Cinco Miradas para Asomarse al Puente Zapatista

Cinco Miradas para Asomarse al Puente Zapatista
por Luis Hernández Navarro | 16 de enero de 2004

 
"El zapatismo – afirma en EZLN- no es una nueva ideología política o un refrito de viejas ideologías. El zapatismo no es, no existe. Sólo sirve como sirven los puentes, para cruzar de un lado a otro. Por tanto, en el zapatismo caben todos, todos los que quieran cruzar de un lado a otro. Cada quien tiene su uno y otro lado. No hay recetas, líneas, estrategias, tácticas, leyes, reglamentos o consignas universales. Sólo hay un anhelo: construir un mundo mejor, es decir, nuevo."
— Comité Clandestino Revolucionario Indígena Comandancia General del EZLN.
 
I) Amos de sus palabras
Si el agravio es el perjuicio sobre el cual la víctima no puede rendir testimonio porque no es escuchada, entonces la rebelión zapatista es, de entrada un acto de justicia, la reparación inicial de un agravio en donde el afectado habla y obliga a que se le oiga. Lo es, porque su testimonio incursionó en la vida, el imaginario, las vivencias y concepciones de la política, y al hacerlo derrumbó las barreras que segregaban a los pueblos indígenas y muchos más del derecho a comunicar a los otros las ofensas sufridas.
La rebelión abrió las puertas del diálogo . En una época de confusión y perplejidad, tomó la palabra sin permiso y dijo algo distinto de lo ya dicho. Conquistó simultáneamente el derecho a hablar y la legitimidad de su discurso.
Frente a la pretensión de hacer aparecer el relato neoliberal como inalterable, contó cosas nuevas de manera novedosa. Se dio a si misma el derecho de nombrar con coraje lo intolerable y al hacerlo hizo renacer la esperanza y produjo sentido donde había ruido. Se convirtió en amo de las palabras que dice, hizo que el lenguaje respondiera a sus necesidades. Facilitó la conversión del acto de nombrar en proceso colectivo y común. Amplió los horizontes de acción que satisfacen requerimientos de globalidad, rectitud y radicalidad; abrió expectativas emancipatorias clausuradas; reformuló preguntas sobre las vías de transformación del mundo; anticipó acontecimientos y replanteó certezas políticas.
Factor de reanimación en momentos en los que el dinamismo social era precario, la rebelión anima una gran causa y es parte del movimiento real de la sociedad y no del mundo de las ideas en lucha consigo mismas. Desde hace diez años alimenta nuestras pasiones, nuestro lenguaje y comunicación. Su alfabeto estimula la creación de una comunidad; su gramática una identidad compartida. El zapatismo es hoy, por derecho propio, una de las lenguas en las que se habla la resistencia. ¿Por qué si no estamos hoy aquí reunidos?
Desde su surgimiento, la rebelión se explicó a si misma. Más que depender de un cuerpo doctrinal atado a la repetición y a la conservación de los significados existentes, formuló un modo muy suyo de pensamiento, estrechamente vinculado a su práctica política, así como un lenguaje alimentado por la realidad de su base social. C onfiguró un horizonte ideológico, ético, lingüístico y cultural propio. (Es por ello que estas notas son una mirada sobre el puente zapatista desde una ventana diferente a las que el zapatismo ha construido.)
Y, simultáneamente a la creación de un nuevo vocabulario, la rebelión produjo, también, una nueva iconografía. La imagen caminó más de prisa que las palabras y, antes de que se escuchara la voz de los primeros comunicados acreditó la composición social y origen del levantamiento: masivo, comunitario e indígena.
Más adelante, complementando a las palabras que no alcanzan a cubrir la función de la vista, fotografías, videos, camisetas, tarjetas postales, carteles han dado cuenta de la otra historia como drama político, como muestra de modos de ser, como expresión de solidaridad, como símbolo de la irreverencia. Los indios ya no se ven igual a como se veían antes de 1994. Las imágenes sobreviven y recrean al objeto representado. La rebelión es, entre otras cosas, el Marcos de carrillera, el que hace un gesto obsceno con la mano, el que fuma la pipa. Y la producción de esta su imagen seduce a revistas como Vanity Fair o a programas televisivos en cadena nacional en Estados Unidos como Sixty Minutes .
La rebelión echó a andar al poder de la imagen que expresa lo irreductible de la resistencia. Hizo imposible folclorizar la foto de las mujeres indígenas enfrentando desarmadas al Ejército. Creó un dispositivo que hace difícil ver a las comunidades con lástima después de observar el documento gráfico que da cuenta de su dignidad ante las fuerzas represivas. Impidió tapar la aparición de los invisibles identificados por su paliacate rojo cubriendo el rostro y ya no como una cifra más de un programa gubernamental. Frustró los intentos por banalizar esa nueva épica de los de abajo, haciéndola aparecer como protesta de una especie de arqueología social frente a la modernidad.
Pero la palabra también creó imágenes-relato, que, aunque nunca hayan sido retratadas, han resultado ser exuberantes, duras y convincentes. Muchas de esas representaciones son paisajes y personajes de naturaleza casi-mítica. El follaje de la Lacandona, Durito , el Viejo Antonio, los Antiguos Dioses, el Caracol se convirtieron en parte del imaginario social que escucha al zapatismo, en símbolos de identidad de la rebelión, con tanta fuerza como la de personajes de carne y hueso.
La rebelión ha sabido manejar con gran fuerza su debilidad y construido la imagen de sus propias razones. Su capacidad para enviar mensajes está llena de ingenio. La resistencia es, también, un hecho mediático.
 
II) Revolución, rebelión e insurgencia
"Los hombres son dueños de su destino en cierto momento. La culpa, querido Bruto, no está en nuestras estrellas, sino en nosotros" escribe William Skakespeare en Julio César . El primero de enero de 1994, campesinos e indígenas en Chiapas rechazaron el designio de las estrellas e irrumpieron violentamente en el gobierno de su propio destino. Con el trasfondo de un profundo conflicto agrario sin perspectivas de solución, la proliferación de reivindicaciones indígenas y un sistema regional de dominio arcaico, rompieron la palestra política, se deshicieron de sus representantes tradicionales y fijaron el punto de partida para formar un nuevo régimen, que, hoy, a diez años de distancia, toma forma entre otras muchas creaciones, en los municipios autónomos y en las juntas de buen gobierno.
Esos campesinos e indígenas zapatistas fueron, son, a su modo, los herederos y continuadores de la bola , ese conglomerado de clases, fracciones de clase y grupos en acción que se pusieron en movimiento durante la Revolución mexicana de 1910-17. La bola es el nombre que en la época se le dio a la multitud, el concepto que describe la agregación y puesta en marcha de las pequeñas comunidades en el levantamiento armado.
Los rebeldes no buscaron tomar el poder y así lo dijeron desde el primer momento, aunque no se les haya querido escuchar entonces y no se les oiga ahora. En la Primera Declaración de la Selva Lacandona llamaron a deponer al usurpador que se hizo del control del Estado por medio del engaño, y convocaron a los otros poderes a hacerse cargo de la situación. Simultáneamente se presentaron como un movimiento contra la opresión y por la liberación del pueblo, enarbolando un programa de demandas históricas que mantienen hasta el día de hoy.
Lo que es profundamente original en el zapatismo, ha dicho el ensayista Tomas Segovia, es que una rebelión armada siga teniendo fielmente los rasgos de una protesta social y no los de una revolución política. Esa protesta ha puesto en entredicho la legitimidad del poder. Ha evitado la ideologización, convertirse en partido político y quedar atrapado entre las redes de la política institucional.
La rebelión se reivindica a si misma desde la soberanía de la sociedad, y no reconoce intermediarios para su ejercicio. Es expresión de una sociedad que reflexiona sobre si misma y sobre su destino, que se da sus propias normas, y al hacerlo se autoinstituye.
En la hora de las definiciones, el zapatismo se ha calificado como una fuerza rebelde y no como revolucionaria. El revolucionario, ha señalado, quiere tomar el poder desde arriba y desde allí transformar la sociedad. El rebelde, por el contrario, busca poner a discusión y corroer el poder; se niega a obedecer a quien tiene autoridad sobre ella. Esta definición no excluye la enorme transformación social y política que la rebelión ha producido como resultado de la irrupción violenta de las masas en el gobierno de su propio destino, que es una de las definiciones clásicas de lo que es una revolución.
La rebelión es, también, un movimiento insurgente, esto es expresión de quienes se han declarado colectivamente contra las autoridades y están en lucha contra ellas. Y lo es, además, porque, más allá de su rechazo a constituirse en vanguardia revolucionaria, es fundador de nuevos valores. “Nosotros decimos -han escrito los zapatistas–que nuestro deber es iniciar, seguir, acompañar, encontrar y abrir espacios para algo y para alguien, nosotros incluidos”. Esos espacios son, también, en el más amplio sentido de la palabra, valores. Encarnan un sentimiento: el de la vigilancia reivindicativa de los derechos y valores fundamentales frente a los atropellos del orden.
Los insurgentes no siempre culminan el movimiento que inician, pero quedan en la historia como los actores de procesos fundadores. Dure o sea aplastada la insurrección, nada queda como antes: las mentalidades han cambiado, se abren nuevos horizontes, los ojos de todos ven de repente realidades que nadie quería ver. Sea cual sea el destino final de la insurrección zapatista su papel de fermento productor de nuevas formas de ver el cambio social está allí.
 
III) Resistencia y utopía
El zapatismo no se propone ocupar el gobierno ni tomar el poder; se ubica frente al poder, lo resiste. No es un partido de oposición, no habla su lenguaje, no se mueve en el terreno de las instituciones políticas tradicionales. No lo es porque no es un partido, no se propone sustituir un equipo de gobierno por otro y se niega a comportarse con las reglas del juego del poder como lo hacen los partidos de oposición. No lo es, además, porque la oposición se opone a un gobierno pero no al poder, mientras que la rebelión se opone al poder y rechaza sus reglas del juego.
Los rebeldes son otro jugador, que en lugar de mover las piezas del ajedrez de la política institucional dan jaque a los adversarios poniendo su bota en el tablero. Los rebeldes resisten y organizan la resistencia. Son otro jugador que hace que la desobediencia civil deje de ser patrimonio de un héroe y se convierta en bien de las colectividades. El que rechacen la política tradicional o a la clase política no quiere decir que deserten de la política, sino, como ellos han dicho, "a una forma de hacer política".
La rebelión resiste, esto es, afirma su potencia, su capacidad de invención, de producción de sentido. Defiende los derechos y valores que el poder atropella, reprime, relega. Resiste, desde su singularidad, a las propuestas de formateo social desde del orden constituido. Resiste la injusticia realmente existente. Sobrevive y resiste simultáneamente. Asume una actitud coherente con la época. Resiste y anima la utopía. Resiste y reconquista la vida. "Muera la muerte, viva la vida", clamaron los zapatistas el pasado primero de enero en San Cristóbal de las Casas.
La resistencia anticipa la posibilidad de llevar a cabo otro tipo de política y de programa. Lejos de rechazar las posibilidades de transformación social profunda, las posibilita. Que no exista hoy plenamente esa política no quiere decir que no vaya a existir. Su presencia esta contenida en las resistencias de todo el orbe. Lo que hoy es inviable no es la emancipación sino el neoliberalismo, que conduce aceleradamente a una crisis civilizatoria. Más que un cuerpo doctrinal acabado estas resistencias animan valores y principios fuertes que se materializan en un estilo de hacer y de pensar. No pretenden alcanzar cambios en virtud de la bondad de su propuesta sino de su capacidad de hacer. No sólo piensan el cambio sino que lo viven. Distinguen el espacio en el que se mueve su lucha de sus objetivos.
Las respuestas a las preguntas teóricas del zapatismo están, como ellos han señalado, en la práctica. Son producto de la experiencia específica, reflexión sobre la realidad en la que se mueven, no resultado de las grandes ideologías previas. Provienen de un nuevo sujeto político y social. Tienen raíces y razones encarnadas socialmente.
El zapatismo tiene, simultáneamente, raíces en lo local y un horizonte planetario. La lucha contra el neoliberalismo, el valor de lo comunitario, el reconocimiento a la gestión colectiva, la reivindicación de las identidades, la defensa de la naturaleza, la liberación de las mujeres y la solidaridad internacional son parte de su acervo. Surge del encuentro y fusión de distintos procesos sociales y pensamientos políticos. Su resultado final es, sin embargo, distinto a cada una de ellos. Entre los ingredientes que componen esta mezcla se encuentran las utopías indígenas, la lucha agraria inspirada en el zapatismo original, el guevarismo y las propuestas de liberación de católicos progresistas, particularmente de la teología india.
Durante años la izquierda mexicana ha tenido un discurso esquizofrénico. Sus palabras y sus hechos no se corresponden. Reivindica propuestas radicales pero desarrolla una práctica gremial y economicista. Enarbola la bandera de la ciudadanía plena pero lleva a cabo una política corporativa. Defiende la renovación moral pero se guía por el más burdo pragmatismo. El zapatismo supera esa escisión construyendo una propuesta que responde a la práctica, la vincula a una ética y reconoce sus contradicciones. Su pensar está en sincronía con su vivir.
 
IV) El zapatismo como anticipación
Cancún y Bolivia. Dos lugares clave en los que se sintetizan los caminos recorridos por la lucha social contra el neoliberalismo durante 2003. En el balneario mexicano se descarriló, este septiembre, la reunión de la Organización Mundial del Comercio. En el país latinoamericano un levantamiento indígena tumbó, este octubre, a un gobierno de empresarios que pretendía malbaratar los recursos naturales.
Cancún es un punto crítico en las movilizaciones contra la globalización neoliberal inauguradas por las protestas de Seattle en noviembre de 1999. Durante casi cuatro años se han sucedido ininterrumpidamente en los países del Norte acciones masivas contra la pretensión de escribir, desde arriba, una Constitución del mundo al servicio de las grandes empresas trasnacionales.
Bolivia es en un eslabón más en la movilización popular que, desde hace diez años, ha derrumbado presidentes corruptos y elitistas en Brasil, Perú, Paraguay, Ecuador, Venezuela y Brasil. De una resistencia protagonizada destacadamente por los pueblos indios y en los grupos de base autorganizados de la región.
Cancún y Bolivia son momentos de un ciclo de luchas que, en buena parte, fue inaugurado por el EZLN. Muchas de las características de la resistencia social al neoliberalismo presentes en estos dos puntos de la geografía universal fueron anunciados por el levantamiento de los indígenas mexicanos y sus distintas iniciativas políticas, desde la realización de los Encuentros por la Humanidad y contra el Neoliberalismo en 1996, hasta la Marcha del Color de la Tierra en 2001 y la fundación de los Caracoles en 2003. Sin que se agoten en él, en el zapatismo están presentes muchas de las claves que explican tanto la batalla de Cancún como la sublevación boliviana.
Cuando hace casi diez años los rebeldes mexicanos se alzaron en armas, diversos analistas señalaron que se trataba de una lucha anacrónica. Hubo quienes los vieron como una expresión tardía del ciclo de luchas armadas en Centroamérica, o como un latigazo dinosáurico de un grupo de intelectuales que no se había enterado del “Fin de la Historia”.
Una década después ha quedado claro que el levantamiento fue la primera rebelión contra el desorden de la globalización del Siglo XXI. Y lo fue, no sólo por haber utilizado herramientas como el Internet para transmitir su mensaje y romper los cercos militares con la presión de la sociedad civil internacional, sino porque marcó, de entrada, un punto de inflexión en la renovación de la izquierda mundial, un dique al corrimiento socialdemócrata de sus sectores radicales, una puesta al día de sus anhelos emancipatorios temporalmente adormecidos. Lo fue, además, porque respondió con originalidad e innovación a una propuesta de la globalización que no respeta los hechos diferenciales y que cree que es factible construir una modernidad desechando a grandes sectores de la humanidad.
El zapatismo iluminó el surgimiento de un nuevo sujeto político en América Latina: los pueblos indios. No es que la lucha indígena no existiera antes en el continente. Al igual que sucedió en México, la causa de los pueblos originarios era una realidad antes del alzamiento en Ecuador, Bolivia, Perú, Guatemala, Chile, Nicaragua y Colombia. Nacidas de los rincones más recónditos, expresión de una situación límite, esta lucha subió y bajó montañas anteriormente a enero de 1994 para llevar su palabra y su presencia al corazón político de sus naciones. Pero el zapatismo le dio una visibilidad que no había tenido antes, mostró su potencialidad transformadora y se convirtió en su frontera. El rencor social acumulado en las etnias tras décadas de exclusión y opresión encontrado en la rebelión del EZLN una referencia significativa.
Estos movimientos de base étnica tienen tras de sí una historia de largo aliento. Han sobrevivido a la espuma que sus protestas levantaron en las aguas de la política nacional. A diferencia de las luchas económicas de los sectores populares que tienen ciclos de vida corto, sus demandas de reconocimiento y dignidad superan la prueba del tiempo. Han esperado tantos años para expresarse que, cuando lo hacen, no están dispuestas a consumirse a la brevedad. En ellos se expresa la posibilidad de una modernidad alternativa.
La nueva lucha indígena, surgida del encuentro de un movimiento pacífico y el zapatismo armado, reivindica, mediante un complicado y desigual proceso, una nueva inserción en los espacios públicos, a partir de la superación de su condición de excluidos propiciada por las políticas integracionistas que anularon su condición diferente. En ella, de una primera fase en la que se exige la igualdad se pasa a una segunda en la que se afirma la diferencia. Es una incorporación similar a la que en el pasado tuvieron que ganar los trabajadores, y como la que en la actualidad han tratado de obtener las mujeres.
Se trata de una lucha por la ciudadanía plena que implica la convicción de ser iguales a los demás y tener los mismos derechos y obligaciones. Es pues, de manera simultánea, una lucha por la dignidad y contra el racismo. Se trata de un proceso de construcción de iguales, de rechazo a la exclusión, en el que la exigencia a demandas concretas rebasa el tradicional tono clientelar, para ubicarse en el plano de la reivindicación de derechos. Involucra, asimismo, la lucha por los derechos colectivos como vía para hacer una realidad los derechos individuales. Pero implica, además, la lucha por el reconocimiento a la diferencia. Ésta supone aceptar el derecho al ejercicio distinto de la autoridad y a constituirse como colectividad con derechos propios. Reivindica un derecho de igualdad y un ejercicio diferente de éste. En el corazón de este planteamiento se encuentra la lucha por la libre determinación, y de la autonomía como una expresión de ésta.
Los pueblos indios se han convertido ya en un sujeto político autónomo con propuestas propias. Se trata de un proceso irreversible y en ascenso. Reivindican un nuevo ordenamiento de las instituciones políticas que les permita superar su condición de exclusión. Al hacerlo alimentan el surgimiento del pluralismo que el estado centralizado niega. Ello es posible porque su identidad se ha transformado profundamente y hoy se asumen, cada vez más, como pueblos y no como poblados.
Simultáneamente, también en Sudamérica, los rebeldes mexicanos anticiparon el nivel de agotamiento de la clase política tradicional y los límites de la acción institucional. El clamor argentino de “que se vayan todos”, estaba de muchas maneras anunciado en el ¡Ya Basta! de enero de 1994. Desde entonces, país por país, las élites locales se han ido colapsando y desmoronando una a una.
El lenguaje de los zapatistas caló hondo en un sector de la juventud europea y estadunidense. Su convocatoria tuvo efecto no porque estos jóvenes “tuvieran todo” e hicieran del ejemplo del Sureste mexicano la forma de jugar a la moda de la Revolución fuera de su país, sino porque veían en él la vía para enfrentar lo que vivían en carne propia: precarización del trabajo, desempleo, desterritorialización, individualización, pérdida del sentido de la vida, racismo y exclusión. Sus países se han convertido en modernas Babel pobladas de migrantes que trabajan sin redes de protección social.
Muchos de los jóvenes de países desarrollados que viajaron a Chiapas durante estos últimos diez años para vivir en comunidades en rebeldía, a los que distintos personajes de la izquierda tradicional llamaban con desprecio “aretudos”, se convirtieron con el paso del tiempo, en artífices claves de la red de redes que integra la constelación altermundista. Ellos han forjado una nueva concepción de lo político y la política muy cercana a la rebelión y resistencia zapatista. Para esta nueva generación la visión tradicional de la política se ha vuelto tan inaceptable como insoportable. El ejemplo zapatista, con muchos nombres, germinó en una diversidad de movimientos y expresiones contraculturales en distintas latitudes.
Muy lejos de ser un resabio del pasado, el zapatismo ha resultado ser, como lo muestran los casos de Cancún y Bolivia, un laboratorio social que anticipa el rumbo y la naturaleza de la resistencia contra la globalización neoliberal.
 
V) La Comuna de la Lacandona
Este 8 de agosto, aniversario del nacimiento de Emiliano Zapata, la rebelión zapatista materializó la emergencia de un nuevo poder constituyente. Se trata de un poder fundante, nacido desde abajo, que se reproduce a si mismo en el tiempo, que cuestiona la cadena de mando-obediencia, y la cadena de mando-obediencia con humillación que es el racismo. Es, la Comuna de la Lacandona, materializada en las Juntas de Buen Gobierno zapatista.
La coordinación de los más de 30 municipios autónomos rebeldes y la creación de juntas de buen gobierno (Caracoles) en las cinco regiones en que se divide el territorio controlado por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) colocaron la lucha de los pueblos indios por su reconocimiento en un plano radicalmente distinto al que se encontraba hasta ahora.
El reconocimiento como pueblos y el derecho al ejercicio a la libre determinación y a la autonomía como una expresión de éste ha sido, desde hace muchos años, un entrañable anhelo de los habitantes originarios. Esta demanda, reconocida inicialmente por el Estado mexicano en los acuerdos de San Andrés, el 16 de febrero de 1996, se quedó insatisfecha con la desafortunada reforma constitucional aprobada por el Congreso en 2001. Con la creación de las juntas de buen gobierno los zapatistas han hecho realidad tanto el deseo indígena nacional como los compromisos pactados con el gobierno.
El municipio libre fue una de las exigencias centrales del zapatismo original, el nacido de los campesinos. Su grito de "¡Viva pueblos, abajo haciendas!" fue, simultáneamente, una demanda de recuperación de la tierra y el territorio arrebatado tanto por liberales como por conservadores. El municipio, y la asociación de varios de ellos regionalmente, han sido durante décadas, los espacios políticos que muchos pueblos indígenas han utilizado para mantener vivos sus sistemas normativos, la elección tradicional de sus autoridades y la identidad cultural. En los hechos, ello ha ocasionado que las instituciones gubernamentales asuman un funcionamiento "híbrido", mitad constitucional y mitad indígena.
Los municipios autónomos y las juntas de buen gobierno retoman estas dos tradiciones y prácticas históricas, reinventándolas desde la experiencia y la visión del mundo zapatista. Ellos son, simultáneamente, un ideal y una realidad. Los Caracoles son, pues, una institución y la prefiguración de una sociedad diferente.
Los representantes escogidos para las juntas de buen gobierno tienen mandatos amplios pero precisos de sus bases, que podrán revocarlos si no cumplen con lo decidido por las asambleas. Cuentan, además, con la colaboración de las autoridades tradicionales o de los consejos de ancianos, mezclando así lo nuevo y lo centenario, y renovando igualmente el modo de considerar y aplicar sus sistemas normativos, que son derecho en las comunidades indígenas. Entre sus competencias se encuentran las referentes a la justicia, a los asuntos agrarios, a la salud, la educación e inclusive el registro civil (registro de nacimientos, defunciones y matrimonios). A partir de ahora, una parte muy importante de las relaciones entre las comunidades en rebeldía y la sociedad civil nacional e internacional, será su responsabilidad.
Se trata de un ambicioso paso en la construcción de instituciones de autogobierno y el establecimiento de una normatividad jurídica alternativa, que son uno de los componentes centrales de cualquier proyecto autonómico.
Lo que está naciendo en las selvas y montañas de Chiapas no tiene nada que ver con la edificación de un puente entre la rebelión y la clase política tradicional. Ese puente quedó clausurado por la arrogancia del poder. Por el contrario, un enorme foso separa el mundo de la política formal de partes cada vez más importantes de la sociedad mexicana. Arriba, sin importar los colores del partido al que pertenecen, los profesionales del poder conspiran, se ponen zancadillas, se toman fotos, amarran compromisos con los dueños del dinero y se preparan para que el poder cambie de manos. Abajo, los invisibles hacen la vida, forjan sus identidades, resisten y se adueñan de su destino.
El zapatismo ha trazado una nueva geografía. La Realidad, ese pequeño poblado de la selva Lacandona, está hoy en el mapa de la resistencia mundial. Los sitiados se han convertido en sitiadores.
Luis Hernández Navarro es Coordinador de Opinión del periódico La Jornada y miembro del Centro de Estudios para el Cambio en el Campo Mexicano. Es analista para el IRC Programa de las Américas.
 

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Cita recomendada:
Luis Hernández Navarro, "Cinco Miradas para Asomarse al Puente Zapatista" Programa de las Américas (Silver City, NM: Interhemispheric
Resource Center, 16 de enero de 2004).
Ubicación
en Internet:
http://www.americaspolicy.org/citizen-action/focus/2004/sp-0401zap-five.html
Información
de producción:
Escritor: Luis Hernández Navarro
Redacción: Laura Carlsen, IRC
Producción y diseño: Tonya Cannariato, IRC

 

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