; la corrida financiera se llevó el 45% de los depósitos bancarios; el precio del dólar se duplicó y el producto bruto interno cayó a la mitad del de 1998. La desocupación trepó al 20% y el porcentaje de la población por debajo del índice de pobreza alcanzó el 40%.
Como en los demás países de la región, el modelo neoliberal entró en crisis de legitimidad. En Uruguay esa crisis no generó un movimiento de protesta social, sino que fue canalizada hacia el terreno electoral, en un país donde el Estado, aún debilitado, todavía funciona; donde la cultura política desplazó, hace mucho tiempo, el centro de gravedad de lo político-social hacia lo político-electoral.
Si la lenta construcción de la hegemonía de la izquierda–que siempre es política pero también cultural y hasta de “sentido común”–no deriva ni en corrupción generalizada, ni en dominación (como ya sucedió en los casos del PRI mexicano y del peronismo en Argentina), es posible que la izquierda uruguaya, pese a su tradicional moderación, consiga gobernar casi tantas décadas como lo hizo el agonizante Partido Colorado.
Notas
- Eric Hobsbawm, Historia del siglo XX, Crítica, Barcelona, 1995, p. 118.
- Maria Delagdo, Marisa Ruiz and Raúl Zibechi, So the people can decide. The experience of the referendum against impunity law in Uruguay (1985-1989, International Human Rights Intership Program, Washington, 2001.
- En 1966, los partidos tradicionales (Nacional, o blanco, y Colorado) tenían el 90% de los votos; ahora aspiran a retener el 45%; pero los colorados pasaron de un histórico 40-50%, a una intención de voto del 8%.